El hombre es el sistema, y ésta es una de las profundas verdades
humanas que ha vuelto a poner en valor el fascismo. Todo el siglo XIX se gastó en idear
máquinas de buen gobierno. Tanto vale como proponerse dar con la máquina de pensar o de
amar. Ninguna cosa auténtica, eterna y difícil, como es el gobernar, se ha podido hacer
a máquina; siempre ha tenido que recurriese a última hora a aquello que, desde el origen
del mundo, es el único aparato capaz de dirigir hombres: el hombre. Es decir, el jefe. El
héroe.
Los enemigos del fascismo perciben esa verdad por el revés y hacen de ella argumento
de ataque. "Sí reconocen; Italia ha ganado con el fascismo; pero, ¿y
cuando muera Mussolini"? Creen dar con ello un golpe decisivo al sistema, como si
hubiera sistema alguno que tuviese garantía para la eternidad. Y, sin embargo, es lo más
probable que, cuando Mussolini muera, sobrevenga para Italia un momento de inquietud; pero
un momento sólo; el sistema producirá con alumbramiento más o menos
laborioso otro jefe. Y este jefe volverá a encarnar el sistema para muchos años.
Mas él Duce, conductor seguirá la fe de su pueblo en comunicación de hombre
a hombre, en esa forma de comunicación elemental, humana y eterna que ha dejado su rastro
por todos los caminos de la Historia.
Yo he visto de cerca a Mussolini, una tarde de octubre de 1933, en el Palacio de
Venecia, en Roma. Aquella entrevista me hizo entrever mejor el fascismo de Italia que la
lectura de muchos libros.
Eran las seis y media de la tarde. No había en el Palacio de Venecia el menor asomo de
ajetreo. A la puerta, dos milicianos y un portero pacífico. Se dijera que el penetrar en
el Palacio donde trabaja Mussolini es más fácil que tener acceso a cualquier Gobierno
Civil. Apenas enseñé al portero el oficio donde se me citaba, me hizo llegar por
anchas escaleras silenciosas a la antesala de Mussolini. Tres o cuatro minutos
después se abrió la puerta. Mussolini trabaja en un salón inmenso, de mármol, sin
muebles apenas. Allá, en una esquina, al otro extremo de la puerta de entrada, estaba
tras de su mesa de trabajo. Se le veía de lejos, solo en la inmensidad del salón. Con
saludo romano y una sonrisa abierta me invitó a que me acercara. Avancé no sé cuánto
rato. Y, sentados los dos, el Duce empezó su coloquio conmigo.
Yo le había visto en audiencia rituaria, años antes, cuando fui recibido con varios
alumnos de la Universidad de Madrid. Aparte, como todos los habitantes del mundo, le
conocía por los retratos: casi siempre en actitud militar, de saludo o de arenga. Pero el
Duce del Palacio de Venecia era otro distinto: con plata en el pelo; con un aire sutil de
cansancio; con cierto pulcro descuido en su ropa civil. No era el jefe de las arengas,
sino el de la maravillosa serenidad. Hablaba lentamente, articulando todas las sílabas.
Tuvo que dar una orden por teléfono, y la dio en el tono más tranquilo, sin poner en la
voz el menor asomo autoritario. A veces, cuando alguna de mis palabras le sorprendía,
echaba la cabeza atrás, abría los ojos desmesuradamente y, por un instante, mostraba,
rodeadas de blanco, sus pupilas oscuras. Otras veces sonreía con calma. Era notable su
actitud para escuchar.
Hablamos cosa de media hora. Luego me acompañó hasta la puerta a través del inmenso
salón. No es de gran estatura; ya no tiene, si alguna vez la tuvo, la erguida apostura de
un jefe de milicias; antes bien, su espalda empieza a encorvarse ligeramente. Al llegar
los dos a la puerta, me dijo con una calma paternal, sin sombra de énfasis:
Le deseo las mejores cosas, para usted y para España.
Luego se volvió hacia su mesa, despacio, a reanudar la tarea en silencio. Eran las
siete de la tarde. Roma, acabadas las faenas del día, se derramaba por las calles bajo la
tibia noche. El Coso era todo movimiento y charla, como la calle de Alcalá hacia esas
horas. La gente entraba en los cafés y en los cinematógrafos. Se dijera que sólo el
Duce permanecía, laborioso, junto a su lámpara, en el rincón de una inmensa sala
vacía, velando por su pueblo, por Italia, a la que escuchaba palpitar desde allí como a
una hija pequeña.
¿Qué aparato de gobernar, qué sistemas de pesos y balanzas, consejos y asambleas
puede reemplazar a esa imagen del Héroe hecho Padre, que vigila junto a una lucecita
perenne el afán y el descanso de su pueblo?
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
(Prólogo a El Fascismo, de Mussolini. Octubre de 1933)