La masa de un pueblo que necesita una revolución no puede hacer
la revolución.
La revolución es necesaria, no precisamente cuando el pueblo está corrompido, sino
cuando sus instituciones, sus ideas, sus gustos, han llegado a la esterilidad o están
próximos a alcanzarla. En estos momentos se produce la degeneración histórica. No la
muerte por catástrofe, sino el encharcamiento en una existencia sin gracia ni esperanza.
Todas las actitudes colectivas nacen enclenques, como producto de parejas reproductivas
casi agotadas. La vida de la comunidad se achata, se entorpece, se hunde en mal gusto y
mediocridad. Aquello no tiene remedio sino mediante un corte y un nuevo principio. Los
surcos necesitan simiente nueva, simiente histórica, porque la antigua ya ha apurado su
fecundidad.
Pero ¿quién ha de ser el sembrador? ¿Quién ha de elegir la nueva semilla y el
instante para largarla a la tierra? Esto es lo difícil. Y aquí nos encontramos cara a
cara con todas las predicaciones demagógicas de izquierda o de derecha, con todas las
posturas de repugnante adulación a la masa que adoptan cuantos quieren pedirle votos o
aplausos. Estos se encaran con la muchedumbre y le dicen: "Pueblo, tú eres
magnífico; atesoras las me ores virtudes, tus mujeres son las más bellas y puras del
mundo; tus hombres, los más inteligentes y valerosos; tus costumbres, las más
venerables; tu arte, el más rico; sólo has tenido una desgracia. la de ser mal
gobernado; sacude a tus gobernantes, líbrate de sus ataduras y serás venturoso". Es
decir, poco más o menos: "Pueblo, hazte feliz a ti mismo por medio de la
rebelión".
Y el decir esto revela, o una repugnante insinceridad, que usa las palabras como cebo
para cazar a las masas en provecho propio, o una completa estupidez, acaso más dañosa
que el fraude. A nadie que medite unos minutos puede ocultársela esta verdad: al final de
un periodo histórico estéril, cuando un pueblo, por culpa suya o por culpa ajena, ha
dejado enmohecer todos los grandes resortes, ¿cómo va a llevar a cabo por sí mismo la
inmensa tarea de regenerarse? Una revolución si ha de ser fecunda y no ha de
dispersarse en alborotos efímeros exige la conciencia clara de una norma nueva y
una voluntad resuelta para aplicarla. Pero esta capacidad para percibir y aplicar la norma
es, cabalmente, la perfección. Un pueblo hundido es incapaz de percibir y aplicar la
norma; en eso mismo consiste su desastre. Tener a punto los resortes precisos para llevar
a cabo una revolución fecunda es señal inequívoca de que la revolución no es
necesaria. Y, al contrario, necesitar la revolución es carecer de la claridad y del
ímpetu necesarios para amarla y realizarla. En una palabra: los pueblos no pueden
salvarse en masa a sí mismos, porque el hecho de ser apto para realizar la salvación es
prueba de que se está a salvo. Pascal imaginaba que Cristo le decía: "No me
buscarías si no me hubieras encontrado ya". Lo mismo podría decir a los pueblos el
genio de las revoluciones.
Entre los jefes revolucionarios que han desfilado por la historia del mundo se han dado
con bastante reiteración estos dos tipos: el cabecilla que reclutó una masa para
encaramarse sobre ella en busca de notoriedad, de mando o de riqueza, y el supersticioso
del pueblo, creyente en la virtualidad innata en el pueblo considerado
inorgánicamente como masa para hallar su propio camino. El cabecilla suele ser
menos recomendable desde el punto de vista de la moral privada; suele ser un sujeto de
pocos escrúpulos, que expolia y tiraniza a la comunidad que lo soporta; pero tiene ¡a
ventaja de que se le puede suprimir de un tiro; con su muerte acaba la vejación. En
cambio, el otro deja rastro y es, desde el punto de vista de su misión histórica, más
traidor que el cabecilla.
Sí, más traidor, usando la palabra "traidor" sin ninguna intención
melodramática, sino como denominación simple de aquel que deserta de su puesto en un
momento decisivo. Esto es lo que acostumbra hacer el supersticioso del pueblo cuando le
coloca el azar en el puente de mando de una revolución triunfante. Al estar allí al
trepar allí por un esfuerzo voluntario y después de haber; encendido la fe de quienes le
siguieron, ha asumido tácitamente el deber de mandarlos, de guiarlos, de enseñarles el
rumbo. Si no sentía rebullirse en el alma como la llamada de un puerto lejano, no debió
aspirar a la jefatura. Ser jefe, triunfar y decir al día siguiente a la masa: "Sé
tú la que mande; aquí estoy para obedecerte", es evadir de un modo cobarde la
gloriosa pesadumbre del mando. El jefe no debe obedecer al pueblo, debe servirle,
que es cosa distinta; servirle es ordenar el ejercicio del mando hacia el bien del pueblo,
procurando el bien del pueblo regido, aunque el pueblo mismo desconozca cuál es su deber;
es decir, sentirse acorde con el destino histórico popular, aunque se disienta de lo que
la masa apetece.
Con tanta más razón en las ocasiones revolucionarias cuanto que, como ya se ha dicho,
el pueblo necesita la revolución cuando ha perdido su actitud para apetecer el bien;
cuando tiene, como si dijéramos, el apetito estragado; de esto es precisamente de lo que
hay que curarle. Ahí está lo magnífico. Y lo difícil. Por eso los jefes flacos rehuyen
ja tarea y pretenden, para encubrir su debilidad, sustituir el servicio del pueblo, la
busca de una difícil armonía entre la realidad del pueblo y su verdadero destino, por la
obediencia del pueblo que es una forma, como otra cualquiera, de lisonja; es decir, de
corrupción.
España ha reconocido algo de esto bien recientemente: en 1931. Pocas veces, como
entonces, se ha colocado la masa en actitud más fácil y humilde. Alegremente alzó a los
que estimaba como sus mejores y se aprestó a seguirlos.
Así, sin esfuerzo, se hallaron en ocasión de mandar los que llevaban muchos años
ejerciendo la tarea medicinal de la crítica. Ya se entiende que no me refiero a los
demagogos, sino a aquel grupo pequeño y escogido que, al través de un riguroso proceso
interior al principio, revulsión desesperada; al final, clarividencia
ardiente, habían llegado a expresar el anhelo de una España más clara, más
limpia, más ágil, libre de no poca cochambre tradicional y de mucha mediocridad tediosa.
Los que integraban este grupo tenían el deber de estrenar los nuevos resortes
históricos, de plantar los pies frescos llamados a reemplazar a los viejos troncos
agotados. Y ésos estaban llamados a hacerlo contra todas las resistencias: contra las de
sus ocasionales compañeros de revolución y contra los de la masa misma. Los guías de un
movimiento revolucionario tienen la obligación de soportar incluso la acusación de
traidores. La masa cree siempre que se la traiciona. Nada más inútil que tratar de
halagaría para eludir la acusación. Quizá los directores espirituales del 31 no la
halagaran; pero tampoco tuvieron ánimo para resistirla y disciplinaria. Con gesto
desdeñoso se replegaron otra vez en sí mismos y dejaron el campo libre a la zafiedad de
los demagogos y a la audacia de los cabecillas. Así se malogra como tantas
veces una ocasión de España.
La próxima no se malogrará. Ya hemos aprendido que la masa no puede salvarse a sí
propia. Y que los conductores no tienen disculpa si desertan. La revolución es la tarea
de una resuelta minoría, inasequible masa, porque la luz interior fue lo más caro que
perdió, víctima de un periodo de decadencia. Pero que, al cabo sustituirá la árida
confusión al desaliento. De una minoría cuyos primeros pasos no entenderá la de nuestra
vida colectiva por la alegría y la claridad del orden nuevo.
(Haz, núm. 9, 12 de octubre de 1935)