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LA TRADICIÓN Y LA REVOLUCIÓN Que asistimos al final de una época es cosa que ya casi nadie, como
no sea por miras interesadas, se atreve a negar. Ha sido una época, esta que ahora
agoniza, corta y brillante; su nacimiento se puede señalar en la tercera década de]
siglo XVIII; su motor interno acaso se expresa con una palabra: el optimismo. El siglo XIX
desarrollado bajo las sombras tutelares de Snúth y Rousseau creyó, en
efecto, que dejando las cosas a si mismas producirían los resultados mejores, en lo
económico y en lo político. Se esperaba que el libre cambio, la entrega de la economía
a su espontaneidad, determinaría un bienestar indefinidamente creciente. Y se suponía
que el liberalismo político, esto es, la derogación de toda norma que no fuere aceptada
por el libre consenso de los más, acarrearía insospechadas venturas. Al principio los
hechos parecieron dar la razón a tales vaticinios: el siglo XIX conoció uno de los
periodos más enérgicos, alegres e interesantes de la Historia; pero esos periodos han
sido conocidos, en esfera más reducida, por todos los que se han resuelto a derrochar una
gran fortuna heredada. Para que el siglo XIX pudiera darse el gusto de echar los pies
por alto fue preciso que siglos y siglos anteriores almacenasen reservas ingentes de
disciplina, de abnegación y de orden. Acaso lo que se estime como gloria del siglo XIX
sea, por el contrario, la póstuma exaltación de aquellos siglos que menos se parecieron
al XIX, y sin los cuales el XIX no se hubiera podido dar el lujo de existir.
Lo cierto es que el brillo magnífico del liberalismo político y económico duró poco
tiempo. En lo político, aquella irreverencia a toda norma fija, aquella proclamación de
la libertad de crítica sin linderos, vino a parar en que, al cabo de unos años, el mundo
no creía en nada; ni siquiera en el propio liberalismo que le había enseñado a no
creer. Y en lo económico, el soñado progreso indefinido volvió un día,
inesperadamente, la cabeza y mostró un rostro crispado por los horrores de la
proletarización de las masas, del cierre de las fábricas, de las cosechas tiradas al
mar, del paro forzoso, del hambre.
Así, al siglo XX, sobre todo a partir de la guerra, se le llenó el alma del amargo
estupor de los desengaños. Los ídolos, otra vez escayola en las hornacinas, no le
inspiraban fe ni respeto. Y, por otra parte, ¡es tan difícil, cuando ya se ha perdido la
ingenuidad, volver a creer en Dios!
* * *
He aquí la tarea de nuestro tiempo: devolver a los hombres los sabores antiguos de la
norma y del pan. Hacerles ver que la norma es mejor que el desenfreno; que hasta para
desenfrenarse alguna vez hay que estar seguro de que es posible la vuelta a un asidero
fijo. Y, por otra parte, en lo económico, volver a poner al hombre los pies sobre la
Tierra, ligarle de una manera más profunda a sus cosas: al hogar en que vive y a la obra
diaria de sus manos. ¿Se concibe forma más feroz de existencia que la del proletario que
acaso vive durante cuatro lustros fabricando el mismo tornillo en la misma nave inmensa,
sin ver jamás completo el artificio de que aquel tornillo va a formar parte y sin estar
ligado a la fábrica más que por la inhumana frialdad de la nómina?
Todas las juventudes conscientes de su responsabilidad se afanan en reajustar el mundo.
Se afanan por el camino de la acción y, lo que importa más, por el camino del
pensamiento, sin cuya constante vigilancia la acción es pura barbarie. Mal podríamos
sustraernos a esa universal preocupación nosotros, los hombres españoles, cuya juventud
vino a abrirse en las perplejidades de la trasguerra. Nuestra España se hallaba, por una
parte, como a salvo de la crisis universal; por otra parte, como acongojada por una crisis
propia, como ausente de sí misma por razones típicas de desarraigo que no eran las
comunes al mundo. En la coyuntura, unos esperaban hallar el remedio echándolo todo a
rodar. (Esto de querer echarlo todo a rodar, salga lo que salga, es una actitud
característica de las épocas degeneradas; echarlo todo a rodar es más fácil que
recoger los cabos sueltos, anudarlos, separar lo aprovechable de lo caduco... ¿No será
la pereza la musa de muchas revoluciones?) Otros, con un candor risible, aconsejaban, a
guisa de remedio, la vuelta pura y simple a las antiguas tradiciones, como si la
tradición fuera un estado y no un proceso, y como si a los pueblos les
fuera más fácil que a los hombres el milagro de andar hacia atrás y volver a la
infancia.
Entre una y otra de esas actitudes se nos ocurrió a algunos pensar si no sería
posible lograr una síntesis de las dos cosas: de la revolución no como pretexto
para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica para volver a trazar todo con un
pulso firme al servicio de una norma y de la tradición no como remedio, sino
como sustancia; no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con
ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circunstancias. Fruto de esta
inquietud de unos cuantos nació la Falange. Dudo que ningún movimiento político haya
venido al mundo con un proceso interno de más austeridad, con una elaboración más
severa y con más 'auténtico sacrificio por parte de sus fundadores, para los cuales
¿quién va a saberlo como yo? pocas cosas resultan más amargas que tener que
gritar en público y sufrir el rubor de las exhibiciones.
* * *
Pero como por el mundo circulaban tales y cuales modelos, y como uno de los rasgos
característicos del español es su perfecto desinterés por entender al prójimo, nada
pudo parecerse menos al sentido dramático de la Falange que las interpretaciones
florecidas a su alrededor en mentes de amigos y enemigos. Desde los que, sin más ambages,
nos suponían una organización encaminada a repartir estacazos, hasta los que, con más
empaque intelectual, nos estimaban partidarios de la absorción del individuo por el
Estado; desde los que nos odiaban como a representantes de la más negra reacción, hasta
los que suponían querernos muchísimo para ver en nosotros una futura salvaguardia de sus
digestiones, ¡cuánta estupidez no habrá tenido uno que leer y oír acerca de nuestro
movimiento! En vano hemos recorrido España desgañitándonos en discursos; en vano hemos
editado periódicos; el español, firme en sus primeras conclusiones infalibles, nos
negaba, aun a título de limosna, lo que hubiéramos estimado más: un poco de atención.
* * *
Cierta mañana se me presentó en casa un hombre a quien no conocía: era Pérez de
Cabo, el autor de las páginas que siguen a este prólogo. Sin más ni más me reveló que
había escrito un libro sobre la Falange. Resultaba tan insólito el hecho de que alguien
se aplicara a contemplar el fenómeno de la Falange hasta el punto de dedicarle un libro,
que le pedí prestadas unas cuartillas y me las leí de un tirón, robando minutos a mi
ajetreo. Las cuartillas estaban llenas de brío y no escasas de errores. Pérez de Cabo,
en parte, quizá por la poca difusión de nuestros textos; en otra parte, quizá no
en vano es español, porque estuviera seguro de haber acertado sin necesidad de
texto alguno, veía a la Falange con bastante deformidad. Pero aquellas páginas estaban
escritas con buen pulso. Su autor era capaz de hacer cosas mejores. Y en esta creencia
tuve con él tan largos coloquios, que en las dos refundiciones a que sometió su libro lo
transformó por entero. Pérez de Cabo, contra lo que hubiera podido hacer sospechar una
impresión primera, tiene una virtud rara entre nosotros: la de saber escuchar y leer. Con
las lecturas que le suministré y con los diálogos que sostuvimos, hay páginas de la
obra que sigue que yo suscribiría con sus comas. Otras, en cambio, adolecen de alguna
imprecisión, y la obra entera tiene lagunas doctrinales que hubiera llenado una
redacción menos impaciente. Pero el autor se sentía aguijoneado por dar su libro a la
estampa, y ni yo me sentía con autoridad para reprimir su vehemencia, ni, en el fondo,
renunciaba al gusto de ver tratada a la Falange como objeto de consideración intelectual,
en apretadas páginas de letra de molde. El propio Pérez de Cabo hará nuevas salidas con
mejores pertrechos; pero los que llevamos dos años en este afán agridulce de la Falange
le agradecemos de por vida que se haya acercado a nosotros trayendo, como los niños un
pan, un libro bajo el brazo.
JOSË ANTONIO PRIMO DE RIVERA.
(Prólogo al libro ¡Arriba España! de J. Pérez de Cabo. Agosto de 1935) |