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MIENTRAS ESPAÑA DUERME LA SIESTA

¿Cuál habrá sido la impresión de cada uno de vosotros, camaradas estudiantes, al regresar a vuestras casas, acabado el curso? Durante muchos meses habéis vivido a diario la tensa existencia de la Falange; habéis llegado a entender la vida al través de una actitud completa, de un sentido total, aplicable a lo grande y a lo menudo; vuestra apostura se ha hecho al garbo de la camisa azul; habéis adquirido un vocabulario inconfundible. Y ahora volvéis a vuestras casas, en el campo, en la costa, en las pequeñas ciudades de provincia. Algunos hallaréis que el aliento de la Falange ha llegado hasta vuestras casas, y que en ellas vuestro lenguaje no disuena. Pero muchos, probablemente los más chocaréis con una cosa impalpable que os hará sentiros como forasteros en el contorno de vuestra infancia. Acaso habíais imaginado que, al compás de vuestro crecimiento interior, todo crecía por igual en todas partes. Y ahora, de pronto, descubrís que no, que todo sigue, allá, en los lugares nativos, tal como estaba antes que empezara para vosotros la gozosa iniciación de la Falange.

Quizá los que no vacilasteis en las ocasiones de mayor peligro empecéis a desfallecer al encontramos solos, lejos de todo camarada, entre un ambiente escéptico, cuando no hostil. Os acometerá el desaliento de pensar que todo lo que hacemos es inútil contra la sordera pétrea de España. Y no es imposible que en alguno comience a abrir mella el argumento que con más profusión usará, de seguro, contra la terquedad de la Falange, la socarronería lugareña:

–Eso del fascismo estaba bien en los tiempos de Azaña y los socialistas, cuando no se nos dejaba vivir. Pero ahora gobiernan las derechas y las cosas andan mucho mejor. Lo que necesitamos es paz, y ya vamos teniéndola.

Paz y siesta. Eso es lo que apetecen, como programa máximo, las tres cuartas partes de esta España que ha renunciado a la guerra en la Constitución y que ha perdido, estragada, el regusto antiguo de lo heroico. Para esas tres cuartas partes de España, la línea de vida nacional alcanzada, poco más o menos, el 13 de abril de 1931, estaba bastante bien. Estaría mejor aún si se rebajaran algo los impuestos y se redujera el servicio militar. Lo ocurrido a partir de 1931 fue como una especie de zarabanda diabólica en que todo se puso patas arriba; pero, pasado el barullo, la feliz alianza de los antielericales durmientes del partido radical con los antiguos luises de la C.E.D.A. promete un restablecimiento del orden, es decir, de lo que regía antes de Azaña. ¿Qué más puede pedirse? ¿No sois vosotros –os dirán– gente de orden? ¿No os organizabais militarmente para mantener el orden? Pues si ya lo tenéis asegurado por el Gobierno, no hacéis ninguna falta.

Si alguno vacila, ablandado por esos argumentos comodones, que acuda pronto con el alma a la comunidad de toda la Falange, tendida en cuerdas invisibles durante los meses de separación, al través de las tierras españolas. Y oirá cómo la voz entrañable de la Falange le dice:

–Todo eso es torpe palabrería de gentes cansadas y miopes. En primer lugar, ya verán, dentro de poco, el nublado que se les viene encima. Pero, en segundo lugar, nosotros no queremos vegetar en el orden antiguo. Bajo él España soportaba la humillación internacional, la desunión interna, la desgana de las empresas grandes, la incuria, la suciedad, la vida infrahumana de millones de seres.

Hoy mismo, bajo este sopor caliginoso en que todos los egoístas de España sólo aspiran a la siesta, hay pueblos y pueblos españoles abrasados, sin una hoja de árbol que temple la ferocidad del clima, en los que no es posible beber un vaso de agua que no sepa a sal o podredumbre. Y nada de eso puede remediarse a paso conservador –es decir, dentro del orden, del respeto a los derechos adquiridos y demás zarandajas–, sino metiendo el arado más profundo en la superficie nacional y sacando al aire todas las reservas, todas las energías, en un empuje colectivo que un entusiasmo formidable encienda y que una decisión de tipo militar ejecute y sirva. Hay que movilizar a España de arriba abajo, ponerla en pie de guerra. España necesita organizarse de un salto, no permanecer en cama como enfermo sin ganas de curar, entre los ungüentos y las cataplasmas de una buena administración.

He aquí, camaradas, cómo ahora más que nunca son necesarias las consignas de nuestra fe. Antes todavía, la incomodidad ahuyentaba el sueño de España; ahora nada cierra el paso al sopor. Todos los gusanos se regodean por adelantado, con la esperanza de encontrar otra vez a España dormida para recorrería, para recubrirla de baba, para devorarla al sol. Sea cada uno de vosotros un aguijón contra la somnolencia de los que os circundan. Esta común tarea de aguafiestas iluminados nos mantendrá unidos hasta que el otoño otra vez nos congregue junto a las hogueras conocidas. El otoño, que acaso traiga entre sus dulzuras la dulzura magnífica de combatir y morir por España.

(Haz, núm. 7, 19 de julio de 1935)


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