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  LAS VENTAJAS DE SER PISTOLERO

– Don José...

Me noté asido por un brazo. No tuve más remedio que detenerme. Y hallé frente a mí, cerrándome el paso por la acera, una extraña figura. Se trataba de un hombre más bien alto, fornido, sin cuello ni corbata, mal afeitado, cuya cara se contraía, bajo la visera de la gorra, en una sonrisa ladina y feroz.

– Usted no me recuerda, don José.

– Sí, sí ... ; me parece...

– ¿Quién soy?

Mi interlocutor no era amable. No hay nada de peor gusto que conminar con un "¿Quién soy?" a alguien en cuya cara se nota que no nos ha reconocido. Titubeé. Y entonces el facineroso que tenía ante mí se dio a conocer, previa una sardónica carcajada:

– Soy Emerenciano Bizco, "El Solapao". ¿No recuerda usted? Le tocó de oficio defenderme ante la Audiencia, hace cinco años, en una causa por robo.

– ¡Es verdad! Por cierto que mi defensa, según me parece recordar, valió de poco: le condenaron.

– Sí; más que nada por ser cuatro veces reincidente. Pero salí pronto de la cárcel. Ha habido tantos indultos.

– Vaya, me alegro.

Aquí pude dar por terminada la conversación. Pero no supe resistirme a una apremiante comezón catequista.

– Estoy seguro, Emerenciano –dije–, de que ya va usted por el buen camino. Así debe ser. No hay nada como vivir dentro de la moral para llevar una existencia feliz y tranquila. La moral y la ley han de presidir nuestros actos. Repare en mí –me aventuré a añadir sin la menor modestia–. ¿Sabe adónde voy? Pues, sencillamente, a entregar a las autoridades la única arma que poseo: un antiguo revólver, grande como un trabuco, que fue de mi abuelo Fíjese bien: este revólver no es sólo para mí una seguridad de defensa, es, además, un recuerdo de familia. Sin embargo, basta que se haya dictado un Decreto que me ordena entregarlo para que inmediatamente lo entregue.

Esperaba los efectos edificantes de mi discurso en el espíritu de Emerenciano. Este, no obstante, se limitó a favorecerme otra vez con su horrible sonrisa y a decirme:

– Va usted a hacer el primo, don José.

– ¿Cómo?

– Yo tengo cinco pistolas.

– ¿Cinco pistolas?

– Sí. Y más le diré... Pero –requirió, bajando la voz–, desde este momento le exijo el secreto profesional.

– Cuente con él.

– Tengo cinco pistolas, ¡y las he usado!

– ¡Qué me dice usted!

– Sí, don José; por suerte o por desgracia, yo no he entrado por el buen camino, como usted creía. Desde que salí de la cárcel he tomado parte en el asalto de dos Bancos. En uno de ellos hasta tuve que apiolar al cajero. ¡Mala suerte!

– ¿No le da vergüenza, Emerenciano?

– ¡Qué quiere usted! A estas alturas ya no se puede tener vergüenza. Lo que hace falta es tener pistolas.

– Se las recogerán,

– En estas cosas, don José, y perdóneme que se lo diga, no tiene usted ni idea. ¿Cómo va a saber nadie que yo tengo cinco pistolas? A los señoritos sí se las descubrirían, porque como ellos sacan guías y licencias, a la Policía le consta en todo momento que tienen armas. Pero yo, ya se lo figurará usted, no tengo licencia ni guías.

– Es decir, Emerenciano: usted trata de convencerme de que es mejor tener las armas sin autorización que procurar ajustarse a la ley. Usted quiere, ni más ni menos, aconsejar que se viva fuera de la ley.

– No; yo no me meto en filosofías –contestó Emerenciano–. Sólo digo lo que pasa.

– Y si yo, por ejemplo, quisiera tener armas en mi casa sin autorización, ¿qué me ocurriría en caso de ser descubierto?

– Que lo fastidiarían: podrían ponerle hasta diez mil pesetas de multa, confinarle en un pueblo e incluso meterle varios meses en la cárcel.

– A usted igual, "Solapao".

– Usted se guasea. ¿Diez mil pesetas de multa a mí?

– Pero ¿y la cárcel?

– ¡Uy, la cárcel! Yo le debo a la Justicia veintitantos años de presidio por aquello de los asaltos. Estoy declarado en rebeldía por dos Audiencias. Si me cogen, se me ha caído el pelo. Pero ya en ese caso, ¿qué me importa que por tener las pistolas me "echen" unos meses más? De perdidos, al río. Seis meses de cárcel para usted serían un trastorno; para mí, son un piquillo sin importancia junto a los veintitantos años que debo.

– Entonces, ¿no piensa usted entregar las pistolas?

– Ni por sueños.

– Pues yo sí entregaré mi revólver.

– Bien hecho. Pero... oiga usted –dijo de pronto Emerenciano, mirándome torvamente–, ¿tiene usted guía de ese revólver?

– No.... creo que no; ¡está en casa desde hace tantos años! Desde antes que existieran las guías.

– Entonces –aconsejó el "Solapao" con gravedad–, no lo entregue usted. Se expone a un disgusto.

– ¿Por qué?

– Porque al tener ese revólver sin guía, ya está usted cometiendo un delito de tenencia ilícita de armas. Puede que hasta lo procesen.

– ¡Es verdad! Conoce usted las leyes mejor que yo.

– Un poco de práctica nada más –eludió mi interlocutor con modestia.

– ¿Qué puedo hacer entonces? –pregunté, acongojado–. Si entrego el revólver, descubren que lo tengo ilícitamente, y si no le entrego, y me lo encuentran, caigo bajo la Ley de Defensa de la República. Aconséjeme usted, Emerenciano Bizco.

– ¿Quiere que le aconseje? Pues mire, deme el revólver.

– ¿Qué dice usted?

– Que me dé el revólver; es lo mejor. Usted sale de su compromiso, y yo, total, ya no arriesgo nada.

Le miré conmovido. Aquel hombre me abría las puertas de la salvación.

– Acérquese –le dije.

Se puso a mi lado, su bolsillo junto a mi bolsillo, con exactitud de experto. Saqué el enorme revólver ancestral, y lo deslicé entre las ropas del "Solapao". Luego miré con sobresalto a nuestro alrededor. Creo que no nos vio nadie. Murmuré:

– Gracias, Emerenciano; nunca olvidaré este favor.

– De nada, don José. Hasta la vista.

Nos estrechamos ambas manos, y cada cual siguió su camino.

Ya no tengo armas. Estoy dentro de la ley. Los pistoleros sí las tienen, y las conservarán. Tal vez, incluso, traten algún día de usarlas contra los buenos ciudadanos como yo. Pero se equivocarán si esperan que nos defendamos por el mismo procedimiento. Lo que haremos será despreciarlos con toda nuestra alma, como a sujetos desprovistos de la más rudimentaria sensibilidad jurídica. Y si ellos pueden más que nosotros, nos asaltan, nos roban y nos matan, nosotros moriremos inermes y orgullosos, como mueren los que han hecho un culto de la ley.

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

La Nación, 17 de noviembre de 1931.


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