(Palabras pronunciadas
en el Parlamento el 9 de noviembre de 1934.)
El señor PRIMO DE RIVERA:
Que se una al dolor de la Cámara el doble homenaje de las palabras que he de decir,
que serán muy pocas, y el homenaje profundo, respetuoso, del silencio a que volveré en
seguida. El silencio es quizá el mejor tributo que podemos pagar a aquellas vidas
ejemplares como la de nuestro campanero Oreja Elósegui. Hay, por lo menos, dos facetas en
que nos brinda inagotables enseñanzas. Fue Marcelino Oreja, de una parte, el hombre de la
tarea callada de todos los días: fue, de otra parte, el hombre que durante la tarea
albergaba en su corazón un ideal de los más hondos, de los más completos y de los más
difíciles. Aquella existencia silenciosa fue sólo una tarea inacabable en un taller
pulcro y ordenado, iluminado apenas por una lucecita perenne, que era la luz de su ideal.
¡Bienaventuradas esas vidas que nos sirven de ejemplo hasta que llega el instante en que
la Suprema Providencia dispone que lo que era apenas resplandor se convierta en luz
inefable de gloria, y lo que era tarea de todos los días se convierta en inacabable
descanso! (Aplausos.)