El pasado día 24, por la mañana, fui clasificado
definitivamente como bolchevique por innumerables personas de las que me dispensan el
honor de inquietarse por mi suerte. El motivo próximo de tal clasificación fue el
discurso pronunciado por mí la tarde antes en el Congreso, con ocasión de la reforma de
la Reforma Agraria. Dicho sea de paso, la mayor parte de los que fulminaron el anatema
contra mí no habían leído el discurso, sino algún lacónico extracto de la Prensa.
Aunque me esté mal el decirlo, mi retórica tiene, a falta de otras dotes, la de una
estimable concisión: extractado, se queda en los huesos, y resulta imposible de digerir.
Pero sería demasiado aspirar a que las personas, para juzgar discursos, se tomaran el
trabajo de leerlos. Con aquellos comprimidos era bastante para pronunciar la sentencia:
quien así hablaba no podía ser más que un bolchevique.
Ahora bien: ¿qué idea tienen de los bolcheviques mis detractores? ¿Piensan que el
bolcheviquismo consiste, antes que nada, en delimitar tierras y reinstalar sobre ellas a
un pueblo secularmente famélico? Pues se equivocan. El bolcheviquismo es en la raíz una
actitud materialista ante el mundo. El bolcheviquismo podrá resignarse a fracasar en los
intentos de colectivización campesina, pero no cede en lo que más importa: en arrancar
del pueblo toda religión, en destruir la célula familiar, en materializar la existencia.
Llega al bolcheviquismo quien parte de una interpretación puramente económica de la
Historia. De donde el antibolcheviquismo es, cabalmente, la posición que contempla al
mundo bajo el signo de lo espiritual. Estas dos actitudes, que no se llaman bolcheviquismo
ni antibolcheviquismo, han existido siempre. Bolchevique es todo el que aspira a lograr
ventajas materiales para sí y para los suyos, caiga lo que caiga; antibolchevique, el que
está dispuesto a privarse de goces materiales para sostener valores de calidad
espiritual. Los viejos nobles, que por la Religión, por la Patria y por el rey
comprometían vidas y haciendas, eran la negación del bolcheviquismo. Los que hoy, ante
un sistema capitalista que cruje, sacrificamos comodidades y ventajas para lograr un
reajuste del mundo, sin que naufrague lo espiritual, somos la negación del
bolcheviquismo. Quizá por nuestro esfuerzo, no tan vituperado, logremos consolidar unos
siglos de vida, menos lujosa, para los elegidos; pero que no transcurra bajo el signo de
la ferocidad y la blasfemia. En cambio, los que se aferran al goce sin término de
opulencias gratuitas, los que reputan más y más urgente la satisfacción de sus últimas
superfluidades que el socorro del hambre de un pueblo, esos intérpretes materialistas del
mundo, son los verdaderos bolcheviques. Y con un bolcheviquismo de espantoso refinamiento:
el bolcheviquismo de los privilegiados.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA.
(ABC, 31 de julio de 1935)