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  INTERMEDIO

Tenemos que hablar

– Me voy a Alemania.

Esto me dijo, sentado frente a mí, mi amigo Otto Müller, director en España de la Oficina de Observaciones para la Eventual Coordinación de la Economía Internacional. Su duro rostro germánico se suavizaba en una expresión de melancolía.

– ¡Qué lástima! –le dije–. ¡Con tantos buenos amigos como tiene usted. aquí!

– Es verdad. No sabe cómo los echaré de menos. Pero tengo que irme: en España no se puede trabajar ni descansar.

– ¿Descansar tampoco?

– Tampoco. Si usted tiene fama de persona seria no podrá descansar en España. A las nueve de la noche, por ejemplo, saldrá usted de su oficina. Se irá a un bar con el propósito de tomar un "cock–tail" y hablar de cosas indiferentes. Pero, ¡sí, sí! En el bar se encontrará a una colección de amigos muy simpáticos que no han hecho nada en todo el día. Esos amigos, al verle a usted, que es una persona formal, sentirán como un respetuoso remordimiento de su propia pereza. Y entonces, para tranquilizarse, querrán jugar a las personas formales durante unos minutos. Se acercarán por turno a usted y le abrumarán con una colección de conversaciones serias. Al final, tendrá usted que salir huyendo y encerrarse en la oficina para descansar.

– Tiene usted razón.

– Y, sin embargo, si pudiera, al menos, trabajar, me consolaría. Pero no hay modo.

Müller calló durante algunos momentos, como si algo le atormentara. Luego explicó:

– Usted sabe que yo vine de Munich para dirigir en Madrid nuestra Oficina de Observaciones.

– Lo sé.

– Bien. Mi cargo me obliga a enviar todas las semanas a Munich un informe prolijo. Para prepararlo he de trabajar cada día cuatro o cinco horas.

– Excelente método.

– Pero inútil. Mis amigos (pronto tuve muchos amigos) me visitaban sin interrupción. Al principio mi secretaria les cerraba el paso. "El señor Müller (les decía) no puede recibirles porque está trabajando ahora." Esto. en otro sitio, se consideraría suficiente excusa. Aquí, no, la propia secretaria hubo de advertirme del peligro que corría mi popularidad. Esos amigos se iban refunfuñando. "Pero ¿qué se habrá creído este tío? Como si no pudiera dejar por diez minutos lo que está haciendo." Tuve que capitular, después de algún vano intento de fingir ausencias y enfermedades. Ahora recibo a todo el mundo.

– ¿Y cómo hace usted su trabajo?

– Milagrosamente, en los minutos que quieren regalarme las personas que no tienen nada que hacer. Además, con un desorden romántico. Unas veces trabajo de madrugada, como de manera furtiva. Otras veces, en los tranvías. Algunas tardes me he pasado tres horas haciendo el recorrido de la Bombilla al Hipódromo y del Hipódromo a la Bombilla con mis libros y mis papeles.

– ¿Y nunca se encontró en el tranvía a nadie que le conociera?

– Sí, por desgracia. Entonces ya estaba perdido, Tenía que sostener, primero, una dura polémica acerca de quién iba a pagar los billetes. Luego, soportar un diálogo tan largo como el viaje. Me era forzoso optar entre el asesinato o bajarme del tranvía. Casi siempre opté por bajarme del tranvía.

– Es horrible.

– ¡No lo sabe usted bien! Esa angustia de no vivir una hora seguida en serio acaba por constituir una obsesión. No sé si usted se habrá fijado en que los españoles nunca tienen que "decir una cosa", tienen que "hablar". "Tenemos que hablar", le anuncian a uno. Y eso quiere decir sentarse frente a frente y sestear sobre temas imprecisos. ¡Con cuántos detalles! ¡Con qué lentitud en la narración! Todo el que "nos tiene que hablar" empieza con obsequiarnos con su semblanza y su biografía: "Yo soy un hombre independiente. Nunca he sido político. Precisamente cuando vine a Madrid, en 1904..." Imagínese usted, amigo mío, lo que es saber que son las cinco, que a las seis tiene usted que tener despachada su correspondencia y que su interlocutor no ha pasado todavía del año 1904.

Müller, sin más, se puso de pie, y mientras me tendía la mano unió sus talones e inclinó la cabeza en un enérgico movimiento militar.

– Me voy a Alemania –terminó–. Si me quedase aquí dejaría de ser formal. He comprobado que en España rinden el mismo trabajo. poco más o menos, los juerguistas que los hombres trabajadores. Los juerguistas no trabajan porque no quieren; los trabajadores no trabajan por que no les dejan los vagos. Con la diferencia de que mientras el pobre trabajador vive una vida inquieta, angustiado por el afán de realizar deberes imposibles, el vago goza la beatitud de su vagancia sin que nada le turbe. Es decir, que resulta mucho mejor ser declaradamente juerguista. Fíjese usted qué conclusión más desmoralizadora. Antes de dejarme ganar el espíritu por ella pongo tierra por medio. Huyo a Alemania. Hasta la vista si es que vuelvo a verle, querido amigo.

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

La Nación, 12 de octubre de 1933.


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