(El Parlamento visto de perfil.)
Entre los muchos atractivos del régimen parlamentario no es el menor éste: nunca se
sabe de seguro cuándo van a pasar las cosas. Una corrida de toros nunca se retrasa cinco
minutos; una función de teatro no se demora más de quince; una española no se hace
esperar a una cita más allá de hora y media. Pero en el Parlamento lo mismo pueden pasar
las cosas hoy que la semana que viene, que dentro de un mes.
Se discute, por ejemplo, acerca de una interpelación sobre el cultivo del calabacín.
El jefe de una minoría decide que, en nombre de ella, intervenga el novel diputado señor
Equis. Y el señor Equis se apresta a esgrimir sus primeras armas parlamentarias.
El señor Equis, agazapado en su escaño, tiene ya preparado el discurso. Aguarda el
momento de pedir la palabra. Tiembla y vacila. Un escalofrío le corre a veces desde la
nuca hasta el almohadón de terciopelo de su escaño. La discusión prosigue. El orador de
turno emite un concepto que da pie al señor Equis para pedir la palabra. El señor Equis
quiere decir:
¡Pido la palabra!
Pero la voz se le resiste. Una timidez insuperable le contiene. El señor Equis lucha
consigo mismo. Por fin se decide. Cuando se decide, el orador de turno está hablando ya
de otra cosa que no tiene nada que ver con el señor Equis. Pero el señor Equis va
decidido, levanta un dedo, mira al presidente y, con humildad, dice:
Pido la palabra.
El orador suspende un instante su discurso, se vuelve hacia el señor Equis y le
contempla como diciendo:
¿Por qué se le habrá ocurrido pedir la palabra a este señor?
De varios sectores miran hacia el señor Equis. Se oye un murmullo:
¿Quién es? ¿Quién es?
Algunos sordos le consideran interruptor y preguntan a sus vecinos:
¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?
El señor Equis, turbado por esa expectación, se dedica a morderse las uñas. El
orador de turno termina. El señor Equis cree que le van a conceder la palabra y pasa una
congoja. Pero resulta que el señor presidente tiene en lista a otros varios señores que
han pedido la palabra. Hablan uno detrás de otro. Cuando el señor Equis considera
inminente su llamada, el señor presidente dice:
Se suspende esta discusión. Orden del día.
El señor Equis sale a la calle con su discurso inédito. Tal vez en la sesión
siguiente tampoco le corresponda hablar. El discurso ya es una pesadilla. Se lo ha
repetido a sí mismo, mentalmente, una y otra vez. Las frases culminantes le obsesionan.
El señor Equis anda ensimismado. Contesta maquinalmente cuando le hablan. En las Cortes,
rumiando su discurso, no se entera de lo que le dicen los demás. Cuando su vecino de
escaño, aludiendo a lo que se dice allí, exclama: "¡Qué tontería!", el
señor Equis sonríe para fingir que se está enterando. Así, al cabo de varios días,
cuando ya casi ha perdido la esperanza de hablar, cuando ya no puede soportar el tormento
de su discurso retrasado, suena la voz del presidente:
El señor Equis tiene la palabra.
El señor Equis se pone en pie, lívido.
Pero todavía el presidente demora su intervención un poco más:
Perdone su señoría: el señor ministro de Marina va a leer un proyecto de ley.
El ministro de Marina sube a la tribuna y lee unas cosas entre dientes. Por fin, otra
vez:
El señor Equis tiene la palabra.
Así, previa esa dramática gestación, viene al mundo la humilde y honrada mediocridad
de esos discursos que empiezan:
Señores diputados: me levanto a hacer uso de la palabra, muy brevemente, porque
es necesario fijar la posición de esta minoría ante el interesante problema que se
debate.
(F.E., núm. 8, 1 de marzo de 1934.)