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SOBRE LA POLÍTICA INTERNACIONAL ESPAÑOLA (Discurso pronunciado en el Parlamento el 2 de octubre de 1935)
El señor PRIMO DE RIVERA:
Creo que en este instante, por encima de todas esas cuestiones que casi no existirían
si no se hinchasen en la Cámara, gravita sobre todos nosotros, y gravita de una manera
especial sobre la atención del Gobierno, el problema internacional de Europa. El señor
presidente del Consejo de Ministros nos requería a todos a que tocásemos este tema
internacional con todos los cuidados. El señor presidente del Consejo de Ministros puede
tener la seguridad de que nadie tratará de adelgazar más sus precauciones cuando se
acerque al tema internacional que quien en este momento os dirige la palabra. Pero, por
otra parte, estima quien habla ahora que demostraría a la Cámara española cierta
frivolidad si no se preocupase de este tema. Por eso ayer fue tratado con mucha altura, y
por eso también el señor presidente del Consejo de Ministros se congratuló de que no lo
hubiéramos dejado ausente. Hasta tal punto quiero extremar las precauciones, que le digo
al señor presidente mis primeras palabras: "No pido al Gobierno, ni se la pediría
aunque me autorizara una representación más importante que la que ostento aquí, una
respuesta. Es posible que el Gobierno, en el trance de ahora, no nos deba contestar; pero
sí creo que nos debe oír, porque es posible que de los asesoramientos de todos, que de
las aportaciones de todos, surjan los materiales para una posición española
acertada".
¿Y qué posición vamos a aconsejar nosotros en España, ni aconsejaría nadie en
estos días, que no estuviera inspirada en un interés español? ¿Cómo va a pensar nadie
que va a influir en nuestras actitudes una determinada simpatía hacia un país o hacia
otro? Entre otras cosas, porque, de seguro, entre los que nos sentamos aquí, no hay uno
solo de los que tengan espíritu abierto que no haya recibido la influencia de muchas
simpatías; todos nos hemos asomado, unos más, otros menos, entre estos últimos yo, a la
cultura europea; todos hemos sentido la influencia de las letras francesas, de la
educación inglesa, de la filosofía alemana y de la tradición política de Italia, que
está realizando uno de los experimentos culminantes, un experimento culminante que nadie
puede zafarse de estudiar en serio y al que, de seguro, nadie está libre de alguna
objeción que formular. Es, pues, únicamente un interés español, una posición
española, la que en este instante voy a defender, como las que, de seguro, vais a
defender todos vosotros.
Colocada la cuestión así, yo creo que debemos enfocar el problema presente de Europa
desde este ángulo: si se aprueban las sanciones bélicas, se desencadena, de seguro, la
guerra europea; la guerra europea pone en peligro la existencia misma de Europa. ¿Hay en
juego algún interés europeo, algún interés vital para Europa que justifique el que
Europa corra este riesgo de destruirse? Tal creo que es la cuestión, y así entiendo que
debe plantearse. Y entonces me atreveré a deciros que en el actual conflicto
italo-etíope, que está siendo objeto de las deliberaciones de Europa, se debaten
simplemente dos asuntos, y nada más que dos asuntos: un asunto colonial y otro asunto
británico. Ni más ni menos.
Asunto colonial. ¿Es que vamos a fingir que nos escandalizamos porque se emprenda una
nueva expedición colonial? Si todos los pueblos de Europa las han emprendido; si el
colonizar es una misión, no ya un derecho, sino un deber de los pueblos cultos, ¿es que
alguien que aspire a la hermandad universal se aviene a admitir la exclusión, de hecho,
de la hermandad universal que constituye la barbarie? ¿Es que vamos a creer que
defendemos el derecho de los pueblos atrasados a esa hermandad universal dejándolos en el
atraso? Creo que ya es demasiado tarde para que nos vayamos a escandalizar por una empresa
colonial de ningún país. En colonizar estuvo la gloria de España. En colonizar estuvo
la gloria de Inglaterra. Inglaterra no hubiese sentido ningún escándalo ante el intento
colonial si no se mezclase el otro aspecto del problema italoabisinio, si no se uniese al
asunto colonial de que os hablo un asunto única y exclusivamente inglés.
Es éste: Inglaterra ha conseguido montar una de las más prodigiosas arquitecturas
políticas que conoce el mundo. Esta arquitectura política el Imperio inglés
se sostiene, como todas las grandes arquitecturas, por una maravilla de equilibrio. En el
instante en que se remueva cualquiera de los elementos que componen este equilibrio, es
posible que comience el derrumbamiento. Así, pues, estando Abisinia, como está, en el
cruce de las corrientes vitales más peligrosas del Gobierno inglés; estando situada en
uno de los nudos nerviosos más delicados de toda esta red imperial inglesa, es
perfectamente justo y perfectamente plausible que el egoísmo patriótico de Inglaterra se
resista a admitir que nadie ponga el dedo, y menos las armas, en este punto neurálgico de
su Imperio. Si yo fuera inglés, en este momento estaría, con los ojos cerrados,
al lado del Gobierno inglés, porque yo sería imperialista inglés, porque yo creo que el
Imperio es la plenitud histórica de los pueblos; y si hubiera tenido la suerte de nacer
en un pueblo en el instante de su plenitud histórica, creería que todos mis esfuerzos
debían ponerse al servicio de la conservación de esa plenitud. Pero nosotros no somos
ingleses, ni Europa se compone sólo de ingleses, ni siquiera integran los ingleses
Europa, porque Inglaterra no en cuanto pueblo situado en las proximidades del
continente europeo, sino en cuanto Imperio es una potencia extraeuropea. El Imperio
inglés es una gran unidad extraeuropea; las leyes del apogeo, de la decadencia y de la
suerte varia de Europa y las del apogeo, de la decadencia y suerte varia del Imperio
inglés, rara vez coinciden. Muchas veces son contrapuestas, y quizá más contrapuestas
que nunca en la ocasión de ahora.
En este instante puede decirse que está planteada en Ginebra, ante el mundo entero,
una pugna de Inglaterra contra Europa. Europa tiene que obstinarse en permanecer, aunque
el Imperio inglés peligre, y el Imperio inglés tiene todo interés en permanecer, aunque
peligre la paz de Europa.
Tales son los términos de la cuestión y, como veis, aquí no entra en juego ninguna
simpatía determinada. Los términos de la cuestión, descartado el aspecto colonial, son
de una pugna de intereses entre el Imperio británico y Europa. ¿Queréis más claro
indicio que la actitud de los soviets? El apoyo más resuelto que ha encontrado desde el
principio Inglaterra en Ginebra ha sido el de Rusia. ¿Y os voy a demostrar que Rusia no
es una potencia europea? ¿Qué es una potencia europea? ¿No está vivo aún el vaticinio
de Lenin, que aspiraba al triunfo de la revolución soviética precisamente a través de
la guerra europea? Para Rusia, el incendio de Europa es un tanto magnífico. Rusia
antleuropea apoya resueltamente el punto de vista inglés; pero nosotros, europeos, ¿nos
vamos a poner a ciegas al lado de este interés de Inglaterra y Rusia? Planteadas así las
cosas, ¿cuál es el papel de España? ¿Cuál es el papel de España como individualidad
propia y como potencia europea? Si queréis, porque es más bien el orden. ¿Cuál es su
papel como potencia europea y como individualidad propia? ¿Cuál es, en primer lugar, el
papel de España en Ginebra?
Todos sabéis que hasta el momento de ahora y cuando digo de ahora me refiero a
las noticias de esta mañana; no sabemos lo que habrá pasado desde esta mañana hasta el
instante en que hablo sólo está en juego en Ginebra... (Un señor diputado:
"Ya ha estallado la guerra".El señor Barcia: "Han pasado cosas muy
graves".Rumores prolongados.) Pues bien: hasta estas últimas noticias, el
procedimiento que se sigue en Ginebra insisto en él, no para eludir el otro, porque
también lo voy a considerar, aunque sea hipótesis, sino que aún no parece que se haya
planteado en Ginebra el caso del artículo 16 es el procedimiento del artículo 15,
que, como todos sabéis, termina en la redacción de unas recomendaciones; se intenta por
el Consejo de la Sociedad de las Naciones una conciliación, y si ese intento no tiene
fortuna, el Consejo redacta unas recomendaciones que somete a los países en pugna;
recomendaciones que pueden, excepcionalmente, ser votadas en el Consejo por simple
mayoría de votos. Es decir, constituyen una de las excepciones a la norma general del
artículo 5º del Pacto, que exige la unanimidad de los votos para que el Consejo de
Ginebra pueda tomar acuerdos. En estas recomendaciones, por consiguiente, España podría
votar o abstenerse de votar, sin que se entorpeciera en nada la posibilidad de que el
Consejo de Ginebra siguiera funcionando; es toda una cuestión de tacto diplomático que
haga medir hasta qué punto España debe o no suscribir ciertas recomendaciones.
Pero surge el caso del artículo 16, surge el caso dramático de la agresión, y aquí
ya cambió todo; aquí sí que, puesto que me parece que ya estamos en esta coyuntura, es
preciso que medite el Gobierno. El artículo 16 del Pacto de la Sociedad de las Naciones
tiene dos párrafos fundamentales. El primer párrafo se refiere a las medidas de
carácter económico; el segundo párrafo se refiere a las medidas de carácter militar.
Pues bien, señor presidente del Consejo de Ministros: acaso no se haya sometido a la
atención de la Cámara esta observación. La aplicación de las sanciones económicas, es
decir, las del primer párrafo del artículo 16, no exige el que el Consejo de Ginebra
tome un acuerdo. Se dice cito de memoria: "En el instante en que surja la
agresión de un miembro de la Sociedad de las Naciones contra otro, todos los miembros de
la Sociedad se considerarán ipso tacto agredidos, y desde este instante
interrumpirán todas las relaciones económicas con el agresor". De manera que si no
se pasa del párrafo primero del artículo 16; si sólo se está frente a la hipótesis de
las sanciones económicas, España no tiene nada que votar; España puede incluso, de una
manera enérgica, usando de la autoridad que allí tiene, convencer al Consejo de la
Sociedad de las Naciones de que no tiene nada que votar; de que la misión funciona
jurídicamente como el cumplimiento de una condición; de que, desde el instante en que la
condición se ha cumplido, ha nacido para todos la obligación de suspender las relaciones
económicas con el país agresor. Y como entre la ejecución de esas obligaciones
condicionales ya nacidas y el texto del Pacto no se interpone la necesidad de ningún
pronunciamiento, cada país ha de aplicar esas sanciones según su leal saber y entender.
Queda convertida para cada país la aplicación de las sanciones en un tema de decisión
interna; cada país medirá en qué grado debe llevar adelante la aplicación del párrafo
primero del artículo 16.
Evidentemente, creo que ésta es una solución muy apetecible; en tanto España pueda
evitar el pronunciarse sobre esta cuestión vidriosa, me parece que debe evitarlo.
Pero llega el momento de examinar el párrafo segundo, que se refiere a las medidas
militares, el coeficiente militar con que debe cada parte de las que forman la Sociedad de
las Naciones contribuir a la redacción a la obediencia al Pacto de aquella nación que lo
haya infringido; y, en este caso, ya hace falta una decisión, porque el párrafo segundo
del artículo 16 dice que el Consejo habrá de formular recomendaciones. Es decir, ya no
se va sin ninguna intermediación a la ejecución del Pacto por cada uno de los miembros,
sino que se interpone la necesidad de formular un texto, de realizar la operación
positiva de redacción y de aprobarla. Pues bien: cuando llegue el instante de votar estas
recomendaciones que exigen la unanimidad en el Consejo de Ginebra, España tiene que
plantearse la siguiente consideración: no hay en Ginebra un solo Estado representado que
en el instante de ahora vaya a proceder con una supersticiosa adhesión al Pacto de la
Sociedad; ni uno solo.
Yo no quisiera que fuese la única excepción de España; creo que el Gobierno no
permitirá que lo sea. Todas las demás naciones, todas, están realizando sus sondeos
previos para ver si les conviene o no votar las recomendaciones militares del párrafo
segundo del artículo 16. Y así tiene que ser, porque si el párrafo segundo se aplicara
de la misma manera automática que el párrafo primero, toda deliberación sería
innecesaria; pero desde el instante en que exige el pronunciamiento de una opinión por
cada uno, es natural que en la elaboración de este pronunciamiento, en la toma de esta
actitud, haya de pesar cada país el interés que tiene en juego.
Así, nos encontramos con que la Petite Entente va a votar porque le preocupa la
posible extensión de Italia en Yugoslavia, y con que Turquía plantea la cuestión de los
estrechos y con que Ginebra mira al interés de su reciente alianza con Inglaterra; pero
nosotros, señores, ¿vamos a ir a votar por pura efusión ginebrina? ¿Vamos a ir a hacer
el papel de palurdos deslumbrados, que se sienten contentos de sentarse entre las personas
importantes y de recibir la presidencia de esas comisiones que son como los platos
incomibles de Europa? (Muy bien.)
España no puede votar por pura efusión ginebrina. España debe exigir antes de
votar, y yo digo que ha de ser mucho lo que España logre para que se decida a arrostrar
la responsabilidad, no menos cierta porque la comparta con otros, de desencadenar la
guerra en Europa por un asunto que no es europeo. España tiene que pensar si esta
autoridad que dicen ejerce en Ginebra se va a quedar en una autoridad de etiqueta simple y
vacua, o si va a emplearse en romper la unanimidad de los que mandan en Ginebra y en decir
que España se opone al incendio de Europa. (Muy bien.)
Entonces, si las sanciones militares no se votan, si las medidas militares no se
votan, la guerra europea es más que posible que no estalle. Quedaría la cuestión
reducida, si acaso, a un conflicto entre Italia e Inglaterra. En la perspectiva de ese
conflicto, creo que España no puede tener más actividad que la que se resume en una
palabra: neutralidad, neutralidad a rajatabla. De ordinario, esta postura de neutralidad,
formulada así, parece el refugio de una actitud de cobardía; por lo menos, una actitud
de inhibición en los asuntos de Europa. Por una vez, sin embargo, la neutralidad va a ser
peligrosa; pero el peligro no debe desviarnos de la decisión de conservarla, y esto por
dos razones: primera razón, porque es de esperar que quienes tanto han invocado el Pacto
de la Sociedad de las Naciones no cometan su infracción más flagrante tratando de
violentar nuestra decisión libre de ser ajenos a la guerra. Y no se diga que nosotros
invocamos cuando queremos el Pacto de la Sociedad de las Naciones y no lo respetamos
cuando no nos conviene; nada de eso; al no votar las medidas militares, no se va en nada
contra el Pacto, sino que se toma, en una votación prevista dentro de ese Pacto, la
actitud que el interés español aconseja. ¿Y cómo se va a hacer la comparación entre
el intento italiano de incorporación colonial de Etiopía y la violación de¡ territorio
nacional español, de uno de los miembros más antiguos y más considerados, según dicen,
de la Sociedad de las Naciones, por haber considerado en Ginebra que no hay razón para
incendiar a Europa? Creo que quienes han invocado el Pacto casi por vez primera, y
diciendo que es poco más que el único puente que los une a Europa, no van a violar el
Pacto de una manera tan flagrante.
Pero yo os digo otra cosa ésta es la segunda razón., y es que
España, en el instante de decidir si se mantiene neutral o no se mantiene neutral, tiene
que considerar únicamente esto: su conveniencia y su decoro; debe considerar si hay de
por medio un interés español, y no hay ninguno en defender el Imperio inglés, al que no
debemos nada. (Rumores.) ¿Tendré que hacer pasar por vuestro espíritu el
recuerdo de Gibraltar? No debemos nada al Imperio inglés, y no debemos defenderlo, y lo
que tendríamos que considerar sería esto, y sólo esto: cuál es el interés español.
Lo que no tolera el decoro de España es adoptar una actitud de intervención o de
neutralidad por una amenaza o una exigencia. (Aplausos.)
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El señor PRIMO DE RIVERA:
Señor presidente: si el presidente del Consejo de Ministros se produce en estos
términos de agresiva descortesía, tendré que cometer la incorreccióm de no escucharle.
(El señor Primo de Rivera abandona su escaño. Grandes protestas.)
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El señor PRIMO DE RIVERA
Señor presidente del Consejo de Ministros: la gratitud a estas últimas palabras de su
señoría y la consideración que guardo siempre a los altos cargos me obligan doblemente
a retirar cualquier actitud, cualquier palabra que también hubiera sido molesta para el
señor presidente del Consejo de Ministros; pero le ruego considere que quien se ha
producido como yo me produje en mi discurso; quien ha comenzado por decir que entendía
que el Gobierno no debía ni siquiera contestarme; quien no quería pronunciamiento alguno
ni del Gobierno ni de la Cámara, sino que aportaba el modesto esfuerzo de sus luces para
que el Gobierno escuchara y, si le parecía, recogiera una opinión personal honradamente
formada, no merecía que su señoría le contestase diciendo que iba contra el interés
profundo de España. (El señor presidente del Consejo de Ministros: "No he
querido decir tal cosa".) Celebro mucho que el señor presidente no lo haya
querido decir. (El señor presidente del Consejo de Ministros: "Ni creo haberlo
dicho; pero si lo hubiera dicho, desde luego, lo retiro".) Muchísimo mejor. Por
si yo tampoco me hubiese expresado claramente al pronunciar mis primeras palabras, reitero
que no solicito el menor asentimiento de la Cámara ni del Gobierno hacia esta sugestión
que he hecho a título personal, como quien profesa honradamente una fe política. Ahora
el Gobierno, que no tiene por qué contestarme, ni probablemente que contestar a los
demás, sabrá qué es lo que hace en servicio de España. Todos le deseamos, amigos y no
amigos, que en el servicio de España acierte. |