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  CONFERENCIA PRONUNCIADA EN SANTANDER, EN EL ATENEO, EL MIÉRCOLES 14 DE AGOSTO DE 1934

Un público numeroso, entre el que predominaba el elemento joven, acudió ayer al Ateneo de Santander, cuya tribuna ocupó el diputado a Cortes don José Antonio Primo de Rivera. El salón de actos de la docta casa se vio con este motivo abarrotado de gentes de todas las clases sociales.

El señor Primo de Rivera fue presentado al auditorio por el presidente de la Sección de Ciencias Morales y Políticas de¡ Ateneo, señor Nardiz, en un breve y sencillo discurso de bienvenida.

El orador, cuya palabra es concisa, sirviendo a un pensamiento tan perfilado, se expresa con esa sencillez con que las ideas claras deben exponerse. Y sus ideas diáfanas son los resultantes de un estudio filosófico de la Historia, con una adaptación admirable, por su precisión, al momento actual del mundo.

Hace ya bastantes años –comienza diciendo–, cuando yo empezaba a deletrear, los tiempos no encerraban preocupaciones, porque no se venteaba la tragedia. Había llegado el mundo a un estado de febril impaciencia tal, que se hablaba de lo que iba a ser el año dos mil. El año dos mil no ha llegado, y el panorama resulta ya totalmente distinto.

Si bien la verdad es una. No es una ni continua la secuencia; la Historia marca una curva que va de las edades clásicas a las edades medias. Las edades clásicas se conocen en su fondo, porque son aquellas que están conformes a sí mismas, de acuerdo con una dirección constante. Las edades medias no tienen conformidad consigo mismas, y durante ellas se registra una constante apetencia de una norma para el futuro. Entre aquéllas y éstas se produce una transición que no puede ser por descenso. El descenso de la plenitud clásica al período medio no es normal, a menos que se interponga una catástrofe: una invasión de los bárbaros.

El señor Primo de Rivera pone el ejemplo de las antiguas civilizaciones y se detiene especialmente a estudiar el Imperio romano en su desarrollo, su plenitud y la llegada de los bárbaros. La decadencia de Roma había comenzado hacía un siglo, porque el Imperio había perdido su explicación íntima. Aquel esfuerzo magnífico de la civilización romana era una cosa perfectamente concluida, y sólo le quedaba para sobrevivir a la decadencia total el recurso de volver a la vida interior; pero ¿qué vida interior tenía el ciudadano de Roma? Poco antes de sobrevenir la ruina total llegó Séneca, que contempló aquella masa insuperable y se sintió abrumado, buscando las perspectivas de tanta grandeza en su propio yo interior.

Don Pedro Sainz Rodríguez nos dice que la decadencia de España comenzó cuando los españoles vimos a España como un objeto de observación. Pues bien: imaginaos a Séneca, unidas en él las facultades de filósofo y de español, refugiándose en la impasibilidad del estoicismo; pero en un estoicismo sin efusión, no bastante fuerte, porque era pagano, para destruir los cimientos de la grandeza romana. Hasta que llegó el Cristianismo, que tenía un fondo oriental ascético, el Cristianismo de los catecúmenos que se guarecía y crecía en el subsuelo de Roma. Vino y empezó a señalar la disidencia entre aquella arquitectura de la Roma terminada y la tragedia interna de cada ciudadano, porque sus virtudes operantes no podían crear las normas nuevas del futuro.

Resistió a las primeras invasiones de los bárbaros; pero era necesario que viniera un hecho innegable que pusiera el ex–libris al magnífico trazado del Imperio. Se cumplía ese principio incuestionable de que las edades clásicas no caen sin más ni más.

Al derrumbarse una civilización se produce una especie de barbecho histórico en que comienzan a operar las fuerzas de la edad clásica del porvenir.

Con la Edad Media surgen los castillos y las grandes catedrales góticas, y comienza a hablarse de la unidad de las sociedades. Santo Tomás de Aquino da hechura al sistema filosófico de la Edad Media. Considera que todo procede de Dios, incluso el poder político, y ve esto como una consecuencia natural del hombre que vive en sociedad y necesita agruparse. Santo Tomás coloca la piedra angular del Derecho en la idea del fin: los que gobiernan, gobiernan para un fin: el bien de la comunidad.

Ya está todo en orden, y casi se llega a una edad clásica con el orden establecido entre los hombres. El nuevo Imperio llena el orgullo de todos nosotros, porque se instaura con el nombre de España. España en el siglo XVI es el brazo ejecutor de Dios; todo está claro y se remite a una unidad constante. España sabe que está sirviendo a una unidad y por eso puede un español ilustre (don Ramiro de Maeztu) explicarnos cómo los españoles buscaban esta inmensa obra de la unidad del mundo como un signo completo de que España logró la plenitud de una edad clásica.

¿Cuándo empieza la descomposición que se inicia con la madurez? Spengler dice que en 1730. Yo creo que fue treinta años más tarde, cuando se unieron cuatro cosas como principales elementos disolventes de la edad clásica: en primer lugar, el pensamiento rousseauniano. Rousseau fue a refugiarse en la vuelta a la Naturaleza como un alivio ante aquella masa gigantesca del orden establecido. Y quiso construir un sistema político que le librase de tanto agobio, refugiándose en la idea del Contrato Social.

Analiza el pensamiento rousseauniano de la soberanía y dice que el ginebrino no era un decidido partidario del sufragio universal, es decir, del imperio de los más sobre los menos, sino que lo aceptaba como una conjetura de que el deseo de los más era el más justo por sí mismo, sin sujetarse a normas permanentes.

Luego vienen los economistas con su sistema de fuerzas operantes que no eran un determinante en la Historia.

El tercer factor es el de una sociedad que perdió la fe en sí misma y no cobró otra porque todo lo que se le daba como sustituto era una crítica acerba.

Esa sociedad comenzó ironizándose a sí misma.

Por último, el factor del progreso mecánico. La Humanidad, que había perdido las referencias permanentes, se creyó fuerte y empezó a soñar en una perfección material y pensaba ya en lo que sería el mundo en el año dos mil. Pero no llegó la Arcadia prevista. Llegó el año 1914 con la guerra, y la guerra aceleró este progreso en la descomposición de la madurez. Y en este momento el mundo orgulloso de los siglos XVIII y XIX no encuentra solución a un problema, el problema social. El incremento del maquinismo creó el problema, porque cuando los mercados del mundo estaban sin saturar, el mundo se dedicó al progreso de la máquina y llegó un día en que la capacidad adquisitiva estaba colmada.

Además se produjo el fenómeno de la proletarización de las masas.

Trata de la emigración del campesino a la ciudad, donde encontraba fácil acomodo a su esfuerzo físico, y por qué las gentes del campo fueron olvidadas por los líderes del socialismo. A los conductores de la masa proletaria –y esto puede decirse sin salirse de la objetividad de la crítica– les tenía sin cuidado el campesino. Les preocupaba más la organización y el estudio de las masas de proletarios con vistas a la revolución social. Y así Marx y Engels, a los tres años de publicar su Manifiesto, no tardan en descubrir en su propia correspondencia la finalidad perseguida, y Engels dice a su colaborador: ¿Pero qué hace la chusma, que no hace la revolución?"

Los líderes querían especular con la desesperación de las masas para llevarlas a la revolución social obrera, y los mismos directores de los movimientos revolucionarios aprovecharon su dominio para acelerar la ruina económica del mundo.

Después el señor Primo de Rivera trata del momento presente. Ahora –dice–, en 1934, nos encontramos con el mundo desorganizado material y espiritualmente. Ha perdido la fe en los sustitutos del derecho de gentes y ya nadie cree en la soberanía nacional, ya nadie cree en los principios de la Revolución francesa.

¿Cómo puede desembocar el mundo en una nueva Edad Media? Para que empiece necesitamos que se nos presente a la vista una nueva invasión de los bárbaros.

Rusia está ahí con sus cuatro millones de soldados y lo suficientemente cerca para intentar un paso por Alemania hacia la civilización de Occidente. Dice el orador que Alemania puede caer en el comunismo, y entonces sí que tendríamos a los bárbaros avanzando por el camino que les señaló la Historia en otras épocas. Y esto es apremiante y no es una fantasía.

Habla de los experimentos italiano y alemán, estableciendo sus diferencias esenciales. Italia es lo clásico; aquel experimento está al servicio de unas normas clásicas, estables, y es a la hora presente la salvaguarda de los principios occidentales. Lo italiano es todo razón y pensamiento y programa. Alemania es el experimento romántico, es el pueblo, la raza que se entrega a un último esfuerzo desesperado de salvación.

Entonces, preguntamos, ¿es que el mundo va a desaparecer?

Pudiera quedar contestada esta pregunta con la experiencia de la Historia. Roma está llevando a cabo un esfuerzo con todo sentido, tendiendo un puente entre los restos de la edad que se derrumba y la nueva civilización que va a surgir. La invasión de los bárbaros tiene dentro de sí el fermento de una nueva civilización. En el comunismo hay muchos ingredientes que no se pueden abolir; pero trae, además, una fuerza arrolladora de destrucción. Así, pues, si nos adelantamos a lo que va a ser el nuevo camino del futuro histórico, podemos tender un puente para empalmar los restos de una civilización en plena decadencia con los principios de la nueva, construyendo la arquitectura del nuevo sentido de la vida. Este es el esfuerzo inmenso que tiene que acometer la Humanidad, recogiendo de la edad futura lo que traiga de constructivo y salvando de la antigua todos los restos gloriosos.

Es muy posible –termina diciendo el señor Primo de Rivera– que a nuestra generación le corresponda una misión dura: la del regimiento de retirada., que puede hasta perecer en la lucha; pero al que aguarda la gloria del holocausto.

El orador, que había sido interrumpido numerosas veces durante su conferencia por los aplausos, recibió, al terminar, una frenética ovación.

El Diario Montañés, de Santander, 15 de agosto de 1934.


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