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ROMANTICISMO, REVOLUCIÓN, VIOLENCIA (Discurso
pronunciado en el Parlamento el 3 de julio de 1934)
El señor PRIMO DE RIVERA:
EL señor Prieto, que, en una no todavía larga, pero sí activa vida de Congreso, se
ha ejercitado en todas las artes menores del parlamentarismo, se sabe dar el lujo, no
asequible a todos, de usar algunas veces las artes mayores; de adoptar actitudes
estéticas de la mejor clase, y en muchas ocasiones, por el camino de estas actitudes
estéticas, llegar a algo que vale más que ellas: a una profunda y auténtica emoción
humana. Yo faltaría a mi propia autenticidad si en este instante no empezara, con toda la
sinceridad de mi alma, dando las gracias por la actitud del señor Prieto.
Tal vez haya sido.la lección un poco dura para algunos si es que existía
que imaginase que la entrega mía a los Tribunales iba a servir como cucharada de azúcar
que atenuara la amarga píldora inferida a la minoría socialista al conceder el
suplicatorio del señor Lozano. La minoría socialista ha tenido el buen gusto de rechazar
esa cucharada de azúcar y yo no puedo menos de agradecérselo muy de verdad.
Como en realidad, después de lo que ha dicho el señor Prieto, yo no tendría apenas
que defenderme sino recordando al señor presidente de la Comisión que la teoría del
señor Prieto en materia de suplicatorios es la verdadera, y no la suya; como no tendría
ya casi que defenderme, me va a permitir el señor Prieto que recoja algunas de las
advertencias y de las insinuaciones que me ha hecho, en parte con menos justicia que en la
actitud fundamental de su intervención.
Detesto la autobiografía, pero si en alguna ocasión tiene un poco de disculpa la
autobiografía es en un trance como éste, en que me encuentro más o menos en la
posición de acusado. Y en posición de acusado me vais a disculpar la declaración
autobiográfica de que yo no soy absolutamente, como el señor Prieto imagina, ni un
sentimental, ni un romántico, ni un hombre combativo, ni siquiera un hombre valeroso;
tengo estrictamente la dosis de valor que hace falta para evitar la indignidad; ni más ni
menos. No tengo, ni poco ni mucho, la vocación combatiente, ni la tendencia al
romanticismo; al romanticismo menos que a nada, señor Prieto. El romanticismo es una
actitud endeble que precisamente viene a colocar todos los pilares fundamentales en
terreno pantanoso; el romanticismo es una escuela sin líneas constantes, que encomienda
en cada minuto, en cada trance, a la sensibilidad la resolución de aquellos problemas que
no pueden encomendarse sino a la razón. Lo que pasa es que lo mismo que el señor Prieto
llega a la emoción por el camino de la elegancia, se puede llegar al entusiasmo y al amor
por el camino de la inteligencia.
Por eso, cuando algunos muchachos que me acompañan, y cuando yo mismo, modestamente,
creemos encontrar una posible fuente profunda y constante de españolidad digo
españolidad porque la palabra "españolismo" hasta me molesta, no nos
dejamos arrebatar por una tendencia sensible, por una especie de sueño romántico; lo que
hacemos es creer que si una generación se debe entregar a la política no se puede
entregar con el repertorio de media docena de frases con que han caminado por la
política otras muchas generaciones, y hasta muchos representantes de ésta. Yo le aseguro
al señor Prieto que si, por ejemplo, fuera lo que suponen muchos correligionarios suyos
de fuera del Parlamento, si fuera un defensor acérrimo, hasta por la violencia, de un
orden social existente, me habría ahorrado la molestia de salir a la calle, porque me ha
correspondido la suerte de estar inserto en uno de los mejores puestos de ese orden
social; con que yo hubiese confiado en la defensa de ese orden social por numerosos
partidos conservadores, los unos republicanos in partibus infidellum (Risas), y por
otros partidos conservadores que hay en todas partes; estos partidos conservadores, por
mal que les fuese, me asegurarían los veinticinco o treinta años de tranquilidad que
necesito para trasladarme al otro mundo disfrutando todas las ventajas de la organización
social presente.
Yo le aseguro al señor Prieto que no es eso. Lo que pasa es que todos los que nos
hemos asomado al mundo después de catástrofes como la de la gran guerra, y como la
crisis, y después de acontecimientos como el de la Dictadura y el de la República
española, sentimos que hay latente en España y reclama cada día más insistentemente
que se la saque a la luz y eso sostuve aquí la otra noche una revolución que
tiene dos venas: la vena de una justicia social profunda, que no hay más remedio que
implantar, y la vena de un sentido tradicional profundo, de un tuétano tradicional
español que tal vez no reside donde piensan muchos y que es necesario a toda costa
rejuvenecer.
Como ve el señor Prieto, esto no es una actitud sentimental ni es una actitud
violenta. Yo no pensé ni por un instante que estas cosas se tuvieran que mantener por la
violencia, y la prueba es que mis primeras actuaciones fueron completamente pacíficas;
empecé a editar un periódico y empecé a hablar en unos cuantos mítines, y con la
salida del periódico y con la celebración de los mítines se iniciaron contra nosotros
agresiones cada vez más cruentas, y por manos movidas, seguramente con intención tan
limpia como la de mis amigos, tal vez movidos después a represalias. Pero estas
represalias vinieron mucho después; tanto después, que muchas personas que nos suponían
a nosotros venidos al mundo para jugamos la vida en defensa de su propia tranquilidad,
incluso en periódicos conservadores nos afeaban que no nos entregásemos al asesinato;
imaginaban que nos estábamos jugando nuestra vida y las vidas de nuestros camaradas
jóvenes para que a ellos no se les alterase su reposo.
Pero porque resulta que nosotros hemos venido a salir al mundo en ocasiones en que en
el mundo prevalece el fascismo y esto le aseguro al señor Prieto que más nos
perjudica que nos favorece; porque resulta que el fascismo tiene una serie de
accidentes externos intercambiables, que no queremos para nada asumir; la gente, poco
propicia a hacer distinciones delicadas, nos echa encima todos los atributos del fascismo,
sin ver que nosotros sólo hemos asumido del fascismo aquellas esencias de valor
permanente que también habéis asumido vosotros, los que llaman los hombres del bienio;
porque lo que caracteriza al período de vuestro Gobierno es que, en vez de tomar la
actitud liberal bobalicona de que al Estado le da todo lo mismo, de que al Estado puede
estar con los brazos cruzados en todos los momentos a ver cuál es el que trepa mejor a la
cucaña y se lleva el premio contra el Estado mismo; vosotros tenéis un sentido del
Estado que imponéis enérgicamente. Ese sentido del Estado, ese sentido de creer que el
Estado tiene algo que hacer y algo que creer, es lo que tiene de contenido permanente el
fascismo, y eso puede muy bien desligarse de todos los alifafes, de todos los accidentes y
de todas las galanuras del fascismo, en el cual hay unos que me gustan y otros que no me
gustan nada.
Esto es tan importante, señor Prieto, que ya le digo, yo no me hubiese dedicado para
nada, no a usar la violencia, sino ni siquiera a disculpar la violencia, si la violencia
no hubiera venido a buscarnos a nosotros. Yo le aseguro al señor Prieto que, cuando la
primera vez oí detrás de mi coche el estampido de un petardo; que, cuando la segunda vez
supe que habían tiroteado un coche porque tenía casi el mismo número que el mío, y
cuando he empezado a tener todas esas amenazas que justifican, a juicio de la Comisión,
el terrible delito de que tenga seis especies de artes atávicas, de grandes armatostes,
tal vez inservibles para defenderme; cuando oí la primera vez el petardo; cuando supe
después lo de esos tiros y lo de las amenazas, sentí dos cosas: la primera, el que los
tiros me pudieran dar desde luego reconozco que no tengo en absoluto gusto en
apresurar la apertura de mi abintestato; la segunda, que el día que me encontrara
en los cielos con el metalúrgico, el carpintero o el campesino que me hubiese pegado los
tiros por la espalda, en cuanto tuviéramos diez minutos de conversación, el
metalúrgico, el campesino o el carpintero se convencerían de que se habían equivocado
al dirigir esos tiros.
Como esto es lo que yo quería decir aprovechando esta noche autobiográfica, con eso
he sustituido a lo que pudiera ser el contenido de mi defensa.
Pero si todavía el señor Pellicena me permite unas palabras, le invitaré a que
medite sobre esto: El señor Pellicena dice que el conceder los suplicatorios es una
operación meramente automática. Pues bien: un ilustre paisano del señor Pellicena,
Eugenio d'Ors, escribió la historia de un elefante tan bien amaestrado, que al morir su
dueño, dueño también de una tienda, el elefante se encargó de seguir manejándola,
porque estaba ya impuesto de todas las rutinas del dueño del comercio. Si conceder los
suplicatorios fuera cosa que se manejara automáticamente, la Comisión de suplicatorios
y, naturalmente, no se me pasa por la cabeza ofenderla en nada podría muy
bien componerse de elefantes. (Risas.) No es eso, señor Pellicena, ni muchísimo
menos.. Lo que sucede es que en el problema de cada suplicatorio se plantea continuamente
esta pugna: hay dos funciones públicas que cumplir: primera, la función pública
parlamentaria, que compete al diputado; segunda, la función pública de administrar
justicia penal. Las dos son tutelas de dos intereses públicos considerables: o se
persigue por los Tribunales de lo Penal al diputado que ha delinquido, o se cede por una
vez esa persecución para que el diputado que ha delinquido pueda seguir desempeñando su
función parlamentaria, y como surge ese conflicto, la Constitución encomienda a las
propias Cortes que resuelvan el conflicto, pero que lo resuelvan por la consideración de
cada caso y no automáticamente. La prueba de que esto es así es que las Cortes pueden
conceder o denegar el suplicatorio, y la prueba de que la presunción constitucional es
que no debe concederse el suplicatorio, que debe prevaler la función parlamentaria sobre
la función penal, está en que el silencio de las Cortes se interpela por el artículo 56
de la Constitución como denegación del suplicatorio y no como su concesión.
Si fuera función de los Tribunales el pesar y medir los caracteres de delito, los
indicios de delito, con preferencia o como en un coto cerrado a la competencia de las
Cortes, el silencio de éstas se inclinaría en favor de la presunción legal de que los
Tribunales habían apreciado bien; desde el momento en que la presunción constitucional
supone lo contrario, es que lo excepcional, sólo justificado, como decía el señor
Prieto, por un peligro social muy apremiante, es que el suplicatorio se conceda.
Después de esto, yo ruego a la Cámara que haga lo que tenga a bien. Estoy seguro de
que los argumentos del señor Prieto, más que los míos, tienen que haberla convencido de
que el señor Lozano y el mío son casos diferentes sin la menor deshonra para él,
claro está; en otra ocasión es muy probable que delinca yo más, de que la norma
constitucional obliga a examinar cada caso y de que por aplicación de esa norma
constitucional y del espíritu de todo el derecho parlamentario debe denegar mi
suplicatorio. Si después de esto la Cámara no lo quiere denegar, ¡qué le vamos a
hacer! Me resignaré a ir ante el Tribunal y a que éste me condene, y a pasarme una grata
y fecunda temporada en la cárcel; en la cárcel, que ya conozco, donde se pasan horas de
soledad y meditación muy difíciles de lograr en otra parte... (El señor Martínez
Sala: "Sabemos bien cómo se pasa en la cárcel, porque a ella fuimos en tiempos de
la Dictadura.") Pues si ya lo sabe su señoría, y alguna vez en la cárcel se le
ha pasado la tentación, que seguramente desechó en seguida, de leer un libro, habrá
observado que en la cárcel se leen libros con más reposo que en parte alguna y se
maduran mejor.
Lo único que os ruego es que si, para cuando os reunáis en el otoño próximo, yo
estoy condenado y en la cárcel, cuando os refugiéis aquí, en esas tardes del invierno,
entre la atmósfera tibia de este edificio mal ventilado, y otra vez sintáis bajo
vuestros muslos el contacto del terciopelo repuesto, miréis a este escaño mío, entonces
vacante, y tengáis un momento de conmemoración para un compañero vuestro, que estará
más en contacto directo con los filósofos que con las dietas. (Aplausos.) |