Habréis podido observar que en los actos públicos de propaganda
política los oradores, por regla general, vienen a pedir algo, a hacer público promesas
halagadoras o a excitar sus pasiones; nosotros, por el contrario, donde vamos en nuestra
cruzada, sufriendo molestias, venciendo obstáculos y aun arrostrando peligros, sólo
hablamos de nuestra fe en España, y su destino, y sólo aspiramos a infiltrar esa fe y
esa creencia en quienes nos escuchan. Porque es triste y angustioso ver cómo los
españoles consumen sus energías en luchar unos contra otros, pensando sólo en solventar
entre sí odios y rencores, con olvido de España, a la que tratan de rendir y aniquilar.
Por fortuna, esto no es posible lograrlo en usa nación de machos siglos de existencia,
y cuyo sentido de unidad ha perdurado siempre, aun en épocas de fragmentación
territorial, en las cabezas de nuestros reyes, santos y pensadores, ni con una nación de
tal contextura espiritual que, al descubrir para la Humanidad un nuevo continente, lejos
de abusar de su poderío y explotar a los indígenas, empieza por declararlos iguales a
los españoles.
Mas España comienza a perder su propio estilo y personalidad cuando por obra de las
doctrinas rousseanianas y de la Revolución francesa, surgen las divisiones en territorios
y regiones; cuando, por no mirarse de frente a España, abarcándola total y
absolutamente, sino desde un punto de vista particular de clase o de interés, nacen los
partidos políticos; esto es, cuando se niega la existencia de ciertas verdades
permanentes, se admite la teoría absurda de que las sociedades políticas son
consecuencia de un pacto expresado mediante un sufragio.
Además, estas teorías, al proclamar también la libertad económica, hacen creer
ilusoriamente a los obreros que son libres para contratar con el patrono sus condiciones
de trabajo, cuando en realidad lo que hacen es sancionar la mayor de las injusticias al
dejar frente a frente al fuerte contra el débil, obligando a éste, por sus necesidades,
a aceptar las imposiciones de aquél.
De esta situación injusta, y por un espíritu de legítima defensa en la clase
trabajadora, surge el socialismo, que ¡en pronto sus dirigentes le hacen perder sus
primitivas características para convertirlo en un medio de ventajas y medros personales.
Se nos tacha de que no somos obreros, y precisamente ese es nuestro mayor mérito: el
de combatir un Estado como el actual, en el que por nuestras condiciones sociales
solamente hemos de disfrutar de beneficios, y defender la implantación de otro Estado en
el que la vida para nosotros habrá de ser mucho más dura.
Nosotros no podemos consentir que los obreros continúen envenenados por odios y
rencores, ni podemos resignarnos a vivir en una España sin fe, dividida en ideas,
partidos y clases; por eso predicamos la creencia en España, en su inmortalidad y en su
universal destino.
También se nos critica y se nos acusa de emplear procedimientos y doctrinas de otros
países, tachándonos de imitadores y se nos tilda de fascistas.
A los que tal dicen hemos de contestar que si por fascistas se entiende aquellos
hombres que tienen una fe y una creencia en sí mismos y una fe y una creencia en su
Patria, como algo superior a la suma de individuos, como una entidad con vida propia,
independiente, y con una empresa universal que cumplir, efectivamente, lo somos. Pero
rechazamos tal calificativo si se cree que para ser fascista basta la parte externa, los
desfiles, los uniformes, los actos espectaculares más o menos decorativos. Por eso la
salvación de España está en nosotros núsmos directamente, sin mediaciones de los
partidos políticos, ni de los diputados, ni de nadie más que nuestro esfuerzo y
voluntad.
Termina diciendo que se tacha de asesinos a unos hombres que no hacen otra cosa que
predicar su amor a España; lo que sucede es que predicamos y encendemos ese amor, no de
una manera blanda, suave, sino resuelta, enérgica y viril, estando dispuestos por ese
amor a ofrecer el sacrificio de nuestra sangre.
(La Nación, 23 de julio de 1934)