Cuando veníamos aquí, por, esas calles, hubo quien, sin duda
con el propósito de molestarnos, nos dijo: "¡Salud y revolución!" Pues bien;
eso, lejos de molestarnos, es lo que queremos: salud para nosotros y para vosotros y para
vuestros hijos, y revolución, la profunda y verdadera revolución, no la revolución con
cuya promesa os están engañando a vosotros, a vuestros padres y a vuestros abuelos desde
hace más de un siglo.
Primero, un día, contaron a vuestros abuelos que unos señores se habían reunido en
un salón y habían escrito unas cosas por virtud de las cuales ya erais todos hombres
libres. Libres y soberanos. Pero vuestra libertad consistía en que aquellas cosas
escritas en un papel os autorizaban a hacerlo todo: os autorizaban, por ejemplo, a
escribir cuanto os viniera en gana; sólo que el Estado no se preocupaba de enseñaros a
escribir para que pudierais ejercitar ese derecho. Os autorizaban también a elegir
libremente trabajo; pero como vosotros erais pobres y otros eran ricos, los ricos fijaban
las condiciones del trabajo a su voluntad, y vosotros no teníais más remedio que
aceptarlas o morir de hambre. Y así, mientras vosotros pasábais los rigores del frío y
del calor doblados sobre una tierra que no iba a ser vuestra nunca, soportando la
enfermedad, la miseria y la ignorancia, las leyes escritas por gentes de la ciudad os
escarnecían con la burla de deciros que erais libres y soberanos; todo porque cada dos o
tres años os proporcionaban el juego de echar unos papelitos en unas cajas de cristal, de
las que habían de salir los nombres de los que luego se olvidarían de vosotros, de
vuestra hambre y de vuestros trabajos, hasta las elecciones siguientes.
Como reacción contra aquella burla se os presentaron los segundos libertadores: los
primeros habían sido los liberales; estos de ahora eran los socialistas. Los socialistas
os prometieron muchas cosas, y vosotros, convencidos, llenasteis, hace tres años con
nombres de socialistas las famosas cajas de cristal.
Ya veis lo que han hecho los socialistas. Una de las cosas que os prometieron fue la
reforma agraria. Es muy duro trabajar unas tierras que nunca pueden ser de uno. Los
socialistas os iban a entregar las tierras. Las Cortes aprobaron una ley de Reforma
Agraria que daba gusto ver.
Tres años han pasado, y ¿en qué notáis que existe la reforma agraria? En cambio, si
alguno de vosotros va a Madrid, yo le enseñaré los efectos de la reforma agraria; le
enseñaré el Instituto de Reforma Agraria: verá qué escaleras y qué alfombras, y qué
automóviles a la puerta, y cuánta gente con enchufes magníficos. Ahora, que ni las
escaleras, ni las alfombras, ni los automóviles, ni las prebendas de los enchufados,
sirven para que la tierra produzca más ni para que vosotros tengáis menos hambre.
Después de la primera y de la segunda liberación, seguís siendo tan esclavos de la
tierra, del jornal, del Banco que os aprisiona con sus anticipas a interés usurario, como
antes de que llegaran los libertadores. Seguís igualmente necesitados de revolución. Por
eso, cuando nos dicen: "Salud y revolución", contestamos en la misma forma:
"Salud de cuerpo y alma y revolución que os haga felices y dignos en esta tierra
donde pasan vuestras vidas". Y esto no lo lograréis vosotros ni lo lograremos
nosotros mientras estemos divididos. Porque lo peor de las anteriores revoluciones estaba
en que comenzaban por dividimos; la revolución liberal nos dividía en partidos
políticos, nos exasperaba a unos contra otros en 121 necesidad de disputarnos los
sufragios; la revolución socialista nos dividía por clases, una contra otra, en
inacabable lucha. Y así no se llega a ninguna parte: un pueblo es como un gran barco,
donde todos naufragan o todos arriban. Los países donde los obreros han logrado las
mayores ventajas y el trato más digno son aquellos en que no han impuesto una dictadura
de clase, sino en que, sobre todas las clases, se ha organizado un Estado al servicio de
la misión total, suprema, integradora de la Patria.
La revolución hemos de hacerla todos juntos, y así nos traerá la libertad de todos,
no la de la clase o la del partido triunfante; nos hará libres a todos al hacer libre y
grande y fuerte a España. Nos hará hermanos al repartir entre todos la prosperidad y las
adversidades, porque no estaremos unidos en la misma hermandad mientras unos cuantos
tengan el privilegio de poder desentenderse de los padecimientos de los otros.
Así, unidos en la misma empresa, en el misma esfuerzo, reharemos a España. ¿Cuánto
tiempo hace que no os hablan de España? Los socialistas han querido extirpar en vosotros
lo espiritual: os han dicho que en la vida de los pueblos sólo influye lo económico.
¡No lo creáis! No hemos venido al mundo para comer y trabajar sólo, como los animales.
Por eso, en nuestro emblema, junto al yugo de la labor están las flechas del poderío.
Tenemos que esperar en una España que otra vez impere. Ya no hay tierras que conquistar,
pero sí hay que conquistar para España la rectoría en las empresas universales del
espíritu. Pensad que esta tierra de Toledo asentó en otros días la capital del mundo;
que desde aquí, desde esta Castilla que nunca ha visto el mar, se trazaban las rutas del
Océano y se promulgaban leyes para continentes lejanos. Y precisamente cuando eso
ocurría, cuando toda España era un solo anhelo en aquella empresa universal, vivían los
españoles mejor y eran más libres y más felices.
Por una España así, libre y fuerte; por una España que haya encontrado la justicia
social, vamos predicando por los campos. De muchos sitios nos atacan; cinco de los
nuestros han caído ya, muertos a traición; acaso nos aguarda a algunos la misma suerte.
¡No importa! La vida no vale la penal si no es para quemarla en el servicio de una
empresa grande. Si morimos y nos sepultan en esta tierra madre de España, ya queda en
vosotros la semilla, y pronto nuestros huesos resecos se sacudirán de alegría y harán
nacer flores sobre nuestras tumbas, cuando el paso resuelto de nuestras falanges nutridas
nos traiga el buen anuncio de que otra vez tenemos a España.
(F.E., núm. 8, 1 de marzo de 1934)