Europa: la pasión turca
La Unión Europea no se contempla a sí misma como una comunidad rematada y
cerrada, sino abierta a la incorporación de nuevos estados, que sigan el
procedimiento de adhesión a la misma. En el artículo 237 del Tratado de
Roma, luego sustituido por el artículo “O” del Tratado de la Unión,
después transformado en artículo 49 del Tratado de Amsterdam, está
establecido que “todo Estado europeo puede pasar a ser miembro" de
la Unión, que "cualquier Estado europeo que respete los principios
enunciados en el apartado 1 del artículo 6 podrá solicitar el ingreso como
miembro en la Unión. Dirigirá su solicitud al Consejo, que se pronunciará
por unanimidad después de haber consultado a la Comisión y previo dictamen
conforme del Parlamento Europeo, el cual se pronunciará por mayoría
absoluta de los miembros que lo componen. Las condiciones de admisión y
las adaptaciones que esta admisión supone en lo relativo a los Tratados
sobre los que se funda la Unión serán objeto de un acuerdo entre los
Estados miembros y el Estado solicitante. Dicho acuerdo se someterá a la
ratificación de todos los Estados contratantes, de conformidad con sus
respectivas normas constitucionales."
Habiendo suscrito la república turca el acuerdo de adhesión en el ya
lejano 12 de septiembre de 1973 y formalizado su candidatura de adhesión
en el tampoco cercano
14 de abril de 1987, la Unión Europea ha venido siguiendo una parsimoniosa
estrategia de preadhesión, cuya calmosa marcha ha encontrado fundada
excusa en el llamado déficit democrático de que adolece la nación
pretendiente: en román paladino, en la ferocidad de la represión de la
minoría kurda y en la sospecha de que, golpe tras golpe, la democracia
turca lo es sólo hasta cierto punto, en tanto que vigilada por el
Ejército, que constituye el verdadero eje vertebrador de la nación.
Añeja e indisimulada la aspiración turca a ser recibida en el seno de la
Unión, no mermó en intensidad por el hecho de que el llamado
Partido de la Justicia y el Desarrollo,
AKP, movimiento islámico que se autocalifica de moderado –tan moderado
como lo pueden ser quienes se adscriben al Islam-
liderado por el antiguo alcalde de
Estambul Recep Tayyip Erdogan,
venciera, por mayoría absoluta, a comienzos de noviembre del 2002.
Erdogan dejó patente, desde el principio, que la candidatura turca a la
Unión Europea sería para él una prioridad. "Haremos todo lo posible
para que Turquía ingrese en la Unión como miembro pleno. Somos el partido
mejor preparado para realizar las reformas", declaró Abdullah Gul,
cuando se le postulaba como posible futuro primer ministro
(http://www.webislam.com/numeros/2002/192/noticias/turquia_ingreso_europeo.htm,
8 de noviembre del2002, consulta 3 de enero del 2003).
Durante la Cumbre de Bruselas, el 24 y 25 de octubre, los Quince deberían
haber adoptado la decisión de dar o no una fecha de inicio de
negociaciones a Turquía, pero la demoraron para la reunión de Copenhague,
el 12 y 13 de diciembre, con el fin objetivo de evaluar el comportamiento
del nuevo gobierno.
El gozo de Turquía naufragó transitoriamente en el pozo de la cumbre de
Copenhague, toda vez que el Consejo Europeo, el mismo que admitió la
incorporación, para el
1 de mayo de 2004, de la República Checa, de Hungría, de Polonia, de
Eslovaquia, de las tres repúblicas bálticas -Lituania, Letonia y Estonia-,
de la república ex yugoslava de Eslovenia y de las pequeñas islas
mediterráneas de Chipre y Malta, declaraba que Turquía, por el contrario,
tendrá que esperar hasta diciembre de 2004 para revisar si la Unión
Europea (los Veinticinco socios, ya) considera entonces cumplidas las
condiciones democráticas para su adhesión.
Tenemos, pues, a la vista, la firme candidatura turca, para una fecha muy
cercana; y tenemos que la misma viene apoyada con vehemencia por los
Estados Unidos de América, que no economizan esfuerzos en presionar a los
gobiernos europeos, ni ocultan su interés en que su
principal aliado en el Asia Menor acceda a la Unión. Y es que, dada la
situación geográfica de Turquía, no son cortas las ventajas que Washington
obtiene de su relación privilegiada con este país, ni son menguadas sus
expectativas.
Cui prodest?
La vecindad de la URSS hizo que el suelo turco, durante la guerra fría,
fuera una valiosísima plataforma de observación y apoyo, a lo que se
avinieron los sucesivos gobiernos turcos, así en las épocas de democracia
vigilada como en las llanamente dictatoriales, y asimismo se aprestaron a
contribuir con la imponente base de Incirlik, en la zona sud-central del
país, que fue también un elemento crítico del despliegue norteamericano en
el conflicto del Golfo Pérsico y lo está siendo en la vigilancia aérea del
espacio iraquí.
En la decidida contribución al esfuerzo bélico norteamericano, Turquía ha
llegado a desplegar divisiones enteras en la frontera con Irak, como hace
años no dudó en enviar una brigada –bien valerosa, por cierto- a la guerra
de Corea, como contribución armada, para combatir codo con codo con las
tropas del Tío Sam.
Parejo al interés puramente militar y origen de éste es el económico, que
tiene que ver muy particularmente con el transporte hacia las aguas del
Mediterráneo de los crudos que se extraen en los suelos del Cáucaso.
Según informaba Alexandre del Valle, investigador del Centro de Análisis
Geopolíticos de la Universidad de París VIII, en “Islamisme–Etats-Unis:
une alliance contre Europe”, las estimaciones evalúan las reservas
petrolíferas del Asia Centra en el doble que las del Golfo Pérsico, y el
Turkmenistán ocuparía el tercer puesto mundial en reservas de gas natural,
con unas reservas de cuatro mil quinientos millones de metros cúbicos de
gas y unas de petróleo, en la vertiente del Karakorum, de seis mil
millones de barriles, mientras que la zona rusa del mar Caspio podría
albergar unas reservas de ciento setenta y ocho mil a doscientos mil
millones de barriles de petróleo, y de unos mil a siete mil quinientos
millones de metros cúbicos de gas.
De Kazajastán se espera extraer alrededor de un millón de barriles de
crudo en el 2010. En Azerbaiján se han asignado siete contratos de
explotación a empresas americanas
El acceso a la inmensa riqueza petrolífera de la región del mar Caspio,
que había ya sido, en la segunda guerra mundial, un quebradero de cabeza
para Hitler, quien intentó asegurárselo mediante la llamada operación
Blau, es ahora preocupación prioritaria para las grandes compañías
transnacionales, como Exxon, Amoco, Mobil, Petronas, Unocal, que buscan
abrirse un camino seguro hacia aquella arrinconada región. Basta mirar el
mapa: los países productores, Kazajastán, Turkmenistán, Azerbaiján, vienen
obligados a trazar sus oleoductos por áreas altamente sensibles:
Chechenia, Irán, acaso Irak, después de un cambio que acabe con Sadam
Hussein. Para mantener la seguridad en tan delicados lugares, qué mejor
que valerse del liderazgo de los Estados Unidos, con el auxilio de Turquía
como gendarme local (el socio duradero). Y hay que tener al gendarme
contento y bien pagado, lo que explica el desmesurado interés de que hace
gala la administración Bush en que Turquía se adhiera a la Unión Europea.
Conductos para la salida de los crudos del Caspio. Acaso el territorio
iraquí sea también alternativa. Fuente Radio Nederland
Wereldomroep
El teniente coronel Lester W. Grau, del Centro de Investigaciones
Militares de Fort Leavensworth, de Kansas, ha escrito que “la presencia
de estas reservas de petróleo en la región y la posibilidad de exportarlas
son actualmente preocupaciones estratégicas de Estados Unidos y de otras
potencias occidentales”, por lo que es aconsejable establecer las
relaciones más estrechas con “el socio regional a largo plazo”,
Turquía, que debería funcionar como policía de Estados Unidos en Asia
central y en el Caúcaso (“Petróleo y terrorismo, una relación
explosiva”, Heiko Jessayan, 31 de octubre del 2002, en Nederland
Wereldomroep).
Ahora bien, ¿coinciden esos intereses de las grandes compañías
petrolíferas con el interés de los estados miembros de Europa? ¿En qué
beneficiaría a Europa la adhesión de Turquía?
¡Oh
bella ingrata, amada enemiga mía!
(de la carta
de Don Quijote a Dulcinea del Toboso)
Vaya por delante que el Estado turco es, en algunos aspectos, admirable.
Que su esfuerzo de modernización, en pocas generaciones, es maravilla. Que
Turquía no nos es a los españoles del todo ajena. Que, como colectividad
humana y política, guarda un apreciable paralelismo con España, en tanto
que una y otra nación se integraron, se articularon, combatieron –se
combatieron- y hasta se consumieron en defensa respectiva del Islam y de
la Cristiandad.
A los turcos les complace hacer gala de que el nombre de Europa se originó
en lo que hoy es Turquía; de que Troya, de donde partió el piadoso Eneas,
origen mítico de la fundación de Roma, está en territorio turco; de que el
muy navideño San Nicolás fue obispo de Myra; de que el templo de Artemisa
estaba en Éfeso y el Mausoleo, en Halicarnaso; de que el solar de Estambul
se asienta sobre la vieja Constantinopla.
Acaso fuera de la pluma de Felipe Ximénez de Sandoval el artículo anónimo
que apareció en el número 3 de FE, fechado el 18 de enero de 1934, en el
que se cantaban las alabanzas de la Turquía moderna. “Los otomanos
–se lee allí-
aparecen como "los castellanos" del Islam. Unificadores, ordenadores e
imperiales. Vencen a los serbios en Kosovo (1389), a los búlgaros en
Tarnovo (1393). Invaden Zeta en 1499, Belgrado en 1521. Y llegan al
Dniester en 1538. Cuando Solimán se instala en Constantinopla, las
armadas, los dos genios hostiles, de Castilla y de Constantinopla, se
encuentran y chocan en Lepanto (Solimán ayudando Francisco I, el francés,
el traidor cristiano que se alía con el infiel para combatir al cesar de
España, Carlos V). Este encuentro naval famoso es "la más alta ocasión que
vieron los siglos", al decir de Cervantes, que derrama su sangre y pierde
su mano, por ayudar a César y a Dios contra el francés y la media Luna.
España es el brazo diestro del catolicismo: Lepanto. Turquía es el brazo
diestro del Islam: Lepanto”.
Aunque semejantes certezas no nublan la realidad de que Turquía es un país
asiático, cuyo cuerpo físico se asienta en su mayor parte en Anatolia
–Asia Menor- y cuya realidad vital e histórica arranca de la avalancha de
pueblos asiáticos islamizados, que se impusieron sobre la cultura
bizantina, hasta erradicarla, no
están los turcos exentos de méritos.
Los Balcanes, hoy atomizados e inestables, mantuvieron la unidad y el
orden bajo el imperio otomano, feudal y arcaico, pero orden, al fin.
Sostuvieron los turcos durante siglos un imperio geográficamente muy
dilatado, desde Argelia hasta la Meca. Y las incursiones otomanas,
justificadamente temidas por los demás pueblos mediterráneos, se
extendieron en el tiempo y en el espacio: piénsese en el ataque pirático
que sufrió nuestra Cangas do Morrazo, en el norte de la costa atlántica,
en fecha tan cercana como 1617.
Igual que nuestros momentos de mayor gloria corrieron parejos –el
descubrimiento español de América, en 1492, la toma de Constantinopla por
los otomanos, en 1453- también fueron coetáneos nuestros fracasos: la
derrota turca, en Lepanto, en 1571 y la de la Gran Armada española, frente
a los británicos, en 1588. Pasados los siglos, cuando los aires de la
Marsellesa alentaban a las naciones hispanoamericanas a la independencia,
el mismo soniquete animaba a la desmembración de las posesiones europeas
de los turcos, dando ello lugar al nacimiento del reino serbio, del
helénico, del búlgaro.
Mientras que la España vencida se desintegraba en guerras civiles y en
infelices aventuras africanas, la Turquía reducida y subyugada soñaba con
viejas glorias guerreras, de la mano de Alemania, en un empeño que, al
cabo, le dispensaría una nueva derrota.
Alentados por Gran Bretaña, los herederos de los vencidos en
Constantinopla, los giregos, pasaron a la ofensiva, y se lanzaron a
combatir en Asia Menor, probándose en el lance de Esmirna. Y mientras que
todo presagiaba lo peor para los otomanos, con un sultán doblegado y sin
coraje, surgió un vibrante movimiento patriótico, que recogía el esíritu
de los “jóvenes turcos”, y se suscitó la figura singular de Mustafá Kemal,
un guerrero de prestigio, cuyo talento sobrepasaba con largueza el de sus
consejeros alemanes, quien llevó a los soldados del viejo y decadente
imperio a la inesperada y rotunda victoria de Dumlupinar.
La victoria no sólo fue sobre los griegos. Fue también, y principalmente,
sobre la negra decadencia de la nación turca. Kemal, Ataturk -padre de los
turcos- se irguió como "El Ghazi": el conductor, el victorioso. El sultán,
de la mano de los ingleses, los enemigos de la nación turca, salió a
escape hacia Malta. Y triunfó en Turquía la “revolución nacional”, que se
tradujo en una occidentalización radical e inmediata:
desaparición del alfabeto arábigo, para ser sustituido por el latino,
renovación y sistematización de la lengua, prohibición del uso del fez,
que había sido el símbolo otomano por excelencia, abolición del califato,
de los tribunales religiosos, implantación de leyes civiles inspiradas en
los códigos europeos, proscripción de los ritos sufíes y de las prácticas
de los derviches, supresión del diezmo y del viernes como día festivo,
para fijar la semana dominical, y establecimiento del calendario
generalmente aceptado en Occidente
Pocos años después, en España, de resultas de una cruenta guerra civil, se
asentaría también un régimen autoritario, del que –para mal y para bien-
surgiría la España moderna.
Algunos escollos
Pero no todo son
afinidades y paralelismos. Sin forzar el sentido
de las palabras no puede decirse que Turquía sea europea. Tan sólo una
pequeña parte de su territorio, alrededor del cinco por ciento -la vieja
Constantinopla y sus alrededores- forma parte de la geografía europea;
siendo así que, más allá del Bósforo, la porción asiática del solar turco
limita con pueblos del oriente remoto: Irán, Irak, llegando incluso a
tener ocupado un enclave puramente árabe en el linde con Siria -Hatay (Antakya/Antioquía,
Alejandreta/Iskanderun)- que le fue arrebatado a los sirios por el
capricho de Francia, otrora potencia colonial.
Con ser un
país intensamente poblado, más que ninguno de Europa, no es la demografía
propia turca el problema más preocupante: lo es, mas aún, el hecho de ser
el estado turco sólo el más occidental de los pueblos turcos, que se
extienden hacia el este mucho más allá de los límites de la actual
Turquía. Azerbeiján, Turkmenistán, Kazajastán, parte de Uzbekistán, el
Sinkiang-Uigur, en la República Popular China, áreas de Mongolia y hasta
Yakutia, en los aledaños del Ártico, son pueblos que hablan lenguas
turcas, hoy disgregados como piezas de un puzzle sin montar, pero cuya
incorporación fue el sueño –desasosegante- de los “jóvenes turcos”.
Fuente: Atlas de los pueblos de Oriente
La integración
económica, que es preocupación prioritaria de los eurócratas, no parece
fácil, en tanto que Turquía ocupa el último
rango, con clasificación cero, en el índice de adaptabilidad económica a
los parámetros de la Unión Europea (ref. Economist, cita Rev.
Club Encuentros 1, enero 2003).
Lejos de estar la población turca en proceso de occidentalización, lo
está, en sentido contrario, en el de hacer crecer sus raíces islámicas:
fenómeno al que no es ajena la difusión religiosa que se propicia desde el
wahabismo saudí. Una cadena de televisión turca, muy seguida, dedica el
día entero a la lectura y cantilación del Corán, es creciente el número de
muchachas que salen veladas a la calle, y, por debajo de los rasgos
occidentales que se encuentran en Estambul y en otros lugares, no cuesta
observar, sobre todo entre los jóvenes, una creciente islamización, de la
que es muestra el triunfo electoral absoluto obtenido por el islamista
Erdogán.
No cabe
olvidar, además, que Turquía es, en este momento, invasora de otro país
cuya candidatura a formar parte de la Unión Europea ha sido acogida: se
trata de Chipre: una isla habitada por un ochenta por ciento de helenos y
un veinte por ciento de turcos, que fue
asaltada
militarmente
por Turquía en 1974, contra toda legalidad internacional, para establecer
una dependencia turca, que se ha poblado con ciento cincuenta mil colonos
anatolios, cuya presencia custodia un ejército desplegado de treinta y
cinco mil hombres.
Con un genocidio a cuestas
El régimen de Mustafá Kemal, admirable por algunos conceptos, es también
el régimen del genocidio de los armenios y de los asirios: un crimen
execrable, de excepcional magnitud, que desdibuja y palidece las virtudes
que se quieran encontrar en el nacimiento de la Turquía moderna.
El pueblo armenio, presente en la historia desde hace dos mil quinientos
años, vino estando asentado en un territorio que, mucho más allá de la
actual República Armenia ex soviética, llegaba hasta la región
noroccidental de Irán, se extendía por toda la zona oriental de la actual
Turquía, por las áreas occidentales del actual Azerbeiján y por el sur de
la actual Georgia ex soviética, sin olvidar que, en
1045, cuando cayó el último reino independiente de la Armenia histórica,
gran parte de los armenios emigraron a Cilicia, en la costa del mar
Mediterráneo, en donde crearon un nuevo Estado y constituyeron un
importante reino, que perduró durante casi tres siglos (entre 1080 y 1375)
y que fue un factor nada desdeñable en las Cruzadas (condado de Edessa,
con sede en la actual Sanliurfa).
Aunque eventualmente sometidos por los selyúcidas, por los persas, o por
los bizantinos, los armenios mantuvieron siempre su aspiración a vivir
libres e independientes. Y,
gracias a la labor de san Gregorio el Iluminador,
fueron además el primer pueblo que aceptó colectivamente el cristianismo
como religión propia.
Hace nueve siglos, los pueblos turcos que darían lugar al actual estado
turco penetraron en territorio armenio, imponiendo poco a poco su
autoridad política, mediante una sucesión de limpiezas étnicas, vejaciones
sistemáticas, conversiones forzadas y periódicos y recurrentes programas
de exterminio.
Aunque estas persecuciones venían de tanto tiempo atrás, se incrementó su
ferocidad a finales del siglo XIX, durante el reinado del sultán Abdul
Hamid II, siendo asesinados, entre 1895 y 1897, cerca de trescientos mil
armenios.
El movimiento nacionalista que culminaría con la ascensión de Mustafá
Kemal tenía puestas sus miras en la creación de un imperio panturco, que
englobase a todas las poblaciones turcas, desde el mar Egeo hasta los
confines de la China. Y es que, a la vista del mapa, los pueblos turcos no
son sólo los asentados en los límites del actual estado turco, sino
también aquellos de los que estos provienen, que tienen su hogar en las
estepas asiáticas, en territorios que son hoy día de Azerbaiján, de
Turkmenistán y hasta el Sinkiang-Uigur, dentro de las fronteras de la
República.
En medio de aquella marea inmensa de pueblos turcoides, la presencia de
los armenios, como cuña entre Anatolia y el Cáucaso, era vista por los
“jóvenes turcos” como una isla a anegar, un obstáculo en las realización
del proyecto político de la gran Turquía.
Aunque en el siglo XX, la agresión contra los armenios tuvo sus terribles
prolegómenos en 1909, cuando se exterminó a treinta mil armenios de
Cilicia, ante el silencio cómplice de Occidente, la gran ocasión para la
destrucción de las poblaciones cristianas se presentó en la primera guerra
mundial, cuando las potencias europeas, empeñadas en el esfuerzo bélico,
de poco se enterarían y menos podrían hacer.
Llamados a filas todos los varones armenios útiles, fueron separados de
sus lugares de origen y encuadrados para formar parte de “batallones de
trabajadores”, y directamente destinados al exterminio. Se persiguió
después a los intelectuales, a los sacerdotes, a los dirigentes locales,
dejando en las villas armenias sólo a las mujeres, a los viejos y a los
niños. Y para estos se decretó luego la deportación, hacia Siria y
Mesopotamia, aduciendo el pretexto de su proximidad de la guerra, cuando
las líneas estaban a muchísimos kilómetros del teatro de operaciones. Tras
la expatriación, las caravanas de deportados vinieron a ser
sistemáticamente atacadas por supuestas bandas de malhechores,
perfectamente orquestadas por la policía turca, que había permitido su
salida de las cárceles, incitándoles a tan salvajes agresiones:
constituían la así llamada "Teskilate maksuse" (organización
especial) cuyo designio era el puro y simple exterminio de los armenios.
La política de aniquilación de los armenios, a la que no fueron ajenos los
kurdos -ellos mismos hoy víctimas de la política panturca- se siguió con
sádica y bien organizada villanía. Quienes se salvaban de la masacre,
perecerían luego por causa del hambre, de la sed, por las enfermedades o
las calamidades de unas inhumanas marchas a pie, impuestas por tierras
desoladas, a lo largo de miles de kilómetros.
Pero esta política de exterminio no afectó sólo a los armenios, sino que
también la padeció otra minoría cristiana, la asiria. También estos
cristianos, lejanos descendientes de la Assur de los caldeos, asentados en
los confines de Urmia fueron perseguidos y acosados, hasta la muerte. Unos
y otros desaparecieron del suelo turco.
Alrededor de un millón quinientos mil armenios y cerca de trescientos mil
asirios, fueron exterminados en la primera mitad del siglo XX a manos de
los turcos: a manos de la misma nación que hoy pretende hacer gala de
occidentalidad para incorporarse a la Unión Europea.
Tremendo fue el genocidio y tremendas sus consecuencias. Es sabido que,
cuando Hitler y sus secuaces decidían la “solución final”, alguien
quiso hacer considerar al Führer el baldón que tal decisión supondría para
la imagen de Alemania, a lo que él replicó “-¿Quién se acuerda hoy del
genocidio armenio?”
Por ignorancia o, con más gravedad, por utilidad política, en Occidente se
hacen oídos sordos, y ojos ciegos, a la realidad del tremendo holocausto
de cristianos que cayeron bajo la garra de Turquía. Francia, que había
sido tradicional protectora de los armenios, suscribió tratados con los
turcos, Grecia se preocupó de su propia minoría, también acosada, la de
cristianos ortodoxos. Gran Bretaña, protectora del sultán, no tuvo tampoco
mayor interés en hacer bandera de la causa. Los israelíes, que habían
sufrido su propio tremendo holocausto, ni quisieron ni quieren que se
templen sus muy cálidas relaciones con Turquía, ni están dispuestos a
tolerar que se hable de otro holocausto que no sea el suyo. Y con todo
ello, vienen cayendo las hojas de un ignominioso e inmerecido olvido sobre
aquella muchedumbre de de mártires. Apenas sólo el Papa Benedicto XV, en
1915, hizo un valiente llamamiento al Sultán otomano en defensa “del
pueblo armenio gravemente afligido, conducido al umbral de la aniquilación”.
Y casi sólo el Papa Juan Pablo II, con corto eco entre sus fieles, ha
elevado hoy una voz universal en denuncia del genocidio, como la que alzó
en la visita que giró a Erevan, en septiembre del 2001 (MCC
El Salvador,
http://cursillo.virtualave.net/noticias10.htm#10424,
consulta 2 de enero del 2003).
Denunciaba Vittorio Messori en “Alfa y Omega”, el 26 de diciembre
del 2002, la incomprensible negativa de los Estados Unidos a reconocer el
hecho del “genocidido armenio”. Incomprensible, o muy comprensible,
si se tienen en consideración las relaciones preferentes que mantiene
Washington con su “gendarme en Oriente”; su relación privilegiada
con los israelíes; y si se pondera la relación también muy especial que
mantienen Turquía e Israel, proveedora aquélla de tantas cosas que éste
precisa para subsistir: agua, entre otras. Y es que si alguien insiste en
negar importancia al genocidio armenio, es Israel, en donde –como ha
denunciado Norman Finkelstein, hebreo e hijo de un superviviente de la
Shoah- florece un género poco digno de admiración: el de los
explotadores del sufrimiento del pueblo judío, el de quienes se lucran con
la “industria del Holocausto”.
Los huesos de cerca de dos millones de cristianos armenios y asirios yacen
en los yermos turcos; la presencia mínima y residual de ortodoxos ha sido
borrada del territorio otomano, después del último éxodo que se produjo
como consecuencia de la crisis chipriota, entre los pasados años cincuenta
y setenta. No hay hoy más presencia cristiana en Turquía que la de unos
pocos corajudos frailes que se mantienen en Estambul, en Éfeso, en
Trebizonda, custodiando añosas y despobladas iglesias y atendiendo a una
exigua parroquia de inmigrantes sudaneses, trabajadores manuales, y de
filipinas, empleadas en el servicio doméstico. Jamás hasta ahora la
república turca ha mostrado el más mínimo signo de arrepentimiento por el
crimen cometido. Y se entretienen mientras tanto los eurócratas en
deliberar sobre la adhesión a la Unión del estado que provocó semejante
estado de cosas y lo asume sin crítica alguna.
El orfeón de la aquiescencia
Desde Aznar hasta Blair, pasando por Schröder, incluyendo al socialista
francés
Pierre Moscovici, y a Jacques Delors, se ha alzado un coro de voces
favorables a la adhesión, no sorprendentemente coincidentes con las
imperiosas exigencias norteamericanas.
Y si en algún país de Europa ha tenido buena acogida la candidatura turca
-quién se lo hubiera dicho a Don Juan de Austria- ha sido en España (refª
Los domingos de ABC, 22 de diciembre del 2002). No ha sido sólo
Juan Goytisolo, de quien cabía esperar que, como lo ha hecho, afirmara que
“Turquía en tiempos del imperio otomano era punto de referencia por su
tolerancia con otras religiones”, ni Fernando Savater, que se ha
mostrado partidario de la adhesión turca, por ser “España un país con
amplia tradición islámica”, ni Javier Solana, que ha aseverado que
“la Unión Europea no es una unión basada en criterios religiosos, por lo
que no se puede rechazar a Turquía ni a ningún otro país por motivos
religiosos”. Ha sido la mismísima ministra española de Asuntos
Exteriores, Ana Palacio Vallelersundi, del Partido Popular, quien se ha
mostrado favorable a la candidatura turca, por cuanto Europa "no es un
club cristiano", por lo que no hay "ningún obstáculo" para
integrar a una Turquía gobernada por "un partido islamista moderado",
siempre que cumpla los criterios comunitarios que la Unión considera
"de orden público".
Bien mirado, alguna razón no le falta a la ministra. Ciertamente, ni es
cristiana la Unión Europea, ni es tampoco un club. Pero Europa, un
concepto cultural diferente de la instancia política llamada Unión
Europea, sí tiene algo que ver históricamente con la cristiandad. Y los
valores que alientan la construcción de las instituciones jurídico
políticas de Europa, nacen y se nutren de la Filosofía griega, del Derecho
de Roma y de las creencias del cristianismo. Mal que les pese a Goytisolo,
a Savater, a Solana y a nuestra señora ministra de Exteriores, no hubiera
nacido la libertad política en un ambiente religioso presidido por la
certeza de que Allah tiene ya todo escrito (azora 57, aleya 21 del Corán);
ni se hubiera alentado la igualdad en un contexto de creencias en el que
se aconsejara al varón golpear a la mujer de quien tema la desobediencia
(azora 4, aleya 38 del Corán), ni cabe esperar fraternidad de quienes
están convencidos de que hay que exterminar a los que no participan de sus
creencias religiosas (azora 4, aleya 78 del Corán).
Las notas disonantes
En semejante debate, contienen importantes claves las voces que han alzado
Valery Giscard d´Estaing y Muammar El Gadaffi.
Para el ex presidente francés Giscard d´Estaing (refª La Vanguardia
http://www.lavanguardia.es/web/20021108/73788448.html, consulta
2 de enero del 2003), “la
futura adhesión de Turquía, supondría "el fin de la Unión Europea”.
En una entrevista al diario vespertino francés "Le Monde", Giscard
D'Estaing, que fue elegido por los quince jefes de Estado y de Gobierno
para dirigir la asamblea destinada a preparar la futura Constitución
europea, ha señalado que "Turquía es un país cercano a Europa, un país
importante, que tiene una auténtica elite, pero no es un país europeo".
Y ha insistido: "su capital no está en Europa, tiene el noventa y cinco
por ciento de su población fuera de Europa, no es un país europeo".
La Unión debería tener con Turquía un pacto de asociación y cooperación,
del tipo que une a los Quince con Ucrania, es decir, "otro proyecto",
consideró el ex presidente francés.
Giscard justificó su opinión en que, en caso de adhesión, Turquía
"sería el mayor Estado miembro de la Unión Europea", con sesenta y
seis millones de habitantes, por lo que dispondría "del grupo
parlamentario más numeroso en el Parlamento Europeo". Además, "al
día siguiente del día en que abramos las negociaciones con Turquía, nos
encontraríamos con la petición marroquí de ingreso en la Unión Europea”,
como tiene anunciado el rey de Marruecos desde hace tiempo. "¿Por qué
salir del continente hacia el este y no hacia el oeste?", planteó.
El presidente de la Convención lamenta que se haya mantenido un lenguaje
ambiguo respecto a esta cuestión ya que "la mayoría de los miembros del
Consejo Europeo se han pronunciado en realidad en contra (de la
adhesión de Turquía), pero nunca se lo hemos dicho a los turcos".
Considera que "no podemos discutir, tal como hacemos respecto a la
legislación interna de la Unión, sobre cuestiones extremadamente sensibles
de la vida cotidiana europea y decir que algunos temas se extenderán a
países que tienen otra cultura, otra percepción, otro modo de vida".
En su opinión, la prioridad de los Quince debería ser acabar el proceso de
ampliación de la Unión, que va a acoger diez nuevos países en 2004, puesto
que hasta ahora "no hemos sido capaces de adaptar nuestras
instituciones a la ampliación en el interior del continente europeo".
Valery Giscard D'Estaing ha destacado, además, que los más favorables a la
entrada de Turquía han sido "los adversarios de la Unión Europea".
Lo hicieron ya en el pasado, asegura, con ocasión de la entrada de Reino
Unido diciendo "vamos a fragilizar el sistema y por tanto iremos hacia
una especie de zona de libre cambio común en Europa y Oriente Próximo".
En el mismo sentido se ha manifestado el
primer ministro de Baviera y ex candidato a canciller en las últimas
elecciones alemanas, Edmund Stoiber, al rechazar tajantemente el ingreso
de Turquía a la Unión Europea. (Refª El Universal,
http://www.eluniversal.com/2002/11/22/22112002_40398.html).
"La pertenencia de Turquía a la Unión es inconcebible para nosotros",
dijo Stoiber al inaugurar el congreso partidario de la Unión Social
Cristiana (CSU) en Munich. El líder socialcristiano afirmó asimismo que la
mayoría de los alemanes, e incluso de los europeos, le apoyaría en esta
postura.
Los límites de la Unión deben establecerse
sobre la base de valores, cultura e historia comunes, dijo Stoiber, quien
propuso, al igual que Giscard, que se negocie con Turquía y otros países
que sólo están parcialmente ubicados en la geografía europea mediante
tratados especiales de cooperación.
El presidente libio, por su parte, en un inesperado mensaje dirigido al
mundo a través de Internet (refª La Vanguardia
http://www.lavanguardia.es/web/20021220/132906018.html), se ha
manifestado convencido de que el ingreso de Turquía en la Unión Europea
será el preludio de un asalto islamista en toda regla al Viejo Continente.
No es fácil señalar cuáles sean los genuinos motivos a los que obedecen
sus terminantes declaraciones, pero seguro que no es ajena a ellos la
aguda antipatía que suelen experimentar hacia Turquía quienes sufrieron su
dominio: los palestinos los tunecinos, los propios libios.
Muammar el Gaddafi ha advertido que“Turquía tiene interés económico en
formar parte de Europa, y el mundo musulmán está interesado en que una
nación musulmana, como es Turquía, esté dentro de la Unión Europea para
actuar como un caballo de Troya” del islamismo, ya que “Turquía
sólo mira históricamente hacia Europa como escenario de conquistas y
expansiones”.
Según Gaddafi, “incorporar a Turquía a la UE es como intentar
trasplantar un miembro de un hombre al cuerpo de otro que no es de su
mismo grupo sanguíneo y con el que no existe ningún vínculo biológico”,
ya que aunque “el problema no existe con la generación actual de
políticos turcos, entre veteranos y seguidores, los que aún veneran a
Ataturk, sino con la nueva generación y las siguientes”. Su argumento
es que “los jóvenes que se han criado con parabólicas e Internet y
reciben lección tras lección de los sabios del mundo islámico, incluido
Bin Laden, diariamente, es algo que no se puede evitar”. Por
consiguiente, “los nuevos islamistas radicales, que se harán con el
poder y la calle en Turquía, no aceptarán estar en una Unión Europea cuya
Constitución no contemple el establecimiento de la ‘charia’ islámica”.
Gaddafi afirma que “el plan de los islamistas turcos en Europa, y los
que les respaldan, es hacer resurgir en Albania y Bosnia un Estado
islámico. Con ello, la infiel Europa estará ante la presión de un nuevo
frente islámico europeo, detrás del que se encontrará todo el mundo
islámico. Se le obligará a entrar en el Islam o a pagar un tributo, algo
establecido en el Corán, es decir, una obligación”. Y añade: “El
futuro, a partir de ahora y en adelante, es de los partidos islamistas en
Turquía y de los seguidores de Bin Laden”.
El alarmista mensaje del líder libio concluía afirmando que ha hecho
público “este horrible mapa por mi responsabilidad hacia la estabilidad
del mundo, en primer lugar, y por la paz en el Mediterráneo, cuyas costas
australes están en manos de los árabes”.
Empinada es
la cuesta, linda Turquía,
si me dieras tu mano te ayudaría
(del
cancionero tradicional asturiano)
La candidatura turca no es de recibo. Porque si son los estados europeos
los que pueden ser miembros de la Unión, se evidencia geográfica, cultural
e históricamente que Turquía no es uno de ellos; porque la estabilidad de
los países que la integran no soportaría una avalancha demográfica como la
que se vendría encima en caso de adhesión; porque detrás del estado turco
está la muchedumbre humana de los países turcos, que se extienden por las
estepas de Asia hasta los confines de la China; porque, en definitiva, la
Unión Europea es –debiera ser- europea.
Por otra parte, abandonar a Turquía en el infierno del islamismo rampante
no conviene ni a la propia Turquía, ni a Europa. No sería justo despreciar
los esfuerzos del pueblo turco por adaptarse a la modernidad, ni
convendría a la estabilidad de la zona. Honraría a España tender la mano a
su vieja enemiga, al coraje de sus hombres y a la peculiar relación que
dispensa nuestro antagonismo histórico, teñido tanto de mutuo recelo como
de recíproco respeto.
Mas entre todo eso y la respuesta afirmativa a la pretendida adhesión, hay
un hondo abismo, de modo que se ve muy razonable proyectar la relación con
aquella nación en el ámbito que dibuja Giscard d´Estaing: un pacto de
asociación y cooperación que ayude a impulsar a los habitantes del viejo y
digno solar otomano hacia un futuro de desarrollo económico y social, pero
que nos dispense a los europeos de la difícilmente tolerable carga que
sería la libre circulación de los sesenta y seis millones de turcos por el
no menos viejo y digno territorio de Europa.
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