Todos los caminos llevan a Roma y traen de Roma, siquiera sea –como
el que me ha traído a mí– a costa de tres noches de viaje y cuatro
cambios de tren. Largo tiempo para meditar sobre lo visto y aprendido
en Roma. Así meditaba yo en el tren –lleno de esa emoción de
eterna catolicidad que en Roma se respira– acerca del fascismo. El
fascismo no es sólo un movimiento italiano: es un total, universal,
sentido de la vida. Italia fue la primera en aplicarlo. Pero ¿no vale
fuera de Italia la concepción del Estado como instrumento al servicio
de una misión histórica permanente? ¿Ni la visión del trabajo y el
capital como piezas integrantes del empeño nacional de la
producción? ¿Ni la voluntad de disciplina y de imperio? ¿Ni la
superación de las discordias de partido en una apretada, fervorosa,
unanimidad nacional? ¿Quién puede decir que esas aspiraciones sólo
tienen interés para los italianos?
Alguien, sin embargo, lo ha dicho. En España, por más señas.
Cuando al regreso repaso los periódicos de España me encuentro con
que el señor Gil Robles, en su primer discurso de propaganda
electoral, no ha vacilado en calificar al fascismo, con desdén, de
"moda extranjera". ¿Para qué queremos modas extranjeras
–ha venido a decir–, si en nuestra tradición católica tenemos la
mejor clave de unidad? No necesitamos que se nos hable de la raza, ni
de las grandezas del Imperio romano.
Ante todo, ¿estima el señor Gil Robles lo más urgente combatir a
los fascistas? Frente a él se alinean, como preferentes enemigos, los
marxistas y los masones, antinacionales, numerosos, fuertes, Con una
larga obra realizada. Los fascistas podrán estar equivocados (¡y no
lo están!); pero son, sin duda, gentes llenas de amor a la Patria y a
sus tradiciones De otro lado, no es leal atacarles cuando aún no se
les ha dejado hacerse oír. ¿Por qué, pues, combatirles en esta hora
de unión sagrada? Pero, de combatirles, hay que hacerlo de buena fe.
Personas del talento y de la autoridad del señor Gil Robles no tienen
derecho a abusar de un auditorio poco informado para imbuirle falsas
ideas. Y es falso presentar al fascismo como anticatólico y como
antitradicional y extranjerizante.
Lo de anticatólico no es la acusación del día. La vertió en
ABC, cuando yo me encontraba con el pie en el estribo, el señor Royo
Villanova. En apoyo de su tesis, ¿alegaba algún texto fascista? No,
sino unos cuantos textos relativos "al nacionalismo
alemán". Nadie puede con razón confundir el movimiento alemán
"racista" (y, por tanto, "antiuniversal") con el
movimiento mussoliniano, que es, como Roma –como la Roma imperial y
como la Roma pontificia– universal por esencia; es decir,
"católico". A menos que el señor Royo Villanova (tan noble
y tan simpático en sus terquedades) sea más papista que el Papa, mal
puede hablar del anticatolicismo fascista después del tratado de
Letrán.
Pero vamos con lo del día. "El fascismo es una moda
extranjera" –dice el señor Gil Robles–. "Con nuestra
tradición nos basta –añade––; no necesitamos que se nos hable
de la raza, ni de las grandezas del Imperio romano".
Con todos los respetos debidos: ¡cuánta superficialidad! Lo de
que no se nos hable de la raza está bien: el Imperio español jamás
fue racista; su inmensa gloria estuvo en incorporar a los hombres de
todas las razas a una común empresa de salvación. Pero eso no lo
ignora nadie. ¿Hay, acaso, racistas en España? Entonces.. ¿para
qué pierde el señor Gil Robles su tiempo en alancear moros
inexistentes? Acerca del Imperio romano habría más que hablar.
Trajano, Séneca, Marcial y tantos otros españoles que ocupan en la
Historia de Roma puestos preeminentes nos dicen que el Imperio romano
es tan nuestro como de Italia. igual proclama la misión continuadora
de Roma que asumió España hacia el quinientos. Pero, en fin, demos
gusto por hoy al señor Gil Robles y no hablemos del Imperio romano.
Ahora bien, y esta es la cuestión: ¿por qué habla del Imperio
romano Mussolini? Habla del Imperio romano porque quiere encontrar en
él la vena tradicional del espíritu de Italia. Luego el fascismo es
"esencialmente trádicionalista". En Italia busca la
tradición del Imperio. En España buscará la tradición de nuestro
Imperio. Porque lo que hay de universal en el fascismo es esta
revitalización de los pueblos todos; esta actitud de excavación
enérgica en sus propias entrañas. Con espíritu fascista los
italianos han encontrado a Italia. Los españoles, con el mismo
espíritu, encontraremos a España. El fascismo es como una inyección
que tuviera la virtud de resucitar: la inyección podría ser la misma
para todos, pero cada cual resucitaría como fue.
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Ahora que, sin la inyección, no se resucita. Sin una actitud
fascista no se puede encontrar la tradición. Porque es fascismo,
llámesela como se quiera, la decisión enérgica de no seguir
creyendo en la actitud de las formas liberales para el descubrimiento
de las venas genuinas. Ante un Estado liberal, mero espectador
policíaco, la nación se escinde en pugnas de partidos y guerra de
clases. Sólo se logra la unidad fuerte y emprendedora si se pone fin
a todas esas luchas con mano enérgica al servicio de un alto
pensamiento y un entrañable amor. Pero esa manera fuerte y amorosa de
pilotar a los pueblos se llama hoy, en todas partes,
"fascismo". Así, pues, cuando el señor Gil Robles, en
contradicción consigo propio, dice que la democracia habrá de
someterse o morir, que una fuerte disciplina social regirá para todos
y otras bellas verdades, proclama principios "fascistas".
Podrá rechazar el nombre; pero el nombre no hace a la cosa. El señor
Gil Robles al hablar así, no se expresa como caudillo de un partido
demócrata-cristiano. Si lo fuera tendría la estéril frialdad de
tales partidos, fracasados en toda Europa. Andaría revestido de esa
laica palidez que sólo ve de las cosas lo externo; que sólo ve, por
ejemplo, del fascismo, la organización técnica corporativa, las
camisas de uno u otro color, los desfiles, las estadísticas, lo
instrumental. Algunas veces ha caído en ello el señor Gil Robles;
pero no en su. último discurso. Este ha sido, en gran parte, un
discurso caliente, tajante....... fascista". Yo se lo aplaudo, y
estoy de acuerdo con él. Pero, ¿por qué misterioso motivo se
empeña él en decir que está en desacuerdo con nosotros?
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
La Nación, 23 de octubre de 1933.