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ENSAYO SOBRE EL NACIONALISMO LA TESIS
ROMÁNTICA DE NACIÓN
Aquella fe romántica en la bondad nativa de los hombres fue hermana mayor de la otra
fe en la bondad nativa de los pueblos. "EI hombre ha nacido libre, y, sin embargo,
por todas partes se encuentra encadenado", dijo Rousseau. Era, por consecuencia,
ideal rousseauniano devolver al hombre su libertad e ingenuidad nativas; desmontar hasta
el límite posible toda la máquina social que para Rousseau había operado de corruptora.
Sobre la misma línea llegaba a formularse, años después, la tesis romántica de las
nacionalidades. Igual que la sociedad era cadena de los libres y buenos individuos, las
arquitecturas históricas eran opresión de los pueblos espontáneos y libres. Tanta prisa
como libertar a los individuos corría libertar a los pueblos.
Mirada de cerca, la tesis romántica iba encaminada a la descalificación; esto
es, a la supresión de todo lo añadido por el esfuerzo (Derecho e Historia) a las
entidades primarias, individuo y pueblo. El Derecho había transformado al individuo en
persona; la Historia había transformado al pueblo en polis, en régimen de
Estado. El individuo es, respecto de la persona, lo que el pueblo respecto de la sociedad
política. Para la tesis romántica, urgía regresar a lo primario, a lo espontáneo,
tanto en un caso como en el otro.
EL INDIVIDUO Y LA PERSONA
El Derecho necesita, como presupuesto de existencia, la pluralidad orgánica de los
individuos. El único habitante de una isla no es titular de ningún derecho ni sujeto de
ninguna jurídica obligación. Su actividad sólo estará limitada por el alcance de sus
propias fuerzas. Cuando más, si acaso, por el sentido moral de que disponga. Pero en
cuanto al derecho, no es ni siquiera imaginable en situación así. El Derecho
envuelve siempre la facultad de exigir algo; sólo hay derecho frente a un deber
correlativo; toda cuestión de derecho no es sino una cuestión de límites entre las
actividades de dos o varios sujetos. Por eso el Derecho presupone la convivencia; esto es,
un sistema de normas condicionantes de la actividad vital de los individuos.
De ahí que el individuo, pura y simplemente, no sea el sujeto de las relaciones
jurídicas; el individuo no es sino el substratum físico, biológico, con que el
Derecho se encuentra para montar un sistema de relaciones reguladas. La verdadera unidad
jurídica es la persona, esto es, el individuo, considerado, no en su calidad
vital, sino como portador activo o pasivo de las relaciones sociales que el Derecho
regula; como capaz de exigir, de ser compelido, de atacar y de transgredir.
Lo NATIVO Y LA NACIÓN
De análoga manera, el pueblo, en su forma espontánea, no es sino el substratum
de la sociedad política. Desde aquí, para entenderse, conviene usar ya la palabra nación,
significando con ella precisamente eso: la sociedad política capaz de hallar en el
Estado su máquina operante. Y con ello queda precisado el tema del presente trabajo:
esclarecer qué es la nación: si la realidad espontánea de un pueblo, como piensan los
nacionalistas románticos, o si algo que no se determina por los caracteres nativos.
El romanticismo era afecto a la naturalidad. La vuelta a la Naturaleza fue su
consigna. Con esto, la nación vino a identificarse como lo nativo. Lo que
determinaba una nación eran los caracteres étnicos, lingüísticos, tipográficos,
climatológicos. En último extremo, la comunidad de usos, costumbres y tradición; pero
tomada la tradición poco más que como el recuerdo de los mismos usos reiterados, no como
referencia a un proceso histórico que fuera como una situación de partida hacia un punto
de llegada tal vez inasequible.
Los nacionalismos más peligrosos, por lo disgregadores, son los que han entendido la
nación de esta manera. Como se acepte que la nación está determinada por lo
espontáneo, los nacionalismos particularistas ganan una posición inexpugnable. No cabe
duda de que lo espontáneo les da la razón. Así es tan fácil de sentir el patriotismo
local. Así se encienden tan pronto los pueblos en el frenesí jubiloso de sus cantos, de
sus fiestas, de su tierra. Hay en todo eso como una llamada sensual, que se percibe hasta
en el aroma del suelo: una corriente física, primitiva y encandilante, algo parecido a la
embriaguez y a la plenitud de las plantas en la época de la fecundación.
TORPE POLÍTICA
A esa condición rústica y primaria deben los nacionalismos de tipo romántico su
extremada vidriosidad.
Nada irrita más a los hombres y a los pueblos que el ver estorbos en el camino de sus
movimientos elementales: el hambre y el celo apetitos de análoga jerarquía a la
llamada oscura de la tierra son capaces, contrariados, de desencadenar las tragedias
más graves. Por eso es torpe sobremanera oponer a los nacionalismos románticos actitudes
románticas, suscitar sentimientos contra sentimientos. En el terreno afectivo, nada es
tan fuerte como el nacionalismo local, precisamente por ser el más primario y asequible a
todas las sensibilidades. Y, en cambio, cualquier tendencia a combatirlo por el camino del
sentimiento envuelve el peligro de herir las fibras más profundas por más
elementales del espíritu popular, y encrespar reacciones violentas contra aquello
mismo que pretendió hacerse querer.
De esto tenemos ejemplo en España. Los nacionalismos locales, hábilmente, han puesto
en juego resortes primarios de los pueblos donde se han producido: la tierra, la música,
la lengua, los viejos usos campesinos, el recuerdo familiar de los mayores... Una actitud
perfectamente inhábil ha querido cortar el exclusivismo nacionalista, hiriendo esos
mismos resortes; algunos han acudido, por ejemplo, a la burla contra aquellas
manifestaciones elementales; así los que han ridiculizado por brusca la lengua catalana.
No es posible imaginar política más tosca: cuando se ofende uno de esos sentimientos
primarios instalados en lo profundo de la espontaneidad de un pueblo, la reacción
elemental en contra es inevitable, aun por parte de los menos ganados por el espíritu
nacionalista. Casi se trata de un fenómeno biológico.
Pero no es mucho más aguda la actitud de los que se han esforzado en despertar
directamente, frente al sentimiento patriótico localista, el mero sentimiento patriótico
unitario. Sentimiento por sentimiento, el más simple puede en todo caso más. Descender
con el patriotismo unitario al terreno de lo afectivo es prestarse a llevar las de perder,
porque el tirón de la tierra, perceptible por una sensibilidad casi vegetal, es más
intenso cuanto más próximo.
EL DESTINO EN LO UNIVERSAL
¿Cómo, pues, revivificar el patriotismo de las grandes unidades heterogéneas?
Nada menos que revisando el concepto de "nación", para construirlo sobre otras
bases. Y aquí puede servirnos de pauta para lo que se dijo respecto de la diferencia
entre "individuo" y "persona". Así como la persona es el individuo
considerado en función de sociedad, la nación es el pueblo considerado en función de
universalidad.
La persona no lo es en tanto rubia o morena, alta o baja, dotada de esta lengua o de la
otra, sino en cuanto portadora de tales o cuales relaciones sociales reguladas. No se es
persona sino en cuanto se es otro; es decir: uno frente a los otros, posible
acreedor o deudor respecto de otros, titular de posiciones que no son las de los otros. La
personalidad, pues, no se determina desde dentro, por ser agregado de células, sino desde
fuera, por ser portador de relaciones. Del mismo modo, un pueblo no es nación por ninguna
suerte de justificaciones físicas, colores o sabores locales, sino por ser otro en lo
universal; es decir: por tener un destino que no es el de las otras naciones. Así, no
todo pueblo ni todo agregado de pueblo es una nación, sino sólo aquellos que cumplen un
destino histórico diferenciado en lo universal.
De aquí que sea superfluo poner en claro si en una nación se dan los requisitos de
unidad de geografía, de raza o de lengua; lo importante es esclarecer si existe, en lo
universal, la unidad de destino histórico.
Los tiempos clásicos vieron esto con su claridad acostumbrada. Por eso no usaron nunca
las palabras "patria" y "nación" en el sentido romántico, ni
clavaron las anclas del patriotismo en el oscuro amor a la tierra. Antes bien, prefirieron
las expresiones como "Imperio" o "servicio del rey"; es decir, las
expresiones alusivas al "instrumento histórico". La palabra
"España", que es por sí misma enunciado de una empresa, siempre tendrá mucho
más sentido que la frase "nación española". Y en Inglaterra, que es acaso el
país de patriotismo más clásico, no sólo existe el vocablo "patria", sino
que muy pocos son capaces de separar la palabra king (rey), símbolo de la unidad
operante en la Historia, de la palabra country, referencia al soporte territorial
de la unidad misma.
LO ESPONTÁNEO Y LO DIFÍCIL
Llegamos al final del camino. Sólo el nacionalismo de la nación entendida así
puede superar el efecto disgregador de los nacionalismos locales. Hay que reconocer todo
lo que éstos tienen de auténticos; pero hay que suscitar frente a ellos un movimiento
enérgico, de aspiración al nacionalismo misional, el que concibe a la Patria como unidad
histórica del destino. Claro está que esta suerte de patriotismo es más difícil de
sentir; pero en su dificultad está su grandeza. Toda existencia humana de individuo
o de pueblo es una pugna trágica entre lo espontáneo y lo difícil. Por lo mismo
que el patriotismo de la tierra nativa se siente sin esfuerzo, y hasta con una sensualidad
venenosa, es bella empresa humana desenlazarse de él y superarlo en el patriotismo de la
misión inteligente y dura. Tal será la tarea de un nuevo nacionalismo: reemplazar el
débil intento de combatir movimientos románticos con armas románticas, por la firmeza
de levantar contra desbordamientos románticos firmes reductos clásicos, inexpugnables.
Emplazad los soportes del patriotismo no en lo afectivo, sino en lo intelectual. Hacer del
patriotismo no un vago sentimiento, que cualquiera veleidad marchita, sino una verdad tan
inconmovible como las verdades matemáticas.
No por ello se quedará el patriotismo en árido producto intelectual. Las posiciones
espirituales ganadas así, en lucha heroica contra lo espontáneo, son las que luego se
instalan más hondamente en nuestra autenticidad. Por ejemplo, el amor a los padres,
cuando ya hemos pasado de la edad en que los necesitamos, es, probablemente, de origen artificial.
conquista de una rudimentaria cultura sobre la barbarie originaria. En estado de pura
animalidad, la relación paternofilial no existe desde que los hijos pueden valerse. Las
costumbres de muchos pueblos primitivos autorizaban a que los hijos matasen a los padres
cuanto éstos ya eran, por viejos, pura carga económica. Sin embargo, ahora, la
veneración a los padres está tan clavada en nosotros que nos parece como si fuera el
más espontáneo de los afectos. Tal es, entre otras, la dulce recompensa que se gana con
el esfuerzo por mejorar; si se pierden goces elementales, se encuentran, al final del
camino, otros tan caros y tan intensos que hasta invaden el ámbito de los viejos afectos,
extirpados al comenzar la empresa superadora. El corazón tiene sus razones, que la razón
no entiende. Pero también la inteligencia tiene su manera de amar, como acaso no sabe el
corazón.
(Revista JONS, núm. 16, abril de 1934) |