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DISCURSO DE PROCLAMACION DE FALANGE ESPAÑOLA DE LAS
J.0.N.S. (Discurso
pronunciado en el Teatro Calderón de Valladolid, el día 4 de marzo de 1934)
Aquí no puede haber aplausos ni vivas para Fulano ni para Mengano. Aquí nadie es
nadie, sino una pieza, un soldado en esta obra, que es la obra nuestra y de España.
Puedo asegurar al que me dé otro viva que no se lo agradezco nada. Nosotros no sólo
no hemos venido a que nos aplaudan, sino que casi os diría que no hemos venido a
enseñaros. Hemos venido a aprender.
Tenemos mucho que aprender de esta tierra y de este cielo de Castilla los que vivimos a
menudo apartado de ellos. Esta tierra de Castilla, que es la tierra sin galas ni
pormenores; la tierra absoluta, la tierra que no es el color local, ni el río, ni el
lindero, ni el altozano. La tierra que no es, ni mucho menos, el agregado de unas cuantas
fincas, ni el soporte de unos intereses agrarios para regateados en asambleas, sino que es
la tierra; la tierra como depositaria de valores eternos, la austeridad en la conducta, el
sentido religioso en la vida, el habla y el silencio, la solidaridad entre los antepasados
y los descendientes.
Y sobre esta tierra absoluta, el cielo absoluto.
El cielo tan azul, tan sin celajes, tan sin reflejos, verdosos de frondas terrenas, que
se dijera que es casi blanco de puro azul. Y así Castilla, con la tierra absoluta y el
cielo absoluto mirándose, no ha sabido nunca ser una comarca; ha tenido que aspirar,
siempre, a ser Imperio. Castilla no ha podido entender lo local nunca; Castilla sólo ha
podido entender lo universal, y por eso Castilla se niega a sí misma, no se fija en
dónde concluye, tal vez porque no concluye, ni a lo ancho ni a lo alto. Así Castilla,
esa tierra esmaltada de nombres maravillosos Tordesillas, Medina del Campo, Madrigal
de las Altas Torres, esta tierra de Chancillería, de ferias y castillos, es decir,
de Justicia, Milicia y Comercio, nos hace entender cómo fue aquella España que no
tenemos ya, y nos aprieta el corazón con la nostalgia de su ausencia.
Porque si nosotros nos hemos lanzado por los campos y por las ciudades de España con
mucho trabajo y con algún peligro, que esto no importa, a predicar esta buena nueva, es
porque, como os han dicho ya todos los camaradas que hablaron antes que yo, estamos sin
España. Tenemos a España partida en tres clases de secesiones: los separatismos locales,
la lucha entre los partidos y la división entre las clases.
El separatismo local es signo de decadencia, que surge cabalmente cuando se olvida que
una Patria no es aquello inmediato, físico, que podemos percibir hasta en el estado más
primitivo de espontaneidad. Que una Patria no es el sabor del agua de esta fuente, no es
el color de la tierra de estos sotos: que una Patria es una misión en la historia, una
misión en lo universal. La vida de todos los pueblos es una lucha trágica entre lo
espontáneo y lo histórico. Los pueblos en estado primitivo saben percibir casi
vegetalmente las características de la tierra. Los pueblos, cuando superan este estado
primitivo, saben ya que lo que los configura no son las características terrenas, sino la
misión que en lo universal los diferencia de los demás pueblos. Cuando se produce la
época de decadencia de ese sentido de la misión universal, empiezan a florecer otra vez
los separatismos, empieza otra vez la gente a volverse a su suelo, a su tierra, a su
música, a su habla, y otra vez se pone en peligro esta gloriosa integridad, que fue la
España de los grandes tiempos.
Pero, además, estamos divididos en partidos políticos. Los partidos están llenos de
inmundicias; pero por encima y por debajo de esas inmundicias hay una honda explicación
de los partidos políticos, que es la que debiera bastar para hacerlos odiosos.
Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre
los hombres una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y los hombres cumplen su misión en la
vida. Estos pueblos y estos hombres, antes de nacer los partidos políticos, sabían que
sobre su cabeza estaba la eterna verdad, y en antítesis con la eterna verdad la absoluta
mentira. Pero llega un momento en que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la
verdad son categorías absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por
los votos, y entonces se puede decidir a votos si la Patria debe seguir unida o debe
suicidarse, y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en bandos, hacen
propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal sobre
una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel en los cuales se dice si Dios existe o no
existe y si la Patria se debe o no se debe suicidar.
Y así se produce eso que culmina en el Congreso de los Diputados.
Yo he venido aquí, entre otras razones, para respirar este ambiente puro, pues tengo
en mis pulmones demasiados miasmas del Congreso de los Diputados. ¡Si vierais vosotros,
en esta época de tantas inquietudes, de tantas angustias: si vosotros, los que vivís en
el campo, los que labráis el campo, vierais lo que es aquello! Si vierais, en aquellos
pasillos, los corros formados por lo más conocido y viejo haciendo chistes! ¡Si vierais
que el otro día, cuando se discutía si un trozo de España se desmembraba, todo eran
discursos de retórica leguleya sobre si el artículo tantos o el artículo cuantos de la
Constitución, sobre si el tanto o el cuanto por ciento del plebiscito autorizaba el
corte! ¡Y si hubierais visto que cuando un vasco, muy español y muy vasco, enumeraba las
glorias españolas de su tierra, hubo un sujeto, sentado en los bancos que respaldaban al
Gobierno del señor Lerroux, que se permitió tomar la cosa a broma y agregar
irónicamente el nombre de Uzcudum a los nombres de Loyola y Elcano!
Y por si nos faltara algo, ese siglo que nos legó el liberalismo, y con él los
partidos del Parlamento, nos dejó también esta herencia de la lucha de clases. Porque el
liberalismo económico dijo que todos los hombres estaban en condiciones de trabajar como
quisieran: se había terminado la esclavitud; ya, a los obreros no se los manejaba a
palos; pero como los obreros no tenían para comer sino lo que se les diera, como los
obreros estaban desasistidos, inermes frente al poder del capitalismo, era el capitalismo
el que señalaba las condiciones, y los obreros tenían que aceptar estas condiciones o
resignarse a morir de hambre. Así se vio cómo el liberalismo, mientras escribía
maravillosas declaraciones de derechos en un papel que apenas leía nadie, entre otras
causas porque al pueblo ni siquiera se le enseñaba a leer; mientras el liberalismo
escribía esas declaraciones, nos hizo asistir al espectáculo más inhumano que se haya
presenciado nunca: en las mejores ciudades de Europa, en las capitales de Estados con
instituciones liberales más finas, se hacinaban seres humanos, hermanos nuestros, en
casas informes, negras, rojas, horripilantes, aprisionados entre la miseria y la
tuberculosis y la anemia de los niños hambrientos, y recibiendo de cuando en cuando el
sarcasmo de que se les dijera como eran libres y, además, soberanos.
Claro está que los obreros tuvieron que revolverse un día contra esa burla, y tuvo
que estallar la lucha de clases. La lucha de clases tuvo un móvil justo, y el socialismo
tuvo, al principio, una razón justa, y nosotros no tenemos para qué negar esto. Lo que
pasa es que el socialismo, en vez de seguir su primera ruta de aspiración a la justicia
social entre los hombres, se ha convertido en una pura doctrina de escalofriante frialdad
y no piensa, ni poco ni mucho, en la liberación de los obreros. Por ahí andan los
obreros orgullosos de sí mismos, diciendo que son Marxistas. A Carlos Marx le han
dedicado muchas calles en muchos pueblos de España, pero Carlos Marx era un judío
alemán que desde su gabinete observaba con impasibilidad terrible los más dramáticos
acontecimientos de su época. Era un judío alemán que, frente a las factorías inglesas
de Mánchester, y mientras formulaba leyes implacables sobre la acumulación del capital;
mientras formulaba leyes implacables sobre la producción y los intereses de los patronos
y de los obreros, escribía cartas a su amigo Federico Engels diciéndole que los obreros
eran una plebe y una canalla, de la que no había que ocuparse sino en cuanto sirviera
para la comprobación de sus doctrinas.
El socialismo dejó de ser un movimiento de redención de los hombres y pasó a ser,
como os digo, una doctrina implacable, y el socialismo, en vez de querer restablecer una
justicia, quiso llegar en la injusticia, como represalia, a donde había llegado la
injusticia burguesa en su organización. Pero, además, estableció que la lucha de clases
no cesaría nunca, y, además, afirmó que la Historia ha de interpretarse
materialistamente; es decir, que para explicar la Historia no cuentan sino los fenómenos
económicos. Así, cuando el marxismo culmina en una organización como la rusa, se les
dice a los niños, desde las escuelas, que la Religión es un opio del pueblo; que la
Patria es una palabra inventada para oprimir, y que hasta el pudor y el amor de los padres
a los hijos son prejuicios burgueses que hay que desterrar a todo trance.
El socialismo ha llegado a ser eso. ¿Creéis que si los obreros lo supieran sentirían
simpatías por una cosa como ésa, tremenda, escalofriante, inhumana, que concibió en su
cabeza aquel judío que se llamaba Carlos Marx?
Cuando el mundo estaba así, cuando España estaba así, salimos a la vida de España
los que tenemos alrededor de treinta años. Pudo atraernos el aceptar aquel sistema y
empujarnos a los corrillos del Congreso, o bien el lanzamos a excesos que agravaran y
envenenaran más todavía a las masas proletarias en su lucha de clases. Eso era muy
fácil, y a primera vista tenía sus ventajas. Cualquiera de nosotros que se hubiera
alistado en el partido republicano conservador, en el partido radical, en el liberal
demócrata o en Acción Popular, sería fácilmente ministro, porque como tenemos crisis
cada quince días, y siempre salen ministros nuevos, hay que preguntarse si es que queda
alguien en España que no haya sido ministro todavía.
Pero para nosotros era eso muy poco. Hemos preferido salirnos de ese camino cómodo e
irnos, como nos ha dicho nuestro camarada Ledesma, por el camino de la revolución, por el
camino de otra revolución, por el camino de la verdadera revolución. Porque todas las
revoluciones han sido incompletas hasta ahora, en cuanto ninguna sirvió, juntas, a la
idea nacional de la Patria y a la idea de la justicia social. Nosotros integramos estas
dos cosas: la Patria y la justicia social, y resueltamente, categóricamente, sobre esos
dos principios inconmovibles queremos hacer nuestra revolución.
Nos dicen que somos imitadores. Onésimo Redondo ya ha contestado a eso. Nos dicen que
somos imitadores porque este movimiento nuestro, este movimiento de vuelta hacia las
entrañas genuinas de España, es un movimiento que se ha producido antes en otros sitios.
Italia, Alemania, se han vuelto hacia sí mismas en una actitud de desesperación para los
mitos con que trataron de esterilizarlas; pero porque Italia y Alemania. se hayan vuelto
hacia sí mismas y se hayan encontrado enteramente a sí mismas, ¿diremos que las imita
España al buscarse a sí propia? Estos países dieron la vuelta sobre su propia
autenticidad, y al hacerlo nosotros, también la autenticidad que encontraremos será la
nuestra, no será la de Alemania ni la de Italia, y, por tanto, al reproducir lo hecho por
los italianos o los alemanes seremos más españoles que lo hemos sido nunca.
Al camarada Onésimo Redondo yo le diría: No te preocupes mucho porque nos digan que
imitamos. Si lográsemos desvanecer esa especie, ya nos inventarían otras. La fuente de
la insidia es inagotable. Dejemos que nos digan que imitamos a los fascistas. Después de
todo, en el fascismo como en los movimientos de todas las épocas, hay por debajo de las
características locales, unas constantes, que son patrimonio de todo espíritu humano y
que en todas partes son las mismas. Así fue, por ejemplo, el Renacimiento; así fue, si
queréis, el endecasílabo; nos trajeron el endecasílabo de Italia, pero poco después de
que nos trajeran de Italia el endecasílabo cantaban los campos de España, en
endecasílabo castellano, Garcilaso y fray Luis, y ensalzaba Femando de Herrera al Señor
de la llanura del mar, que dio a España la victoria de Lepanto.
También dicen que somos reaccionarios. Unos nos lo dicen de mala fe, para que los
obreros huyan de nosotros y no nos escuchen. Los obreros, a pesar de ello, nos
escucharán, y cuando nos escuchen ya no creerán a quienes se lo dijeron, porque
precisamente cuando se quiere restaurar, como nosotros, la idea de la integridad
indestructible de destino, es cuando ya no se puede ser reaccionario. Se es reaccionario,
alternativamente, cuando se vive en régimen de pugna; cuando una clase acaba de vencer a
otra, y la clase vencida aspira a tomar la represalia; pero nosotros no entramos en este
juego de represalias de clase contra clase o de partido contra partido. Nosotros colocamos
una norma de todos nuestros hechos por encima de los intereses de los partidos y de las
clases. Nosotros colocamos esa norma, y ahí está lo más profundo de nuestro movimiento,
en la idea de una total integridad de destino que se llama la Patria. Con este concepto de
la Patria, servida por el instrumento de un Estado fuerte, no dócil a una clase ni a un
partido, el interés que triunfa es el de la integración de todos en aquella unidad, no
el momentáneo interés de los vencedores. Esto lo sabrán los obreros, y entonces verán
que la única solución posible es la nuestra.
Pero otros nos suponen reaccionarios porque tienen la vaga esperanza de que mientras
ellos murmuran en los casinos y echan de menos privilegios que en parte se les han venido
abajo, nosotros vamos a ser los guardias de Asalto de la reacción y vamos a sacarles las
castañas del fuego, y vamos a ocuparnos en poner sobre sus sillones a quienes
cómodamente nos contemplan. Si eso fuéramos a hacer nosotros, mereceríamos que nos
maldijeran los cinco muertos a quienes hemos hecho caer por causa más alta...
Por último, nos dicen que no tenemos programa. ¿Vosotros conocéis alguna cosa seria
y profunda que se haya hecho alguna vez con un programa? ¿Cuándo habéis visto vosotros
que esas cosas decisivas, que esas cosas eternas, como son el amor, y la vida, y la
muerte, se hayan hecho con arreglo a un programa? Lo que hay que tener es un sentido total
de lo que se quiere; un sentido total de la Patria, de la vida, de la Historia, y ese
sentido total, claro en el alma, nos va diciendo en cada coyuntura qué es lo que debemos
hacer y lo que debemos preferir. En las mejores épocas no ha habido tantos círculos de
estudios, ni tantas estadísticas, ni censos electorales, ni programas. Además, que si
tuviéramos programa concreto, seríamos un partido más y nos pareceríamos a nuestras
propias caricaturas. Todos saben que mienten cuando dicen de nosotros que somos una copia
del fascismo italiano, que no somos católicos y que no somos españoles; pero los mismos
que lo dicen se apresuran a ir organizando con la mano izquierda una especie de simulacro
de nuestro movimiento. Así, harán un desfile en El Escorial si nosotros lo hacemos en
Valladolid. Así, si nosotros hablamos de la España eterna, de la España imperial, ellos
también dirán que echan de menos la España grande y el Estado corporativo. Esos
movimientos pueden parecerse al nuestro tanto como pueda parecerse un plato de fiambre al
plato caliente de la víspera. Porque lo que caracteriza este deseo nuestro, esta empresa
nuestra, es la temperatura, es el espíritu. ¿Qué nos importa el Estado corporativo;
qué nos importa que se suprima el Parlamento, si esto es para seguir produciendo con
otros órganos la misma juventud cauta, pálida, escurridiza y sonriente, incapaz de
encenderse por el entusiasmo de la Patria y ni siquiera, digan lo que digan, por el de la
Religión?
Mucho cuidado con eso del Estado corporativo; mucho cuidado con todas esas cosas frías
que os dirán muchos procurando que nos convirtamos en un partido más. Ya nos ha
denunciado ese peligro Onésimo Redondo. Nosotros no satisfacemos nuestras aspiraciones
configurando de otra manera el Estado. Lo que queremos es devolver a España un optimismo,
una fe en sí mismo, una línea clara y enérgica de vida común. Por eso nuestra
agrupación no es un partido: es una milicia; por eso nosotros no estamos aquí para ser
diputados, subsecretarios o ministros, sino para cumplir, cada cual en su puesto, la
misión que se le ordene, y lo mismo que nosotros cinco estamos ahora detrás de esta
mesa, puede llegar un día en que el más humilde de los militantes sea el llamado a
mandarnos y nosotros a obedecer. Nosotros no aspiramos a nada. No aspiramos si no es,
acaso, a ser los primeros en el peligro. Lo que queremos es que España, otra vez, se
vuelva a sí misma y, con honor, justicia social, juventud y entusiasmo patrio, diga lo
que esta misma ciudad de Valladolid decía en una carta al emperador Carlos V en 1516:
"Vuestra alteza debe venir a tomar en la una mano aquel yugo que el católico rey
vuestro abuelo os dejó, con el cual tantos bravos y soberbios se domaron, y en la otra,
las flechas de aquella reina sin par, vuestra abuela doña Isabel, con que puso a los
moros tan lejos."
Pues aquí tenéis, en esta misma ciudad de Valladolid, que así lo pedía, el yugo y
las flechas: el yugo de la labor y las flechas del poderío. Así, nosotros, bajo el signo
del yugo y de las flechas, venimos a decir aquí mismo, en Valladolid:
¡Castilla, otra vez por España!" |