(El Parlamento visto de perfil.)
Por fin dimitió el señor Rico Avello. A nosotros, personalmente, nos dio bastante que
hacer a fuerza de cierres y recogidas. Pero esta hora de su conmemoración es hora de
benevolencias. Por otra parte, el señor Rico Avello era simpático, dulce, paciente e
incongruente, como corresponde a un buen ministro parlamentario. Cuando le atacaban, por
ejemplo, denunciándole sin razón crueldades de un cabo de la Guardia Civil,
el señor Rico Avello dedicaba un largo pasaje, con su humilde voz de hombre honesto, a
demostrar como en el lugar de la denuncia no se hallaba aquel día ningún teniente de la
Guardia Civil. Pero esta suave manera de eludir las cuestiones no revela en él sino
tacto, temperamento pacífico v ánimo conciliador. Todos le recordaremos con simpatía.
Descanse en paz.
¿NECROLOGÍA?
Desde hace más de una semana no se sabe nada del señor Cid. No es posible que su
presencia haya pasado inadvertida en el banco azul. Indudablemente, algo ha ocurrido.
Algunos sospechan que se le ha olvidado que es ministro. Nadie dicen se atreve
a recordárselo. Otros aseguran que ha muerto. Pero si esto fuera así, también le
deseamos que descanse en paz. Y ordenamos que media columna en blanco cante el recuerdo de
sus excelsas glorias políticas.
PENUMBRA
En la sesión del viernes último se apagaron las luces del Congreso.
Las Cortes llevan poco más de un mes de vida y ya se arrastran en la decrepitud. Así,
en las sesiones de los martes faltan los diputados de provincias que han demorado su
regreso; en las de los miércoles hay alguna gente más; en las de los jueves empieza la
desbandada; las de los viernes son un himno al desmayo. Así, de puro desmayo en el
ambiente, las mismas luces se desmayaron una y otra vez. Primero se apagaron todas. Luego
se encendieron. Después se volvieron a apagar. Por último, alumbraron cinco o seis
candelabros eléctricos y unas cuantas velas de estearina. En aquella penumbra como de
velatorio siguió aleteando la sesión. Dos o tres diputados socialistas, fieles
cumplidores de su deber, se esforzaban en contar cosas truculentas para animar a los
reunidos. Desfilaron entre las sombras fantasmas de cadáveres y reminiscencias crueles.
Pero nada. Aquello languidecía y languidecía. Todos estaban en el secreto: el señor
Alba había rogado a los socialistas que amenizasen la tarde, y los socialistas le
complacían narrando tragedias. Pero nada: nadie lo creía.
Las luces continuaban escasas y amarillas. El salón de sesiones era un recinto lleno
de tedio. Se adivinaba el día en que el pueblo, no contento del todo con aquellas luces
medio apagadas, habría de entrar en el salón de sesiones para decir definitivamente:
Apaga y vámonos.
(F.E., núm. 4, 25 de enero de 1934)