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JUICIO SOBRE LA DICTADURA Y NECESIDAD DE LA REVOLUCION NACIONAL

(Discurso pronunciado en el Parlamento el 6 de junio de 1934)

El señor PRIMO DE RIVERA

Ya imaginará la Cámara que no tercio en este debate para añadir ningún dato a su aspecto económico. Era de presumir, y puede creer la Cámara que lo celebro mucho, que en este debate no se ciñe la polémica a estudiar las proposiciones del señor Calvo Sotelo en orden a la reducción de gastos; era de esperar que tampoco se ciñese a una crítica de la obra económica de la Dictadura; era de esperar, y yo lo celebraba muy de veras, que en este debate se hiciera, siquiera fuese en la forma sumaria, el juicio entero sobre lo que fue la Dictadura como fenómeno histórico y como fenómeno político. Y por eso, en este trance, tenía yo que pedir la palabra. No, como sospechaba el señor ministro de Hacienda, para cumplir un deber de piedad filial. Yo estoy seguro de que mi piedad filial sería respetada por todos vosotros; pero no tenía el menor motivo para pediros que la compartierais. Aquí no puedo hablar en nombre de ninguna piedad filial; tengo que hablar como miembro de una generación a la que ha tocado vivir después de la Dictadura y que, quiera o no quiera, tiene que enjuiciar con ojos serenos, y si le es posible, con altura histórica, el fenómeno de historia y de política constituido por la Dictadura. Así, pues, os ruego que, ya que os hago gracia de que me concedáis la benevolencia debida a mi situación filial, me concedáis esta otra benevolencia que es oír hasta el final lo que quiero deciros, y que procuraré que sea, en todo momento, objetivo en la medida más rigurosa.

No sé si recordaréis –porque este debate se ha extendido ya muy largamente– que yo pedí la palabra en el instante en que el señor ministro de Hacienda, en ocasión de atacar a la Dictadura, sostuvo la teoría, a su juicio de Derecho político, de que la Dictadura hubiese sido legalmente justificable si hubiese reunido tales o cuales requisitos que el señor ministro señalaba. En ese momento le pregunté yo: ¿Decía eso la Constitución del 76? El señor ministro de Hacienda me contestó con una áspera incongruencia, creyendo que yo, sin duda, trataba de molestarle. Y con motivo de esa áspera incongruencia hube de pedir la palabra. Porque cuando yo preguntaba eso al señor ministro de Hacienda no adoptaba ninguna actitud sentimental, sino simplemente aventuraba una teoría, ya defendida por mí en otras ocasiones –alguna bastante solemne, como fue el juicio de responsabilidad de la Dictadura en el Palacio del Senado–; aventuraba, digo, una teoría rigurosamente objetiva, rigurosamente jurídica, que consiste en afirmar esto: ni la Dictadura, ni la República, ni ningún hecho revolucionario se justifican, ni se han justificado nunca, con arreglo al orden jurídico anterior. Todo sistema político que existe en el mundo, sin ninguna excepción, ha nacido en pugna abierta con el orden político que regía. a su advenimiento; porque una de las cosas que no están incluidas en las facultades de los órdenes políticos es la facultad de testar. Por ejemplo, la República española, cuya legitimidad no creo que nadie vaya a poner en duda, no nació de las elecciones municipales del 12,de abril. Esto es totalmente absurdo, porque, dentro de un orden jurídico, ningún hecho –aunque sea tan solemne como unas elecciones municipales más o menos nutridas– puede tener otros efectos que los efectos que el orden jurídico asigna al hecho mismo, y en la Constitución del 76, entonces vigente, no se decía para nada que cuando un partido republicano o varios partidos republicanos ganasen una elección municipal el triunfo en esa elección municipal les autorizaría para implantar una República. Por eso, cuando el Comité revolucionario manifestó en la Gaceta el hecho de haberes adueñado del Poder, los señores que formaban el Comité revolucionario signaron su decreto de 15 de abril no a título de concejales electos, lo que hubiera sido perfectamente absurdo, sino a título de miembros del Comité revolucionario que revolucionariamente habían impuesto su poder al hecho público español, como consecuencia exorbitante de una elecciones municipales.

Esto es lo que ha ocurrido siempre cuando se ha subvertido un orden constitucional, y por eso la Dictadura, que subvirtió un orden constitucional, no tenía que justificarse por unos requisitos jurídicos, como sostenía el señor ministro de Hacienda. Sin que esto quiera decir –porque ése va a ser cabalmente mi argumento, si tenéis la benevolencia de seguir escuchando– que no tuviera que justificarse como hecho histórico, como hecho político. Ahora bien: todo hecho histórico, todo régimen histórico que se impone por un acto de violencia se puede considerar de dos modos, y esto es lo que yo creo que se ha perdido un poco de vista durante todo este debate a que venimos asistiendo: todo período histórico se puede considerar bien' como colección de anécdotas, de datos locales, de datos individuales, o bien como fenómeno total, desde el punto de vista total, en orden al propio destino que ese hecho histórico se asignó a sí mismo al advenir. Esto es lo que encuentro que ha olvidado toda la crítica que aquí se ha venido haciendo de la Dictadura.

La Dictadura se ha examinado por sus adversarios a la luz del detalle; la Dictadura se ha desmenuzado por sus adversarios en una serie de pequeños episodios de gestión, y justamente al situarse los adversarios en este terreno es cuando llevaban casi todas las de perder, porque precisamente en lo que la Dictadura superó a la mayor parte de los períodos con los que se la pueda comparar fue en lo honesto y eficaz de la gestión. Estoy seguro de que en cuanto vosotros me acompañéis un poco en este examen... (El señor Prieto Tuero: "Ya le contestarán ahí detrás a S.S. en cuanto a la superioridad y a la honestidad.") Yo espero que me contesten todos, y espero que tal vez me conteste el señor Prieto. (El señor Prieto Tuero: "Es posible, es posible." –Risas).

Si la dictadura se examina acto a acto, gestión a gestión, tiene, como todos los regímenes, una serie de errores; tiene, como todos los regímenes, indudablemente, alguna gestión en la que los más celosos gestores no pudieron tal vez evitar alguna cosa más o menos discutible. Que se me enseñe cualquier período de Gobierno que haya durado seis años al que no le ocurra lo propio. Esto es indiscutible. Ahora bien: la Dictadura, por ejemplo, aumentó la Deuda pública. En esto ya estamos todos y lo sabemos hasta la saciedad después de haber asistido a esta discusión. Sin embargo, no se puede negar que la Deuda pública fue aumentada en períodos anteriores, poco más o menos, en la misma medida, con una diferencia: que en períodos anteriores se atendía con el aumento de la Deuda a satisfacer los gastos diarios, a satisfacer la gestión normal del Estado, mientras que durante la Dictadura –y el propio señor Prieto lo reconoció una vez que habló de las obras hidráulicas en este mismo sitio– se acometieron empresas de una ambición que tal vez se pueda reputar de exagerada, pero que, desde luego, miraba a constituir la vida económica española sobre una base mucho más fuerte y mucho más amplia. Esto es evidente. La Dictadura se equivocó también en algún proceso de gestión; pero la Dictadura –y esto no lo podéis negar los que habéis tenido que administrar el Estado español a su caída– comunicó una eficacia y una seriedad a la máquina administrativa española que no tenía antes. No sé si era el señor Barcia quien recordaba, hace algunos días, cómo antes de la Dictadura las covachuelas, las dependencias de la Administración pública eran refugio de muchos funcionarios inexistentes, de muchos que no tenían de funcionarios sino la cualidad de figurar en las nóminas. La Dictadura –esto no lo podéis negar– concluyó con aquella burocracia de sainete, con aquella burocracia de verdadero enchufe. (El señor Trabal: "La burocracia de la monarquía.") Tenga la bondad de seguirme S.S., que creo que estoy manteniendo la discusión en unos términos bastante objetivos.

Iba diciendo que la Dictadura, evidentemente, llenó de una eficacia y de una seriedad a la Administración pública como no tenía antes de realizarse el hecho revolucionario del 13 de septiembre de 1923. Vosotros os habéis empeñado en discutir la Dictadura precisamente en esto, precisamente en los detalles de gestión, precisamente en aquello en que la Dictadura era más fuerte, y por eso os habéis metido, queráis o no queráis –y os ruego que me escuchéis, porque luego os diré otra cosa que tal vez os suene más agradable–, por eso os habéis metido en el callejón sin salida de los procesos por responsabilidad. Habéis tenido durante dos años los legajos donde creíais que se iban a descubrir las mayores monstruosidades, las mayores inmoralidades, y no habéis logrado descubrir nada, no habéis podido formular con justicia una sola acta de acusación.

En cambio, habéis logrado que una serie de gentes que estuvieron de buena fe al lado de la Dictadura, una serie de gentes que tenían motivo para sentir como propio el dolor que vosotros infligíais a la Dictadura con vuestras críticas, injustas muchas veces, siempre exageradas, no pudiera daros la razón como casi os la podemos dar ahora, en esta ocasión de sesión necrológica en que se van convirtiendo nuestras sesiones nocturnas, al deciros que en el instante en que reconocierais que la Dictadura, en general, fue un régimen de administración eficaz y honrada; en cuanto reconocierais eso, todos nosotros, lo mismo los que tenemos un deber filial a cuestas que los que no lo tienen; todos los que pertenecemos a esta generación salida a la vida política después del año treinta, os reconoceríamos que la Dictadura, como experiencia política, fue una experiencia frustrada.

Porque si os decía que un régimen revolucionario no puede nunca defender su legitimidad con arreglo a la legislación del régimen anterior; si os decía que un régimen revolucionario no se justifica nunca por su partida de nacimiento, os tengo que reconocer que un régimen revolucionario se justifica siempre por su hoja de servicios, y esta hoja de servicios, considerada bajo la especie de historia, no bajo especie de anécdota; esta hoja de servicios, considerada precisamente por un cotejo entre lo que se propone el régimen revolucionario al romper con el sistema anterior y lo que dejó tras sí al terminar su ciclo, Ese sí que es el verdadero fracaso de la Dictadura. La Dictadura rompió un orden constitucional que regía a su advenimiento, embarcó a la Patria en un proceso revolucionario y, por desgracia, no supo concluirlo. Al caer la Dictadura, poco más o menos, siquiera ya con la anemia de lo que está próximo a morir, renació alegremente el mismo sistema, con los mismos defectos, que se había encontrado la Dictadura al advenir el 13 de septiembre de 1923. Y esto aconteció porque la Dictadura estuvo encarnada –y ya veis que cuando hablo de este período histórico me desprendo bastante de todos los atractivos de la sangre– por un hombre verdaderamente extraordinario, por un hombre tan extraordinario que si no lo hubiera sido no hubiera podido mantenerse seis años en aquel equilibrio tan difícil.

La Dictadura, que estuvo encarnada, decía, en un hombre verdaderamente extraordinario, en un hombre –y estoy seguro de que no me lo negará ninguno– que tenía –lo ha dicho nada menos que Ortega y Gasset, que fue uno de sus adversarios más constantes– el alma cálida y, además, el espíritu templado y la cabeza clarísima; que tenía una facultad de intuición y de adivinación y de comprensión como muy pocos hombres, se encontró con una falta, sin la cual es imposible sacar un régimen adelante: a la Dictadura le faltó elegancia dialéctica.

Esto, en aquel momento, era completamente disculpable.

Ahora, en el mundo, se está poniendo en experiencia una serie de sistemas que han negado al punto de su madurez conceptual. En el año 1923 no se había construido del todo ninguna doctrina que fuera capaz de reemplazar a la doctrina liberal democrática burguesa de los Estados que entonces existían. Si consideráis que aquel general de 1923 siguió no más que en once meses a Mussolini, os asombraréis de que tuviera que adivinar todas las bases conceptuales de un sistema, cuando ese mismo sistema ha tardado diez o doce atrios en llegar a producir la bibliografía con que ahora se justifica a posteriori. El general Primo de Rivera se encontró sin aquello; tenía que ir adivinando la razón íntima de cada uno de sus actos, y la fue adivinando durante seis años, poco menos que milagrosamente; pero, por desgracia, ningún régimen se sostiene si no consigue reclutar a su alrededor a la generación joven en cuyo momento nace, y para reclutar a una generación joven hay que dar con las palabras justas, hay que dar con la fórmula justa de la expresión conceptual. Esto no lo logró el general Primo de Rivera, ni podía lograrse en aquel momento, y por eso los intelectuales, que es muy posible que se hubieran entendido con él cinco años más tarde, no le entendieron, por culpa de los intelectuales y por Culpa del general Primo de Rivera. Es posible que el general Primo de Rivera hubiese podido encontrar un poco más a tiempo el tono intelectual, el tono dialéctico de los intelectuales; también es evidente que los intelectuales, precisamente por serlo, estaban obligados a haber adivinado un poco más. Los intelectuales no le entendieron y le volvieron la espalda: con los intelectuales se le volvió la juventud, y entonces el general Primo de Rivera se encontró en esta tragedia terrible, de la que yo también he hablado otra vez, en que se encuentra casi todo el que emprende en España un proceso de transformación política o un proceso de profunda influencia social; al general Primo de Rivera –descarto unos cuantos colaboradores leales e inteligentes– no le entendieron los que supieron que le querían y no le quisieron los que podían haberle entendido.

Es decir: que si los intelectuales, que estaban apeteciendo desde hacía mucho tiempo la transformación revolucionaria de España desde abajo o desde arriba, le hubieran entendido, la revolución se hubiera podido hacer. Aquéllos no le entendieron y, en cambio, le quisieron los que, por una razón o por otra, no tenían el menor deseo de hacer ninguna revolución. El general Primo de Rivera estoy seguro que lo percibió tan claro, que ésa fue la tragedia que esterilizó sus dos últimos años de la Dictadura, y ésa fue la tragedia grande y respetable, y tan auténtica, que le costó no menos que la vida al ver el fracaso esencial de su obra.

La revolución que tenía que haber hecho la Dictadura era ésta: España, desde hace mucho tiempo, lleva una vida chata, una vida pobre, una vida triste, oprimida entre dos losas que todavía no ha conseguido romper: por arriba, la falta de toda ambición histórica, la falta de todo interés histórico; por abajo, la falta de una profunda justicia social. La falta de interés histórico, que nos viene del pesimismo de treinta o cuarenta años, de no encontrar un interés que nos ligue a todos en el esfuerzo por una misma causa La falta de justicia social nos viene de que si bien nosotros nos hemos librado hasta ahora –y no dejaremos de bendecir esa circunstancia– de los horrores de la gran industria, de la gran industria que ha desencadenado sobre el mundo una de las mayores crisis, en cambio, tenemos que reconocer que nuestra vida agraria, la de nuestras ciudades pequeñas y nuestros pueblos, es absolutamente inhumana e indefendible. España, que tiene una superficie sobrada para poder sostener cuarenta millones de habitantes, por una distribución absurda de la propiedad territorial, y por un retraso inconcebible en las obras de riego, mantiene un régimen en que dos millones de familias, por lo menos, viven en Condiciones inferiores a la de los animales domésticos y casi a la de los animales salvajes. Yo soy, por ejemplo, diputado por una provincia andaluza; en el período electoral tuve que ir a un pueblo que se llama Prado del Rey con mi compañero Francisco Moreno; cuando llegamos a aquel pueblo, donde creo que jamás se había aventurado nadie, ni siquiera en trance de propaganda electoral, diluviaba, Las calles eran una especie de torrentera sobre las cuales se abrían Linos cubiles inferiores a los cubiles donde se aloja a las bestias en las granjas. Había gentes allí que no tenían la menor noticia de lo que era la cultura, la convivencia humana, la comodidad ni la sanidad. Como era un día crudo, nosotros íbamos en automóviles, y, como es natural, llevábamos nuestros abrigos. Cuando intentamos hacer propaganda electoral, las gentes de Prado de¡ Rey salieron de sus casas y nos empezaron a tirar piedras. Yo os aseguro que en lo profundo de mi corazón deseaba que no me diera en la nuca ninguna; pero os aseguro que en lo profundo de mi corazón reconocía que nosotros, que íbamos en automóviles, que llevábamos abrigos relativamente agradables, suscitábamos todas las disculpas para que aquella gente de Prado del Rey nos tirase en la nuca todas sus piedras.

Pues bien: esto de que en España se viva así; esto de que no tenga ningún interés histórico que cumplir en la vida universal y esté manteniendo por debajo un régimen social totalmente injusto, es lo que hace que España tenga todavía pendiente su revolución. Y como el pueblo instintivamente lo conoce cuando llegó el 13 de septiembre de 1923 creyó que iban a romperse por arriba y por abajo estas dos losas que mantienen chata, pobre y triste la vida de España. Por eso el pueblo estuvo al lado del experimento revolucionario del 13 de septiembre de 1923, y si falló la Dictadura, falló, no porque tramitase mal los expedientes, no porque amparase ningún negocio deshonesto, que todos sabéis de sobra que a sabiendas no los amparó, sino que –ya veis que esto lo podemos decir sin ofendernos para nada unos a otros– fracasó trágica y grandemente porque no supo realizar su obra revolucionaria.

Ved cómo dejo a un lado todo género de afectos, y me desprendo de toda pasión, que sería disculpable, para examinar desde este punto de vista la obra y el fracaso de la Dictadura.

Poro comprenderéis también que no tendría mi disertación ningún objeto si se ciñera a ser un ensayo más o menos literario sobre un proceso histórico que ya pasó. Si estos debates tienen alguna utilidad, la tienen en cuanto pueden servirnos de enseñanza para las cosas que han venido después y creo que es bastante útil aprovechar esa enseñanza en este instante en que estamos viendo cómo la revolución del 14 de abril de 1931 se está metiendo en la misma vía muerta en que se metió la revolución del 13 de septiembre de 1923. (El señor Trabal: "¿Dónde está el responsable de la vía muerta?")

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El señor PRIMO DE RIVERA:

El 14 de abril de 1931 se produjo un fenómeno de alegría popular semejante al del 13 de septiembre de 1923. El 14 de abril de 1931 se derrumbó una institución milenaria; estoy seguro de que todos vosotros habéis de respetar a los que en aquel trance sintieron, doloridamente, en su corazón la tristeza porque cayese una institución varias veces secular y que, en muchos instantes, había dado a España momentos de gloria. Pero, aparte de esto, aparte de este dolor que podía separar a unos cuantos de la alegría de los más, el 14 de abril se desencadenó sobre España la misma especie de alegría que se había desencadenado el 13 de septiembre de 1923. (Rumores. Varios señores diputados pronuncian palabras que no se perciben.) Mis interruptores tendrán demasiadas ganas de discutir una noción de cantidad y yo estoy hablando de una noción de calidad, y por eso digo la misma especie de alegría, porque lo que llenaba de alegría a quienes estaban alegres en aquella fecha, era la esperanza de que otra vez nos poníamos en trance de que se rompiese por arriba la lápida de la falta de ambición y de misión histórica, y por abajo la lápida de la falta de justicia social. La revolución del 14 de abril parecía prometer, en cuanto a lo histórico, la devolución a España de un interés y de una empresa comunes. En realidad, no se podrá saber bien, muy bien, cuál era esa empresa; pero la revolución del 14 de abril tuvo la suerte de tener buena música. El señor Gil Robles cree que la música no es necesaria para los movimientos políticos. Nunca se ha hecho un movimiento político interesante sin buena música, y la revolución del 14 de abril la tuvo; tuvo especialmente buena... (El señor Trabal: "El himno de Riego". –Risas.) No el himno de Riego, sino la excelente música que se contenía, sobre todo, en aquel memorable manifiesto de Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala. Aquel manifiesto, que estaba escrito en la mejor prosa de estos maestros de la prosa, hablaba de poner proa a toda máquina hacia nuevos rumbos, de unirnos a todos en una empresa nueva, transparente y envidiable.

Así decía, poco más o menos, porque cito de memoria. (El señor Menéndez., don Teodomiro: "Musicalmente era una murga, ¡no le quepa duda a S.S.!" –Risas.) No sé lo que sería musicalmente; pero aquella música fue la que decidió a la mayor parte de los electores del 12 de abril; daba la esperanza de que, en efecto, habíamos encontrado un nuevo rumbo que pudiera atraernos a embarcar juntos a todos. Y después, en cuanto al fondo social, la revolución del 14 de Abril trajo no menos que esto, y esto sí que era su aportación más profunda y más interesante: la incorporación de los socialistas a una obra de Gobierno no exclusivamente proletaria. Esta sí que era una posición interesante; los socialistas, por una vez, interrumpían su rumbo de movimiento exclusivamente proletario, y se matriculaban en un movimiento que tenía todo un aire nacional. Era de esperar –seguramente en lo instintivo, esto justificaba la alegría del 14 de abril– que se recobrase, con la cooperación de los socialistas, desligados de un interés de clase únicamente, ese ímpetu, ese sentido, esa solidaridad nacional que nos venía faltando desde hacía tiempo.

Pues bien: las promesas del 14 de abril se han quedado tan incumplidas como se quedaron incumplidas las promesas del 13 de septiembre. Primero, por culpa de los primeros Gobiernos de la República; porque aquellos Gobiernos tuvieron en su mano la ocasión magnífica de haber podido hacer la revolución entera y de haber podido hacerla sin rencor; de haber hecho una revolución para todos, la, revolución que estaba haciendo falta a todos. Sin embargo, no se sabe por qué –esto no lo podréis negar ninguno–, prefirieron entretenerse en hacer, en parte, una legislación de castas, en sustanciar pequeños procesos, cuando no hay nada que desgasté a un régimen como el tratar de esclarecer las responsabilidades de los regímenes anteriores; se entretuvieron en buscar todas las pequeñas cosas que podían dividir a un pueblo que había estado unido, como raras veces, en aquel 14 de abril de 1931, donde muy pocos se abstuvieron de la alegría.

Pero resulta que, después de esta experiencia, cuando después de este período parecía que se desistía de tirar por la ventana, como se había venido tirando, el sentido nacional de la República, cuando pasamos el período en que la República se empeñó, por todos los medios, en resultar antinacional tenemos que ahora la República deja de ser rencorosa pero tira por la ventana no menos que la otra mitad de su contenido, todo el contenido social que parecía justificarla. Porque resulta que en este instante habéis prescindido de los socialistas y estáis derogando una serie de leyes sociales que podrán ser buenas o podrán ser malas, pero no hacéis ninguna en cambio. Este es el momento en que mantenéis, a todo trance, el principio de autoridad, éste es el momento que destituís los Ayuntamientos socialistas, y muchas veces lo haréis con razón; pero éste es el momento en que la República se está gobernando exactamente en el mismo tono conservador con que se gobernaba en el año 1921. Ya comprenderéis que por ningún motivo tengo yo ganas de ver una revolución por las calles; no creo que sea preciso para nada que organicemos alborotos callejeros; pero me parece que si la República no lleva a cabo esa revolución social que había prometido, si no se lleva a cabo con la tranquilidad y la serenidad de los que Gobiernan, la República no justifica, ni poco ni mucho, el hecho de estar en este instante gobernando.

Y si no, decidme si encontráis mucha diferencia –con todo respeto para las personas, que son en su mayoría intachables, como lo eran aquéllas– entre toda esa zona conservadora de las mejores costumbres, de los más pacíficos deseos, que sostienen el Gobierno actual de la República y la Unión Patriótica que sostenía el Gobierno de la Dictidura. (Rumores.)

El señor PRESIDENTE:

La Presidencia está en el deber ineludible de advertir al señor Primo de Rivera que la sesión es improrrogable y que debe terminar a la una menos cuarto.

El señor PRIMO DE RIVERA:

Con los cinco minutos que me quedan, y tres que me va al regalar el señor presidente, espero poner fin a mi discurso.

Yo quiero decir todo esto, y celebro que mis palabras, en vez de haber servido para excitar a nadie, hayan tenido una especie de cordialidad sobre todos. Tenía que decir todo esto, para rogaros que entendáis cómo una juventud, que en este momento está desencuadrada de los partidos gobernantes y de los partidos de la oposición, no lo está porque tenga, como vosotros nos decís algunas veces, el prurito de lugar a los señoritos fascistas. No hoy nada más lejos de nuestro propósito. Cuando se llega, como veis, a una posición política, al través de este camino bastante dramático que yo he tenido que seguir, de este camino donde he tenido que ir sufriendo muchas cosas en lo más vivo de mi intimidad, no se sale al mundo exterior, no deja uno su tranquilidad, su vocación, sus medios normales de vida, la posibilidad de cultivar el espíritu, la posibilidad de vivir fuera del ruido, en ese silencio de donde se sacan las únicas obras fecundas; no se sale de todo eso, digo para darse el gusto de levantar el brazo por ahí y para fomentar el humor del señor ministro de la Gobernación, que, de cuando en cuando, le pone a uno una multa. No se hice para eso. Se hace porque nuestra generación, que tiene tal vez por delante treinta o cuarenta años de vida, no se resigna a seguir otra vez viviendo en aquella capa chata incluida entre una falta de interés histórico y una falta de justicia social. Ya están otra vez designadas estas dos misiones. Tenemos un Gobierno que no es rencoroso, pero que tampoco es revolucionario. y tenemos, por el otro lado, a vosotros los socialistas devueltos a vuestro interés de clase y desligados de aquella misión nacional que en un momento asumisteis.

No hace mucho tiempo hablaba aquí don Fernando de los Ríos de la obra de las Misiones españolas; poco después me hablaba a mí en los pasillos de la congoja con que él había seguido en América el rastro de los conquistadores españoles; y yo le decía a don Fernando de los Ríos: el día en que estas cosas que usted nos dice, el día en que esta emoción española que usted pone cuando habla con nosotros las trasladen ustedes a los Sindicatos obreros, entonces ya no habrá nadie que se atreva a ponerse en el camino del partido Socialista; porque si el partido Socialista suscita enemigos, y tal vez los va a suscitar más cada día, pues las juventudes socialistas se alejan de este sentido nacional, es por que el partido socialista se empeña en arriscarse en una interpretación marxista, antinacional, absolutamente fría ante la vida española. El día en que el partido Socialista asumiera un destino nacional, como el día en que la República, que quiere ser nacional, recogiera el contenido socialista, ese día no tendríamos que salir de nuestras casas a levantar el brazo ni a exponernos a que nos apedreen, y, a lo que es más grave, a que nos entiendan mal; el día en que eso sucediera, el día en que España recobrara la misión de estas dos cosas juntas, podéis creer que la mayoría de nosotros nos reintegraríamos pacíficamente a nuestras vocaciones.

Y si esta noche de sesión, como dije antes, casi necrológica; si este debate, donde he tenido que oír algunas cosas tristes, no muchas, porque habéis tenido casi siempre la delicadeza de evitarlas; si este debate sirviese para que diésemos por liquidada, por sustanciada con una especie de cancelación respetuosa, histórica y objetiva, la obra de la Dictadura, con el reconocimiento de todos sus servicios, con el reconocimiento de todas sus honestidades, con el reconocimiento de aquel sacrificio admirable de quien la encarnó, y sirviera para que nos agrupásemos otra vez, en lugar de estar tiroteándonos unos a otros, en este deseo de hacer juntos una obra española y una obra social profunda, yo os aseguro que, no en nombre mío, que esto es lo menos importante, sino en nombre de aquel que ya no puede hablar, pero que lo hubiera sentido igual que yo, daría por muy bien pasadas todas las injusticias y todas las amarguras. (Muy bien. Aplausos.)

"Se levanta la sesión."

Eran las doce y cuarenta y cinco minutos.


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