(Carta publicada en
"ABC" el 22 de marzo de 1933.)
A Juan Ignacio Luca de Tena:
Sabes bien, frente a los rumores circulados estos días, que no aspiro a una plaza en
la jefatura del fascio, que asoma. Mi vocación de estudiante es de las que peor se
compaginan con las de caudillo. Pero como a estudiante que ha dedicado algunas horas a
meditar el fenómeno, me duele que ABC tu admirable diario despache su
preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas, en las que parece
entenderlo de manera superficial. Pido un asilo en las columnas del propio ABC para
intentar algunas precisiones. Porque, justamente, lo que menos importa en el movimiento
que ahora anuncia en Europa su pleamar, es la táctica de fuerza (meramente adjetiva,
circunstancial acaso, en algunos países innecesaria), mientras que merece más penetrante
estudio el profundo pensamiento que lo informa.
El fascismo no es una táctica la violencia. Es una idea la
unidad. Frente al marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al
liberalismo, que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay
algo sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente, trascendente,
suprema: la unidad histórica llamada Patria. La Patria, que no es meramente el territorio
donde se despedazan aunque sólo sea con las armas de la injuria varios
partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo indiferente en que se desarrolla la
eterna pugna entre la burguesía, que trata de explotar a un proletariado, y un
proletariado, que trata de tiranizar a una burguesía. Sino la unidad entrañable de todos
al servicio de una misión histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada
cual su tarea, sus derechos y sus sacrificios.
En un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso
que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un
sufragismo estúpido, que triunfa el principio ordenado común a todos, el
pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.
El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio. Asiste con los brazos
cruzados a todo género de experimentos, incluso a los encaminados a la destrucción del
Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos trámites reglamentarios.
Por ejemplo: para un criterio liberal, puede predicarse la inmoralidad, el
antlpatriotismo, la rebelión... En esto el Estado no se mete, porque ha de admitir que a
lo mejor pueden estar en lo cierto los predicadores. Ahora, eso sí: lo que el Estado
liberal no consiente es que se celebre un mitin sin anunciarlo con tantas horas de
anticipación, o que se deje de enviar tres ejemplares de un reglamento a sellar en tal
oficina. ¿Puede imaginarse nada tan tonto? Un Estado para el que nada es verdad sólo
erige en absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma.
De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que ninguna idea
vale la pena de que los hombres se maten.
Han pasado las horas de esa actitud estéril. Hay que creer en algo. ¿Cuándo se ha
llegado a nada en actitud liberal? Yo, francamente, sólo conozco ejemplos fecundos de
política creyente, en un sentido o en otro.
Cuando un Estado se deja ganar por la convicción de que nada es bueno ni malo, y de
que sólo le incumbe una misión de policía, ese Estado perece al primer soplo encendido
de fe en unas elecciones municipales.
Para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta
lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno),
sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el fascismo. En su fe reside su
fecundidad, contra la que no podrán nada las persecuciones. Bien lo saben quienes medran
con la discordia. Por eso, no se atreven sino con calumnias. Tratan de presentarlo a los
obreros como un movimiento de señoritos, cuando no hay nada más lejano del señorito
ocioso, convidado a una vida en la que no cumple ninguna función, que el ciudadano del
Estado fascista, a quien no se reconoce ningún derecho sino en razón del servicio que
presta desde su sitio. Si algo merece llamarse de veras un Estado de trabajadores, es el
Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista y ya lo llegarán a saber los
obreros, pese a quien pese los sindicatos de trabajadores se elevan a la directa
dignidad de órganos del Estado.
En fin, cierro esta carta no con un saludo romano, sino con un abrazo español. Vaya
con él mi voto por que tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento, y tan opuesto,
por naturaleza, al clima soso y frío del liberalismo, que en nada cree, se encienda en la
llama de esta, nueva fe civil, capaz de depararnos fuerte, laboriosa y unida una grande
España.
JOSE ANTONIO PRIMO DE RIVERA
(ABC, 22 de marzo de 1933)