Madrid, 24 de
septiembre de 1934.
Excelentísimo Sr.D. Francisco Franco.
Mi general: Tal vez estos momentos que empleo en escribirle sean la última oportunidad
de comunicación que nos quede; la última oportunidad que me queda de prestar a España
el servicio de escribirle. Por eso no vacilo en aprovecharla con todo lo que, en
apariencia, pudiera ella tener de osadía. Estoy seguro de que usted, en la gravedad del
instante, mide desde los primeros renglones el verdadero sentido de mi intención y no
tiene que esforzarse para disculpar la libertad que me tomo.
Surgió en mí este propósito, más o menos vago, al hablar con el ministro de la
Gobernación hace pocos días. Ya conoce usted lo que se prepara: no un alzamiento
tumultuario, callejero, de esos que la Guardia Civil holgadamente reprimía, sino un golpe
de técnica perfecta, con arreglo a la escuela de Trotsky, y quién sabe si dirigido por
Trotsky mismo (hay no pocos motivos para suponerlo en España). Los alijos de armas han
proporcionado dos cosas: de un lado, la evidencia de que existen verdaderos arsenales; de
otro, la realidad de una cosecha de armas risible. Es decir, que los arsenales siguen
existiendo. Y compuestos de armas magníficas, muchas de ellas de tipo más perfecto
que las del Ejército regular. Y en manos expertas que, probablemente, van a obedecer a un
mando peritísimo. Todo ello dibujado sobre un fondo de indisciplina social desbocada (ya
conoce usted el desenfreno literario de los periódicos obreros), de propaganda comunista
en los cuarteles y aun entre la Guardia Civil, y de completa dimisión, por parte del
Estado, de todo serio y profundo sentido da autoridad. (No puede confundirse con la
autoridad esa frívola verborrea del ministro de la Gobernación y sus tímidas medidas
policíacas, nunca llevadas hasta el final.) Parece que el Gobierno tiene el propósito de
no sacar el Ejército a la calle si surge la rebelión Cuenta, pues, con la Guardia Civil
y con la Guardia de Asalto. Pero, por excelentes que sean todas esas fuerzas, están
distendidas hasta el límite al tener que cubrir toda el área de España en la situación
desventajosa del que, por haber renunciado a la iniciativa, tiene que aguardar a que el
enemigo elija los puntos de ataque. ¿Es mucho pensar que en lugar determinado el equipo
atacante pueda superar en número y armamento a las fuerzas defensoras del orden? A mi
modo de ver, esto no era ningún disparate. Y, seguro de que cumplía con mi deber, fui a
ofrecer al ministro de la Gobernación nuestros cuadros de muchachos por si llegado el
trance quería dotarlos de fusiles (bajo palabra, naturalmente, de inmediata devolución)
y emplearlos como fuerzas auxiliares. El ministro no sé si llegó siquiera a darse cuenta
de lo que le dije. Estaba tan optimista como siempre, pero no con el optimismo del que
compara conscientemente las fuerzas y sabe las suyas superiores a las contrarias, sino con
el de quien no se ha detenido en ningún cálculo. Puede usted creer que cuando le hice
acerca del peligro las consideraciones que le he hecho a usted, y algunas más, se le
transparentó en la cara la sorpresa de quien repara en esas cosas por vez primera.
Al acabar la entrevista no se había entibiado mi resolución de salir a la calle
con un fusil a defender a España, pero sí iba ya acompañada de la casi seguridad de
que los que saliéramos íbamos a participar dignamente en una derrota. Frente a los
asaltantes del Estado español probablemente calculadores y diestros, el Estado español,
en manos de aficionados, no existe.
Una victoria socialista, ¿puede considerarse como mera peripecia de política
interior? Sólo una mirada superficial apreciará la cuestión así. Una victoria
socialista tiene el valor de invasión extranjera, no sólo porque las esencias del
socialismo, de arriba abajo, contradicen el espíritu permanente de España; no sólo
porque la idea de patria, en régimen socialista, se menosprecia, s no porque de modo
concreto el socialismo recibe sus instrucciones de una Internacional. Toda nación ganada
por el socialismo desciende a la calidad de colonia o de protectorado.
Pero además, en el peligro inminente hay un elemento decisivo que lo equipara a una
guerra exterior; éste: el alzamiento socialista va a ir acompañado de la separación,
probablemente irremediable, de Cataluña. El Estado español ha entregado a la
Generalidad casi todos los instrumentos de defensa y le ha dejado mano libre para preparar
los de ataque. Son conocidas las concomitancias entre el socialismo y la Generalidad.
Así, pues, en Cataluña la revolución no tendría que adueñarse del poder: lo tiene
ya. Y piensa usarlo, en primer término, para proclamar la independencia de Cataluña.
Irremediablemente, por lo que voy a decir. Ya que, salvo una catástrofe completa, el
Estado español podría recobrar por la fuerza el territorio catalán. Pero aquí viene lo
grande: es seguro que la Generalidad, cauta, no se habrá embarcado en el proyecto de
revolución sin previas exploraciones internacionales. Son conocidas sus concomitancias
con cierta potencia próxima. Pues bien: si se proclama la República independiente de
Cataluña, no es nada inverosímil, sino al contrario, que la nueva República sea
reconocida por alguna potencia. Después de eso, ¿cómo recuperarla?. El invadirla se
presentaría ya ante Europa como agresión contra un pueblo que, por acto de
autodeterminación, se había declarado libre. España tendría frente a sí no a
Cataluña, sino a toda la antiEspaña de las potencias europeas.
Todas estas sombrías posibilidades, descarga normal de un momento caótico,
deprimente, absurdo, en el que España ha perdido toda noción de destino histórico y
toda ilusión por cumplirlo, me ha llevado a romper el silencio hacia usted con esta larga
carta. De seguro, usted se ha planteado temas de meditación acerca de si los presentes
peligros se mueven dentro del ámbito interior de España o si alcanzan ya la medida de
las amenazas externas, en cuanto comprometen la permanencia de España como unidad.
Por si en esa meditación le fuesen útiles mis datos, se los proporciono. Yo, que
tengo mi propia idea de lo que España necesita y que tenía mis esperanzas en un proceso
reposado de madurez, ahora, ante lo inaplazable, creo que cumplo con mi deber
sometiéndole estos renglones. Dios quiera que todos acertemos en el servicio de España.
Le saluda con todo afecto, José Antonio Primo de Rivera. (Rubricado)