Hace varias tardes,
durante la sesión necrológica en recuerdo del señor Maciá, hubo un momento ya lo
sabe todo el mundo en que al grito de "¡Viva la República!", se pusieron
en pie frenéticamente dos terceras partes de los diputados. No lo gritaban en respuesta a
ninguna provocación: nadie había proferido expresión alguna contra el régimen;
simplemente de un bando de la derecha había salido un "¡Viva España!", que
por poco produce un ataque epiléptico al señor ministro de Hacienda. El señor ministro
de Hacienda abrió un portillo en el pupitre que separa al hemiciclo del banco azul,
avanzó por ese portillo hacia la mesa donde los taquígrafos trabajan y prorrumpió en
vítores al régimen. En seguida, como almacén de combustibles al que se pone fuego,
todos los republicanos, los socialistas, la esquerra, el señor Gordón Ordax, todos,
todos, se entregaron al frenesí republicano: "Viva la República! ¡Viva la
República! ¡Viva la República!".
Lo gritaban de modo amenazador, lanzando sobre los bancos donde se sientan los
agrarios, Acción Popular, los monárquicos, tradicionalistas, miradas al mismo tiempo
sarcásticas y retadoras; en tanto que de lado a lado del salón, de socialistas a
radicales, se tendían de nuevo, como hace dos años, voces y ademanes de camaradería.
* * *
Nota saliente del espectáculo fue la desaparición de las derechas. Ante aquellos
doscientos energúmenos rugientes, los diputados de las derechas, quietos en sus escaños,
desaparecieron como una playa bajo el pleamar. Allí ya no había sensiblemente, C.E.D.A.,
Renovación, ni nada que no fuese, con la alegría agresiva de las primeras horas, la
conjunción del 14 de abril.
Y uno se preguntaba: ¿Pero no han triunfado en las elecciones las derechas? ¿No es el
señor Gil Robles quien acaudilla el grupo más numeroso de la Cámara? ¡Sí, sí! A
quien en aquel momento le hubieran hablado como de cosa inimaginable de un Gobierno del
señor Gil Robles, hubiera pensado que le contaban cuentos de fantasmas. La Cámara,
hirviente, rugiente, se presentaba al mismo tiempo como fiera, dispuesta a devorar al
señor Gil Robles y a los suyos, y como avanzada de otro ejército de fieras preparado en
la calle para armar la primera zalabarda del siglo en cuanto las derechas se hicieran con
el mando.
* * *
Cuando el 12 de abril de 1931 ganó la conjunción republicanosocialista las elecciones
municipales, se adueñaron sus jefes, sin más, de los Ministerios e implantaron la
República. En cambio, ahora, después del 19 de noviembre de 1933, las derechas no sólo
no han sido capaces de incautarse del Poder, sino que ni siquiera se hubieran arriesgado a
aceptarlo de las manos idóneas; ni, lo que es menos todavía, se aventuran a ser muy
exigentes en el cumplimiento de su programa mínimo electoral: sirva de ejemplo la
amnistía.
¿Por qué esa diferencia entre el 1931 y el 1933? Sencillamente, porque la victoria de
1931 fue una victoria revolucionaria y esta de ahora ha sido una victoria electoral.
Detrás de los caudillos del 31 había unas masas pujantes, enardecidas con el mito de
la forma nueva. Detrás de los caudillos del 33 hay unas maravillosas organizaciones
sufragistas, con oficinas a la moderna, ficheros minuciosos y censos ilustrados; hay,
también, unas admirables mujeres que han desdeñado burlas y amenazas por cumplir con su
deber electoral; pero no hay una fe ardiente ni masas resueltas.
* * *
Los que han contribuido al triunfo electoral derechista pueden dividirse en dos grupos:
uno formado por los que votaron en favor del renacimiento de antiguas costumbres; los que
añoraban los buenos tiempos de los jornales míseros, de las grandes tierras destinadas
al ocio de sus dueños y de los cacicatos de horca y cuchillo, y otro grupo formado por
los que quisieron votar contra la disolución de España, contra la impiedad y la crueldad
del bienio azañista, contra nuestra colonización por las logias y la Internacional de
Amsterdam.
El primer grupo no sólo no nos interesa nada, sino que deseamos con todo fervor, con
tanto fervor como los más irreducibles revolucionarios de izquierda, verlo raído del
mundo.
Pero las gentes del segundo grupo, a las buenas gentes nacionales que esperaron detener
una revolución antiespañola con papelitos en urna, tenemos que decirles: para ganar unas
elecciones basta poco más que con señoras y ficheros; pero para ganar un pueblo se
necesita más que un cómodo ademán de repulsa; hay que tener una fe, una alegría y una
fuerza. Sin ellas que han de ser puras, sin disimulo ni falsificación las
victorias electorales no sirven para más que para deparar a unos cuantos señores el
privilegio de viajar de balde mientras las Cortes duran.
(FE, núm. 2, 11 de enero de 1934)