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  MI PRIMER DRAMA POLICÍACO

I

Oigo unos golpes entre sueños, y empiezo a despertar poco a poco. ¿Son los golpes soñados? Medio dormido y medio despierto empiezo a percibir que no; los dan en la puerta de mi cuarto, efectivamente.

– Adelante– digo.

Un servidor de casa murmura entre las sombras, con voz emocionada: –Vienen varios policías a registrar el hotel y a llevárselo.

– ¿A llevarse el hotel?

– No; a llevarse al señor.

¿Sigo soñando? Entiendo las cosas confusamente.

– Pero, ¿qué hora es? –pregunto.

Busco el reloj a tientas, y a la luz que empieza a penetrar por la entreabierta ventana distingo la posición de sus manillas; las siete.

– Bien, Manuel –comunico al servidor–; diga a esos señores policías que estoy en la cama, como es natural; pero que si me esperan unos minutos me presentaré a ellos en seguida.

Empiezo a vestirme, contrariado por la hora de sueño que me roban. Según me visto se va disipando mi somnolencia, y al mismo tiempo voy cobrando a mis propios ojos la grandeza dramática de que la situación me inviste. Soy un perseguido. Una "víctima de la República". Esto abre ante mí el panorama de las más risueñas perspectivas. Después de lo que han medrado muchas pobrecitas víctimas de la Dictadura, ¿quién no apetece ser perseguido por algún régimen?

Acabo de vestirme y salgo.

Cinco agentes me esperan. Se les nota en las caras el insomnio. Con la más amable corrección me notifican el enojoso encargo que les trae. Desde la puerta nos contemplan el criado de antes y dos sirvientas casi acongojadas. Yo conservo mi admirable serenidad. ¡Qué hermoso espectáculo!

–Estoy a sus órdenes, señores –sentencio–. Pueden registrar toda la casa.

El registro no puede ser más cortés, pero tampoco más minucioso. Sin embargo, tengo la suerte de que no descubran cinco ametralladoras, que guardo en la cocina, y buen golpe de granadas de mano ocultas en los nidos del palomar. Respiro.

– Ahora, perdone usted –me dice el agente de más categoría–, no tenemos más remedio que llevarle con nosotros a la Dirección.

– Vamos.

Me pongo el abrigo. Salimos al jardín. Dos automóviles aparecen detenidos ante la verja. También están en el camino varios policías más. ¿Por qué han venido tantos? ¿Preveían tal vez una resistencia armada?

Delicadamente se me invita a subir a uno de los coches. Subo. Y, en seguida, con voz de estoico, me vuelvo a los criados, que se imaginan espectadores de una tragedia:

– Nadie se apure –exclamó–. Oculten esto a mis hermanas. Díganles que salí temprano con unos señores. Espero volver pronto: antes, sin duda, de tres años. Pero, venga lo que venga, tengo el ánimo templado para todas las adversidades.

Lástima que tan hermosas palabras se pierdan para mi auditorio. Porque cuando las digo ya el auto corre hacia la Dirección General de Seguridad.

II

Debe de ser urgente el interrogarme, puesto que, de lo contrario, ¿para qué se ha hecho madrugar de esta manera a los policías, a los criados de casa y a mí?

Pero nada de eso. Pasan dos horas, tres horas, cuatro horas, y nadie me pregunta nada. No lo entiendo. Si hasta mediodía no se me iba a tomar declaración, ¿no era más cómodo haberme citado por las buenas para que compareciese en la Dirección General de Seguridad? No es probable que optase por la fuga. Madrid se halla a quinientos kilómetros de la frontera, y en tan larga distancia no es difícil prender a un fugitivo. O pudo detenérseme en casa, a eso de la diez, cuando ya está uno, después del aseo, un poco más presenciable. Pero, sin duda, todo esto que pienso es necedad. Las autoridades saben lo que hacen. Además, me llevan una gran ventaja: ellas conocen el delito de que soy autor, mientras que yo no tengo todavía la menor idea de cuál pueda ser. Así, pues, ellas están en mucho mejores condiciones que yo para medir mis tentaciones de fugarme. Me rindo ante lo formidable del argumento.

Aún vislumbro otro. Yo soy un profano en las funciones policíacas. No así el director de Seguridad. Yo puedo pensar, irreverentemente, que una detención está bien hecha con sólo que uno llegue a la Dirección en la discreta compañía de un agente. Pero el director tiene que atenerse a las normas clásicas. Hay que dar a las persecuciones cierto matiz folletinesco. El amanecer sobre un hotel de Chamartín; ocho policías; dos automóviles; un registro domiciliario... Todo eso es emocionante y magnífico. Hubiera sido imperdonable la supresión de tales accidentes. No cabe duda: tiene razón el director de Seguridad.

III

Las cinco de la tarde. Llevo aquí nueve horas incomunicado –así se me ha dicho–, y aún espero el primer interrogatorio. No llega.

Estas horas de soledad son propicias al remordimiento. Quisiera aprovecharlas para arrepentirme de la culpa que debo haber cometido. Pero, ¿cuál será? No tengo más remedio que ponerla en claro para borrarla con mi contrición. Sin embargo, el examen de conciencia a que me someto sólo alumbra resultados exiguos. Acaso hace unos días, en cierto bar, hice pasar un duro sospechoso. Pero se lo advertí al barman, que no puso objeción en admitirlo. ¿Me habrá denunciado después, el muy traidor?

No debe ser eso. Indudablemente estoy complicado en un grave crimen. Nueve horas de incomunicación prometen sensacionales descubrimientos. Debo ser un criminal extraordinario, de esos que inspiran con sus hazañas todo un romancero. Yo no recuerdo haber cometido ninguna enormidad medio interesante. Cuando me armé caballero de Santiago se me hizo jurar que nunca di muerte a clérigo alguno. Lo juré sin falsedad ni titubeo. Tampoco recuerdo haber suprimido seglares.

¡Ah! Estamos ante uno de esos casos espeluznantes de doble vida. Mi vida normal es la de un profesional pacífico. Pero vivo otra vida de criminal terrible.

O tal vez no. ¡Es verdad, eso tiene que ser! ¡Qué perspicacia la del director de Seguridad! Soy un peligroso conspirador. He sido descubierto. Estoy perdido.

IV

Madrugada. Entre escribir las anteriores cosas y leer algún libro no he tenido tiempo para aburrirme. Pero sigo sin declarar, e incomunicado.

A las tres me llama a su despacho el director de Seguridad y me dice amablemente:

– Va usted a ser puesto en libertad. No hay nada contra usted.

– Ah, bueno. Gracias.

Y en un taxi me vuelvo a mi domicilio.

¡Cuántos misterios! ¿Cuáles habrán sido las sospechas que recayeron sobre mí? ¿Qué comprobaciones han tenido el mágico poder de disipar esas sospechas? No lo sabré nunca.

Pero no importa. Yo soy una "víctima de la República", y eso es lo interesante. Poco más le bastó al señor Alcalá Zamora para alcanzar la jefatura del Gobierno. Yo no aspiro a tanto; pero no quiero negarme la ilusión de entrar algún día, por mérito de mis persecuciones, en alguna Comisión de responsabilidades. O la de ser nombrado director general de Seguridad.

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

La Nación, 12 de noviembre de 1931


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