"El hombre nace
libre y por doquiera se encuentra encadenado", escribía Juan Jacobo Rousseau. Ya se
estaban subiendo a las cabezas los primeros vapores del romanticismo. Era el momento de
pensar en la bondad nativa y en la nativa inteligencia. El hombre menos: el
individuo era en sí mismo portador de toda capacidad de bien, de sabiduría y de
virtud. Sólo la sociedad lo pervertía. Todos los instrumentos de vida común
religión, Estado, derecho eran aparatos para aherrojarle. Devuelto el hombre
a su primitiva libertad, recobraría necesariamente con ella toda su perdida aptitud de
perfección.
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Pero los que así pensaban eran más bien filósofos pisaverdes, menos duchos en
sondear almas primitivas que en galantear señoras. Petimetres de casaca rígida y
tabaquera de esmalte. Rústicos de pastoral novelada, de los que hubieran rechazado con
mohines la perspectiva de pasar dos semanas en Sierra Morena, por ejemplo. Primitivistas
de pura languidez, aprensivos contra los catarros. Más tarde se llamarían
"naturistas", como aquel que condenaba a los bárbaros que matan perdices:
"¡Con lo hermoso decía que es ver una perdiz en el campo, volar de un
árbol para posarse en otro!"; y que al decirlo denunciaba la falsedad de su verbal
amor al campo y a las perdices; porque todo el que de veras sale a campo y ha seguido,
aunque sea para matarla, una perdiz, sabe que las perdices no acostumbran a posarse en los
árboles.
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Como siempre, tenían más razón los que menos lo decían. Más: los que habían
aprendido en la auténtica naturaleza razones de disciplina y vizor. Así, nuestros
moralistas españoles, pardos de intemperie y sabios, por lo mismo que la intemperie no
invita a desmayarse en blanduras literarias, sino que impone esfuerzos. Primitivos
"de vuelta", que es la única manera decente de ser primitivo en un mundo viejo.
La felicidad es como la gracia. En el fondo, la felicidad "es" la gracia. Y
el estado primitivo que acaso, cuando verdadero, fue un estado feliz, es como el estado de
inocencia: no se recobra jamás una vez perdido. La gracia sí; pero por otro camino: por
el de la penitencia, por el del rigor. Quien ha perdido una vez la gracia inocente no
llega a encontrarla siendo "bueno", en el sentido literario y flojo de la
palabra: bueno a la manera blanca, blanda, filantrópico, dulce, de la Sociedad Protectora
de Animales o del Ejército de Salvación. Esa es una falsa, satánica manera de cubrir en
falso, con piel cerrada en falso, mucha carne podrida de culpas. Se puede volver a la
gracia por la limpieza enérgica, dura, sincera, dolorosa y dolorida de la penitencia.
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Así, en la vida de los pueblos. Se puede llegar a la felicidad por la vía del rigor.
Del rigor, entiéndase, libremente aceptado, en esa profunda manera de ser libre que
consiste en renunciar parte de la libertad. No más pastorales de novela, sino austero
ajetreo de cara al campo de verdad: resolución fuerte y firme de imponerse una disciplina
y redoblar esfuerzos, de abrazar exasperadamente un dramático afán de salvación. Así,
se nos dará la felicidad como premio y no como regalo.
(F.E., núm. 3, 18 de enero de 1934)