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RESUMEN DEL DISCURSO PRONUNCIADO EN CALLOSA DE SEGURA (ALICANTE) EL DIA 22 DE JULIO DE 1934

Habréis podido observar que en los actos públicos de propaganda política los oradores, por regla general, vienen a pedir algo, a hacer público promesas halagadoras o a excitar sus pasiones; nosotros, por el contrario, donde vamos en nuestra cruzada, sufriendo molestias, venciendo obstáculos y aun arrostrando peligros, sólo hablamos de nuestra fe en España, y su destino, y sólo aspiramos a infiltrar esa fe y esa creencia en quienes nos escuchan. Porque es triste y angustioso ver cómo los españoles consumen sus energías en luchar unos contra otros, pensando sólo en solventar entre sí odios y rencores, con olvido de España, a la que tratan de rendir y aniquilar.

Por fortuna, esto no es posible lograrlo en usa nación de machos siglos de existencia, y cuyo sentido de unidad ha perdurado siempre, aun en épocas de fragmentación territorial, en las cabezas de nuestros reyes, santos y pensadores, ni con una nación de tal contextura espiritual que, al descubrir para la Humanidad un nuevo continente, lejos de abusar de su poderío y explotar a los indígenas, empieza por declararlos iguales a los españoles.

Mas España comienza a perder su propio estilo y personalidad cuando por obra de las doctrinas rousseanianas y de la Revolución francesa, surgen las divisiones en territorios y regiones; cuando, por no mirarse de frente a España, abarcándola total y absolutamente, sino desde un punto de vista particular de clase o de interés, nacen los partidos políticos; esto es, cuando se niega la existencia de ciertas verdades permanentes, se admite la teoría absurda de que las sociedades políticas son consecuencia de un pacto expresado mediante un sufragio.

Además, estas teorías, al proclamar también la libertad económica, hacen creer ilusoriamente a los obreros que son libres para contratar con el patrono sus condiciones de trabajo, cuando en realidad lo que hacen es sancionar la mayor de las injusticias al dejar frente a frente al fuerte contra el débil, obligando a éste, por sus necesidades, a aceptar las imposiciones de aquél.

De esta situación injusta, y por un espíritu de legítima defensa en la clase trabajadora, surge el socialismo, que ¡en pronto sus dirigentes le hacen perder sus primitivas características para convertirlo en un medio de ventajas y medros personales.

Se nos tacha de que no somos obreros, y precisamente ese es nuestro mayor mérito: el de combatir un Estado como el actual, en el que por nuestras condiciones sociales solamente hemos de disfrutar de beneficios, y defender la implantación de otro Estado en el que la vida para nosotros habrá de ser mucho más dura.

Nosotros no podemos consentir que los obreros continúen envenenados por odios y rencores, ni podemos resignarnos a vivir en una España sin fe, dividida en ideas, partidos y clases; por eso predicamos la creencia en España, en su inmortalidad y en su universal destino.

También se nos critica y se nos acusa de emplear procedimientos y doctrinas de otros países, tachándonos de imitadores y se nos tilda de fascistas.

A los que tal dicen hemos de contestar que si por fascistas se entiende aquellos hombres que tienen una fe y una creencia en sí mismos y una fe y una creencia en su Patria, como algo superior a la suma de individuos, como una entidad con vida propia, independiente, y con una empresa universal que cumplir, efectivamente, lo somos. Pero rechazamos tal calificativo si se cree que para ser fascista basta la parte externa, los desfiles, los uniformes, los actos espectaculares más o menos decorativos. Por eso la salvación de España está en nosotros n–úsmos directamente, sin mediaciones de los partidos políticos, ni de los diputados, ni de nadie más que nuestro esfuerzo y voluntad.

Termina diciendo que se tacha de asesinos a unos hombres que no hacen otra cosa que predicar su amor a España; lo que sucede es que predicamos y encendemos ese amor, no de una manera blanda, suave, sino resuelta, enérgica y viril, estando dispuestos por ese amor a ofrecer el sacrificio de nuestra sangre.

(La Nación, 23 de julio de 1934)


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