Ya hemos puesto bien en claro
hasta qué punto somos ajenos al problema de la Ley de Cultivos votada por el Parlamento
catalán. El mismo desacato a la sentencia del Tribunal de Garantías lo estimamos como un
acto de insolencia, pero no, en sí mismo, como un atentado al sentido nacional de
España. Se trata de un fenómeno de indisciplina jerárquica como el que se produciría
si un Sindicato de funcionarios se insolentase con el ministro. Nosotros estaríamos
frente a un acto así, pero no por exigencias del sentido nacional, sino por acatamiento a
nuestro concepto del Estado.
Ahora bien: lo grave empieza cuando la Generalidad de Cataluña, en trance de
granjearse la mayor popularidad posible entre los catalanes, elige un recurso sentimental
que añadir al problema de la Ley de Cultivos. Y no elige otro que éste: el de proclamar
que Cataluña está poco más o menos, en vísperas de una "guerra de la
independencia".
Es decir, se han dado tales alas al separatismo, que hoy el separatismo en Cataluña no
es un sentimiento clandestino, transportado en secreto como cosa prohibida, sino que es el
efecto retórico de primer uso, lanzado como la cosa más natural, para salvar situaciones
difíciles, incluso por las autoridades representantes allí del Estado español.
Puesta la cosa así, desnuda y fría, ante nuestros ojos, tendría que sacudirnos una
conmoción de arriba abajo si no hubiésemos perdido por entero la sensibilidad. En
España se emplea el sentimiento separatista a plena voz, como instrumento normal de
comunicación política, entre los gobernantes de Cataluña y sus gobernados.
A esos gobernantes así no sólo les ha entregado España gran parte de su hacienda y
el orden público, sino que les ha entregado lo que importa más: la formación del alma
de las generaciones nuevas. Horripila pensar cómo van a sentir la solidaridad española
esas generaciones nuevas educadas por quienes profesan sin embozo su insolidaridad.
Formar unidades ingentes, como la de España, es tarea de muchas generaciones al
servicio de un constante esfuerzo. La gloria difícil de una gran obra así pide el
sacrificio de siglos. Deshacerla es mucho más fácil: basta dejar que florezca en todas
las grietas el separatismo elemental, desintegrador, bárbaro en el fondo, para que todo
se venga abajo.
Pero eso ocurre si no se interpone la decisión resuelta de un pueblo, ya formado, que
quiere mantenerse a toda costa en su unidad y que se hallará entre sus juventudes gentes
dispuestas a mandar fusilar por la espalda, sin titubeo, racimos de traidores.
(F.E., núm. 14, 12 de julio de 1934)