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ESPAÑA Y CATALUÑA (Discursos pronunciados
en el Parlamento el 30 de noviembre y el 11 de diciembre de 1934)
30 DE NOVIEMBRE DE 1934
El señor PRIMO DE RIVERA:
Estoy seguro, señores diputados, de que a ninguno de nosotros, porque amamos a
España, se nos puede ocurrir formular la más pequeña cosa que envuelva la menor sombra
de agravio para Cataluña; no es ésta la primera vez que hablo en esta sala de semejante
tema, y ya sabéis que dije siempre si es que tenéis la benevolencia de
recordarlo que hay muchas maneras de agraviar a Cataluña, como hay muchas maneras
de agraviar a todas las tierras de España, y una de las maneras de agraviar a Cataluña
es precisamente entenderla mal; es precisamente no querer entenderla.
Lo digo porque para muchos este problema es una mera simulación; para otros este
problema catalán no es más que un pleito de codicia: la una y la otra son actitudes
perfectamente injustas y perfectamente torpes. Cataluña es muchas cosas, mucho más
profundamente que un pueblo mercantil; Cataluña es un pueblo profundamente sentimental;
el problema de Cataluña no es un problema de importación y exportación; es un problema
dificilísimo de sentimientos.
Pero también es torpe la actitud de querer resolver el problema de Cataluña
reputándolo de artificial. Yo no conozco manera más candoroso, y aun más estúpida, de
ocultar la cabeza bajo el ala que la de sostener, como hay quienes sostienen, que ni
Cataluña tiene lengua propia, ni tiene costumbres propias, ni tiene historia propia, ni
tiene nada. Si esto fuera así, naturalmente, no habría problema de Cataluña y no
tendríamos que molestarnos ni en estudiarlo ni en resolverlo; pero no es eso lo que
ocurre, señores, y todos lo sabemos muy bien. Cataluña existe con toda su
individualidad, y muchas regiones de España existen con su individualidad, y si queremos
conocer cómo es España, y si queremos dar una estructura a España, tenemos que arrancar
de lo que España en realidad ofrece; y precisamente el negarlo, además de la torpeza que
antes os decía, envuelve la de plantear el problema en el terreno más desfavorable para
quienes pretenden defender la unidad de España, porque si nos obstinamos en negar que
Cataluña y otras regiones tienen características propias, es porque tácitamente
reconocemos que en esas características se justifica la nacionalidad, y entonces tenemos
el pleito perdido si se demuestra, como es evidentemente demostrable, que muchos pueblos
de España tienen esas características.
Por eso soy de los que creen que la justificación de España está en una cosa
distinta: que España no se justifica por tener una lengua, ni por ser una raza, ni por
ser un acervo de costumbres, sino que España se justifica por una vocación imperial para
unir lenguas, para unir razas, para unir pueblos y para unir costumbres en un destino
universal; que España es mucho más que una raza y es mucho más que una lengua, porque
es algo que se expresa de un modo del que estoy cada vez más satisfecho, porque es una
unidad de destino en lo universal.
Con sólo esto, veréis que en la posición que estoy sosteniendo no hay nada que
choque de una manera profunda con la idea de una pluralidad legislativa. España es así,
ha sido varia, y su variedad no se opuso nunca a su grandeza; pero lo que tenemos que
examinar en cada caso, cuando avancemos hacia esta variedad legislativa, es si está bien
sentada la base inconfundible de lo que forma la nacionalidad española; es decir, si
está bien asentada la conciencia de la unidad de destino. Esto es lo que importa, y es
muy importante repetirlo una y muchas veces, porque en este mismo salón se ha expuesto,
desde distintos sitios, una doctrina de las autonomías que yo reputo temeraria. Se ha
dicho que la autonomía viene a ser un reconocimiento de la personalidad de una región;
que se gana la autonomía precisamente por las regiones más diferenciadas, por las
regiones que han alcanzado la mayoría de edad, por las regiones que presentan caracteres
más típicos; yo agradecería y creo que España nos lo agradecería a todos
que meditásemos sobre esto: si damos las autonomías como premio de una diferenciación,
corremos el riesgo gravísimo de que esa misma autonomía sea estímulo para ahondar la
diferenciación. Si se gana la autonomía distinguiéndose con caracteres muy hondos del
resto de las tierras de España, corremos el riesgo de que al entregar la autonomía
invitemos a ahondar esas diferencias con el resto de las tierras de España. Por eso
entiendo que cuando una región solicita la autonomía, en vez de inquirir si tiene las
características propias más o menos marcadas, lo que tenemos que inquirir es hasta qué
punto está arraigada en su espíritu la conciencia de la unidad de destino; que si la
conciencia de la unidad de destino está bien arraigada en el alma colectiva de una
región, apenas ofrece ningún peligro que demos libertades a esa región para que, de un
modo o de otro, organice su vida interna.
¿Es éste el caso de Cataluña? Los que le concedieron el Estatuto debieron presumir
que sí. 0 los que le concedieron el Estatuto fueron traidores a España, sospecha para la
cual debiéramos todos tener nuestros motivos, o los que le concedieron el Estatuto
pensaron que la conciencia de la unidad de destino estaba tan arraigada en Cataluña que
el Estatuto no iba a ser nunca instrumento de disgregación y podía ponerse en sus manos
sin ningún peligro para la unidad. Ahora bien: aquello que, en el mejor caso, fue una
presunción de los que concedieron el Estatuto a Cataluña, ha sido evidentemente
destruido por la prueba en contrario. Los dos años de experiencia de Cataluña han sido
dos años de deshispanización, y si en dos años se avanzó lo que se avanzó en el
camino de la deshispanización, con el instrumento puesto en manos de los que ejercieron
el gobierno de Cataluña no es ya temerario, sino que, por el contrario, la presunción se
invierte, pensar que si dejamos entregado este Estatuto en manos semejantes (porque
ninguna garantía tenemos de que el pueblo catalán piense cambiar de directores),
probablemente comprometemos, ponemos en trance de pérdida definitiva, el sentido de la
unidad de destino nacional que debemos exigir arraigado en todas las tierras de España.
No hay en esto el más ligero agravio a Cataluña, la más pequeña sospecha para
aquellos catalanes en quienes suponemos que van a caer las riendas del Poder dentro del
territorio catalán. Pudiera ocurrir que sus promesas, más o menos tácitas, fueran
susceptibles después de diferentes interpretaciones; pudiera ocurrir que, contra todas
las previsiones optimistas, no fuera el Poder a sus manos y permaneciera en manos
semejantes a aquellas que tan mal lo ejercieron; mientras esto no esté esclarecido, yo
creo que nosotros, legisladores españoles, lo que tenemos que mantener por encima de todo
es la seguridad de que España no se nos va a ir entre los dedos; no podemos mantener vivo
el Estatuto de Cataluña. Por eso, modestamente, pienso votar la enmienda o voto
particular de don Honorio Maura, que preconiza su derogación.
Sobre esto se han planteado algunos escrúpulos constitucionales; se ha querido decir
que nosotros no podemos derogar el Estatuto de Cataluña; yo creo que, después de lo que
han dicho los señores Goicoechea y Bilbao, no puede quedar en nadie la menor sombra de
duda; pero, por si quedara, le recordaré que ya las Cortes Constituyentes se plantearon
este problema de la posible revocación del Estatuto por las Cortes mismas, y lo
resolvieron en el sentido que preconiza don Honorio Maura. Ayer nos lo recordaba el señor
presidente de la Comisión. Yo he tenido la curiosidad de refrescar esta tarde, con la
colección del Diario de Sesiones a la vista, lo que ocurrió en aquéllas los
días 23 y 25 de septiembre de 1931: la Comisión de Estatuto redactó el proyecto en su
artículo 11 aproximadamente en los mismos términos en que ahora está respecto a su
párrafo cuarto, o sea, diciendo que el Estatuto, una vez aprobado, formaba parte del
ordenamiento jurídico nacional. Se presentó una enmienda, suscrita en primer lugar por
el doctor Juarros, pidiendo que aquellas palabras "el ordenamiento jurídico" se
sustituyeran por "el ordenamiento constitucional"; defendió esta enmienda con
la elocuencia y la brillantez en él habituales y, además, con la preparación que nadie
le niega, el ilustre jurisconsulto andaluz, a la sazón presidente del Gobierno de la
República, don Niceto AlcaláZamora, y la defendió con todos los honores de la
solemnidad. Todos conoceréis y habéis admirado el estilo oratorio del señor
AlcaláZamora; ese estilo oratorio se refuerza en las ocasiones que él estima
solemnes por una serie de adornos y de trámites accesorios aquella tarde los trámites
accesorios culminaron en todos sus aspectos. Don Niceto AlcaláZamora habló, según
dijo el señor presidente de las Cortes, como diputado y no como presidente del Gobierno,
y era tan solemne el trance, a su juicio, que en su discurso dedicó un largo párrafo, de
por lo menos quinientas palabras, para aclarar si debía hablar desde el banco azul, desde
la tribuna o desde los bancos de su minoría; grave perplejidad que resolvió, según veo
en el texto del Diario de Sesiones, en el sentido de hablar desde los bancos de su
minoría para no dejar desamparados a los buenos amigos que en ellos le echaban de menos.
Pues bien; en un discurso rodeado de toda esa solemnidad, don Niceto AlcaláZamora,
con toda su elocuencia y autoridad, defendió ante la Cámara la enmienda del doctor
Juarros, y ni su elocuencia ni su autoridad consiguieron convencer a la Cámara; porque
retirado el dictamen, redactado de nuevo y vuelto al salón de sesiones, fue aprobado, en
25 de septiembre de 1931, en la forma en que hoy aparece en la Gaceta: "ordenamiento
jurídico" nacional, y ese ordenamiento abraza al Estatuto de Cataluña. Pues bien:
si después el Estatuto de Cataluña agrega, por su propia autoridad nada más, unos
cuantos trámites, unos cuantos requisitos que le protejan contra futuras revocaciones, yo
os digo que no veo construcción posible para que este artículo del Estatuto de Cataluña
adquiera una jerarquía constitucional diferente del Estatuto mismo; y si el Estatuto
entero forma parte del ordenamiento jurídico nacional, ¿cómo se va a destacar un
artículo de ese Estatuto para convertirse él solo en un ordenamiento constitucional
diferente? Esto no creo que admita vuelta de hoja; pero estoy seguro de que si la
admitiera no encontraríamos en el Derecho los resortes que el Derecho depara siempre para
que se corrijan sus propias infracciones. No hay un solo precepto en la ley que no esté
protegido por una construcción técnica; en este caso sería el recurso de
inconstitucionalidad contra la ley que nosotros dictáramos revocando el Estatuto de
Cataluña. Pues bien: yo invito a todos los juristas de todas las regiones españolas a
que construyan un recurso de inconstitucionalidad, fundado en no sé qué texto contra la
ley, si llega a serlo, que nosotros aprobemos esta tarde de acuerdo con el voto particular
del señor Maura.
Este considera que es el problema y en estos términos creo que lo tenemos que
resolver; no se nos puede oponer un escrúpulo constitucional, que en ningún caso sería
insuperable; no se nos puede oponer la promesa, la vaga probabilidad de que las nuevas
manos que van a administrar el Estatuto sean más seguras para España. Tenemos que
estudiar otra vez a Cataluña, tenemos que observar despacio a Cataluña con todo amor,
con toda inteligencia, pero sin prisa, sin soluciones prejuzgadas, para que veamos si
está bien afianzado en ella el sentido de la unidad en los destinos nacionales. Si lo
estuviera, ¿cómo íbamos a estar regateándole facultades para que organizara su vida
interna? Si lo estuviera, no habría siquiera problema de Estatuto; pero yo sé que no lo
está, por lo mismo que no lo está ahora en ninguna tierra de España; lo que nos enlaza
es la unidad de destino y si todos nos empeñamos en que España no tenga unidad de
destino, ¿en qué vamos a asegurar la permanencia de España? ¡Esto sí que tendríamos
que hacerlo antes de meternos a dar estatutos! ¡Dar a España una gran empresa, un gran
rumbo histórico! Pero esto señores, me parece que no es cosa que podamos hacer en esta
tarde ni en esta casa.
* * *
11 DE DICIEMBRE DE 1934
El señor PRIMO DE RIVERA:
Ya es perfectamente inútil explicar el voto; pero voy a usar de la palabra, aunque sea
para explicar el voto, porque quiero que conste, por mínima, por insignificante que sea
mi representación, una reprobación terminante de lo que acaba de hacer la Cámara.
Supongo que los señores diputados se habrán convencido por los dos argumentos que
tuvo la bondad de suministrarles el señor presidente del Consejo de ministros. Pues, con
todos los respetos al señor presidente del Consejo de ministros, el más insignificante
de los diputados tiene que reiterar aquí que los dos argumentos son inconscientes y
falaces.
El señor presidente del Consejo de ministros nos decía que, constitucionalmente, no
podemos derogar el Estatuto. Después de la discusión desarrollada aquí en estas tardes,
ni el más recalcitrante puede sostener que, con arreglo a la Constitución, no podemos
derogar el Estatuto. El artículo 51 de la Constitución nos confiere sin límites la
facultad de legislar. Para que esta facultad de legislar tuviera que someterse a un
límite u otro, tendría que establecerse en la propia Constitución. Imagine el señor
presidente del Consejo lo que pasaría si en cada una de las leyes que nosotros
aprobásemos añadiéramos un artículo que dijera: "Para derogar esta ley serán
precisos, en Cortes futuras, el ochenta por ciento de los votos." De esta forma
inmovilizaríamos nuestra soberanía en forma de que nadie podría modificarla. Las leyes
no alcanzan su justificación de sí mismas; las leyes alcanzan su justificación siempre,
de una norma superior en el orden jerárquico de las normas del Derecho. Este principio de
la unidad del orden jurídico está recibido por toda la humanidad civilizada. Las leyes
obligan como leyes porque nacen y porque alcanzan su fuerza de una norma suprema, que es
la Constitución, de igual manera que los reglamentos y las sentencias alcanzan su fuerza
de otra norma superior a ellos, que es la ley. De este encadenamiento no hay quien nos
saque. Una ley no puede señalarse a sí misma las condiciones para ser derogada, porque
entonces esa ley usurpa disposiciones y características que no residen en ella, sino que
residen en la norma siguiente de la escala del orden jurídico único, constitucional. (Muy
bíen.).
Pero además, señor presidente y por eso he dejado su segundo argumento para
una segunda consideración, nos decía su señoría que era injusto, no ya desde un
punto de vista estrictamente constitucional, sino desde un punto de vista de pura equidad,
de pura moral, que castigásemos a una región entera por haberse sublevado algunos de sus
órganos. ¿Es que el señor presidente del Consejo nos hace la ofensa de suponer que
ninguno de los que hemos pedido aquí la derogación del Estatuto se complace en el zafio
deleite de castigar a una región? ¿Es que cree el señor presidente que nosotros pedimos
castigo 0 mortificación o vejación para Cataluña? ¡Pero si hasta en la aplicación del
Derecho penal común se ha ahuyentado ya del ánimo de las gentes la idea del castigo!
¡Si hasta la norma penal ordinaria descansa sobre el supuesto de la defensa! ¿Ibamos
nosotros a ser tan rudos, tan miserables, que pidiéramos aquí una pena para Cataluña,
para la tierra española de Cataluña? Lo que pasa, señor presidente del Consejo de
Ministros, es que nosotros reputábamos norma de elemental prudencia política no entregar
un arma tan fuerte y tan poderosa como el Estatuto a una región en que no sabemos
suficientemente arraigado el sentido de la unidad nacional. El mismo señor presidente del
Consejo de Ministros, que ha dejado rezumar entre la construcción dialéctica de su
discurso muchas cosas profundas, muchos recuerdos hondos muy arraigados en su espíritu de
privilegio, nos ha dicho que se ha sentido forastero muchas veces en Cataluña. Pues si
ahora tuviera tiempo el señor presidente del Consejo de Ministros de ir a Cataluña, se
sentiría más forastero aún. No crea su señoría lo que le dicen de que hay una
reacción hispana en Cataluña. El pueblo catalán presenta una faz de melancolía de
vencido que no promete, ni mucho menos, una adhesión a la unidad hispana. El pueblo
catalán se siente dolorido en lo suyo, y no crea el señor presidente del Consejo de
Ministros que el pueblo catalán va a cambiar de representantes cuando de nuevo los elija.
Pero es que, además, sería muy poca la seguridad de que las próximas elecciones las iba
a ganar tal o cual partido. ¿Y si no las ganara? ¿Y si no ganara las siguientes? ¿Es
que cada cuatro, cada tres, cada dos años podemos poner a España en este trágico
experimento de comprometer su unidad? Pues en ese trágico experimento la pondremos si
devolvemos a Cataluña su Estatuto.
Señor presidente del Consejo de Ministros: el Estatuto lo dije el otro
día descansaba, o sobre una traición merecedora del fusilamiento por la espalda, o
sobre la presunción de que el alma de Cataluña estaba tan ganada para la unidad de
destino nacional, que esa unidad de destino no se arriesgaba con darle un instrumento más
o menos fuerte. Lo que ha ocurrido en los últimos días, lo que puede observarse a
cualquier hora, contradice y destruye esa presunción. Esto que hacemos ahora no es más
que un aplazamiento. En esto sigue el Gobierno la táctica, que ya va siendo en él
habitual, de demorar los problemas hasta que se olvidan, hasta que se pudren, hasta que
son reemplazados por la angustia de otros problemas nuevos que se nos imponen con la
realidad de su presencia. Esto no es más que una dilación. Dentro de algún tiempo
tendremos otra vez resucitado el Estatuto, después de esta comprobación de que en
Cataluña no está suficientemente afianzada la unidad de destino; será una repetición,
ya sin disculpa, de todos los riesgos, de todas las traiciones, de todas las crueldades
que han estado a punto de deshacer de nuevo la unidad de España. Ya es tarde para que os
diga esto. Ya habéis votado desechando la petición de que el Estatuto se derogase.
¡Bien! Os habéis retorcido el corazón una vez más; pero habrá un día en que España,
defraudada y exasperada, entre en este salón a retorcernos a todos el pescuezo. (Aplausos.) |