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INFORME DE JOSE ANTONIO PRIMO DE RIVERA EN LA DEFENSA DE DON GALO PONTE, ANTE EL TRIBUNAL DE RESPONSABILIDADES POLITICAS DE LA DICTADURA

Juicio histórico sobre la obra del general Primo de Rivera

JUECES Y POLÍTICOS

Sois un Tribunal de políticos. Y conste que al decirlo no me guardo la más lejana intención recusatoria. No sólo os acato sin reservas mentales, sino que os tengo que hablar como a jueces y como a políticos. Como a jueces, para que me oigáis la defensa en Derecho de este austero anciano que, en momentos difíciles, no ha querido despojarse, ni aun en el menor de sus atributos, de esa suprema elegancia de la lealtad; de este digno anciano que sin jactancia, pero sin titubeo, se ha declarado solidario en todo del jefe y amigo con quien compartió momentos profundos. Y como a políticos, para requerir de vosotros una meditación sobre lo que fue el hecho histórico, político, de la Dictadura, tan desfigurado por odios sañudos e interpretaciones superficiales.

Escuchadme primero como jueces.

DOS CLASES DE CARGOS

Si examináis una por una las imputaciones que se lanzan contra don Galo Ponte como ministro de la Dictadura en el pliego de cargos, en el acta de la Comisión y en los votos particulares aquí defendidos pronto percibiréis que se reúnen en dos grupos diferentes. El primer grupo, formado por aquellas que le atribuyen infracciones de orden formal, reprobables en cuanto estuvieron en pugna con la Constitución de 1876; así, el haber aceptado el cargo de un poder ilegítimo, el haber legislado sin Cortes, el haber aprobado la convocatoria de una asamblea consultiva... Y el segundo grupo, formado por las imputaciones de aquellos otros hechos en que participó y que, sobre ser acaso inconstitucionales, envolverían, de ser ciertos, una malicia material, es decir, serían injustos por sí mismos en cualquier régimen; así, las deportaciones, multas y confinamientos inmerecidos, la suspensión de sentencias justas, los avales y monopolios perniciosos...

DELITOS CONTRA LA CONSTITUCIÓN

Las imputaciones que integran el primer grupo, ¿pueden, en serio, sostenerse contra don Galo Ponte? ¿Pudo don Galo Ponte, nombrado ministro en diciembre de 1925, delinquir contra la Constitución del 76? Para afirmarlo hay que prescindir, artificiosamente, nada menos que de esto: de que el 13 de septiembre de 1923 se dio un golpe de Estado contra el orden constituciones vigente entonces; de que el 15 de septiembre de 1923 se publicó, refrendado por el Dictador, un decreto que alteraba hasta el fondo el régimen constitucional, puesto que encomendaba las funciones ejecutiva y legislativa a órganos diferentes de los que el Código constitucional señalaba, y de que, por consecuencia, a partir de aquellos sucesos, nadie pudo en España delinquir contra la Constitución del 76, porque aquella Constitución no existía; había sido rota, subvertida, derrocada, y una Constitución subvertida es una Constitución definitivamente muerta; las Constituciones no pueden resucitar.

LAS CONSTITUCIONES NO RESUCITAN

¿No suena esta tesis en vuestros oídos con familiar autoridad? Debéis reconocerla, porque fue la misma que sostuvieron los revolucionarios españoles contra los últimos Gobiernos de la Monarquía. Cuando éstos, frente a la agitación revolucionaria, acusaban a aquéllos de delinquir contra la Constitución, los revolucionarios invocaban el argumento que yo invoco ahora: desde el golpe de Estado, nadie ha podido delinquir contra la Constitución, porque la Constitución, rota, no existe; las Constituciones no pueden resucitar.

Eso decían, y teóricamente tenían razón. No por el conocido argumento de que la Constitución es un pacto entre dos partes, pacto resuelto cuando una de las dos partes lo incumple. Tal argumento traslada al Derecho público, superficialmente además, nociones que pertenecen al Derecho privado. Sino porque la imposibilidad de que una Constitución reviva es consecuencia que se desprende de la unidad del orden jurídico. A la doctrina que la defiende tengo que referirme, y ya veréis cómo me muevo dentro de lo rigurosamente jurídico, sin vagas invocaciones a realidades de orden histórico o social. Esta doctrina de la unidad del orden jurídico es Id profesada por la escuela vienesa, por la escuela pura del Derecho, aquella que reclama para el pensamiento jurídico todo el rigor formal, indiferente a los fenómenos materiales, que caracteriza a la Matemática. Y, además, como doctrina de pensadores extranjeros, no es sospechosa de estar influida por circunstancia alguna de nuestra Patria. Eso acrecienta, al recordarla, su autoridad.

LA UNIDAD DEL ORDEN JURÍDICO

Todas las normas jurídicas integrantes de un orden, como enseñan Merkel y Kelsen, se alinean en diferentes jerarquías. Las normas de cada jerarquía se refieren a las de la inmediata superior, de donde reciben su fuerza. Y por este camino ascendente se llega hasta una norma fundamental, que es la que justifica a todas. Así, los reglamentos, los contratos, las sentencias, contienen normas que en tanto obligan a cuanto se ajustan a los efectos que la ley –norma de la jerarquía inmediata superior– en cada caso les asigna. Y así la ley obliga en cuanto se halla revestida de las solemnidades y desenvuelta en el ámbito que la Constitución –norma suprema, fundamental– le exige y le atribuye. La Constitución es la norma fundamental. Sobre ella no puede, por definición, haber otra, porque entonces ésta sería propiamente la Constitución.

Ahora deducir las consecuencias. Venida a menos una norma de cualquiera de las jerarquías subordinadas, siempre se halla en las de la inmediata superior alguna que provea a sustituirla; allí se encontrará designado el órgano competente para promulgar una nueva norma secundaria y delimitado el alcance que a esta norma espera. Pero venida a menos la norma fundamental, ¿adónde acudir para justificar su resurrección? ¿A un principio positivo superior? Ya se vio que no existe. ¿A la propia Constitución? No habría otro recurso, puesto que la Constitución, como norma suprema, es la única justificación de sí misma. Pero derrocada, ¿qué puede decretar? Para que valgan sus preceptos hay que suponerla vigente, y el estar vigente es, ni más ni menos, lo que le falta cuando está derrocada. Habría que llegar a la ficción de que resucitara primero una parte de ella misma, ordenando la resurrección de lo demás, para que después de esto lo demás reviviera al conjuro de aquel primer principio resucitado.

LA PRODUCCIÓN ORIGINARIA DEL DERECHO

Por eso en la crisis del orden constitucional sólo hay una salida: el recurso a las fuentes originarias de la producción del Derecho. Stammler las ha colocado, con profunda verdad, al lado de las fuentes derivativas. Por lo general, el Derecho se produce con arreglo a las previsiones de un orden preexistente. Pero a veces el orden mismo es subvertido por la violencia: un hecho de fuerza –conquista, revolución, golpe de Estado– rompe toda continuidad en la elaboración de las normas. ¿Qué hacer entonces? Pues, sencillamente, recibir como fuente originaria de un nuevo Derecho el suceso mismo que ha puesto fin al orden anterior. Como esto no se acepte, como legalistas maniáticos –que no juristas– se empeñen en pedir a cada régimen total su certificado de nacimiento extendido de acuerdo con el régimen anterior, habrá que convenir, como dice Stammler, en que no hay en el mundo un solo orden legítimo, puesto que no existe un pueblo solo en cuya historia falte, antes o después, alguna violenta solución de continuidad, alguna revolución victoriosa, algún golpe de Estado triunfante, que diese entrada, no ya en desacuerdo, sino en contradicción con el preexistente, a un nuevo orden jurídico total. Por eso es vana toda inquisición en los antecedentes genealógicos de un sistema político triunfante: los sistemas políticos, como los grandes hombres, son los antepasados de sí mismos.

EJEMPLOS: LA REPÚBLICA ESPAÑOLA

¿Se atreverá nadie a decir que aún está vigente en Rusia el Derecho zarista porque no ha sido derogado según sus propias normas? Pero no hay que buscar ejemplos remotos: aquí tenemos el de la República española. Nadie puede poner en duda su legitimidad, y, sin embargo, como empecéis a escudriñar en sus orígenes, no encontraréis manera de empalmarla con el orden que regía a su advenimiento. Recordad que ninguna norma constitucional preexistente asignaba a las elecciones municipales un defecto tan exorbitante como el cambio de régimen. Recordad, además, que la mayoría electoral de todo el país fue favorable a los candidatos republicanos. Recordad, por último, los defectos procesales con que la República se implantó: en la Gaceta del 15 de abril de 1931, un decreto, firmado por el Comité revolucionario, nombraba presidente del Gobierno provisional a don Niceto Alcalá Zamora. Y a continuación, el señor Alcalá Zamora, por virtud de otro decreto, designaba ministros a los miembros del mismo Comité revolucionario que acababa de investirle. Un legista maniático señalaría en todos estos trámites innumerables vicios de nulidad: el Comité revolucionario no era órgano constitucional competente para designar primer magistrado; éste no podía nombrar ministros a aquellos mismos de quienes recibía la autoridad; será nula, por consecuencia, la constitución del Consejo de ministros, y nula la convocatoria de Cortes, y nulas las Cortes Constituyentes... Pero, ¿quién podrá, en serio, divertirse con tales cavilaciones? Ved a qué pintorescas salidas lleva ese modo de entender la técnica del Derecho: la República española es jurídicamente inexistente; y como también lo fue –¡qué duda cabe!– la Dictadura, resulta que España sigue siendo una Monarquía constitucional regida por el Código del 76, y el presidente de su Consejo de ministros, don Manuel García Prieto. ¿Quién nos lo hubiera dicho cuando vino a declarar aquí la otra mañana?

LAS ACUSACIONES

Como veis, no se puede condenar a don Galo Ponte como reo de delitos contra una Constitución muerta. Queda, de esta suerte, sin apoyo la acusación particular defendida por el señor Suárez Uriarte en su cuidado y sereno informe.

Y al nombrar por primera vez a uno de los representantes de la acusación, permítame el Tribunal que, por medio suyo, traslade mi gratitud a los acusadores todos, porque, al cumplir su cometido, y sin faltar en nada a lo que el deber les exigía, han sabido evitar a la intimidad espiritual de esta defensa toda mortificación innecesaria.

¿ALTA TRAICIÓN?

No hay, decía, delito posible contra la Constitución del 76. Pero junto a la calificación rebatida surge la que defiende, en nombre de la Comisión de Responsabilidades, quien viene ocupando aquí el sitio procesal de la acusación pública. Para el señor fiscal, don Galo Ponte, y los que con él intervinieron en las funciones de gobierno de la Dictadura delinquieron como partícipes necesarios de la alta traición cometida por el jefe del Estado en 1923. Las Cortes Constituyentes, en decisión que a esta defensa no le es ya lícito impugnar, calificaron, en efecto, aquella conducta de alta traición. Pero, ¿cómo puede envolverse en la responsabilidad que de allí naciera a mi defendido, don Galo Ponte? El acta de acusación nos dice: por aplicación de lo dispuesto en el número 4º del artículo 16 del Código Penal. Así dice el acta. Mas si el Tribunal se propone evacuar la cita, le auguro unos minutos de estupor. El artículo 16 del Código Penal se refiere a los encubridores, y en su número 4º, que es el que se cita, dice que se coopera en tal concepto a un delito "denegando el cabeza de familia a la autoridad judicial el permiso para entrar de noche en su domicilio". La verdad, señores: o mi defendido me ha ocultado algunos aspectos reprobables de su conducta, o yo no puedo creer que esté sentado aquí, en medio de estas solemnidades extraordinarias, por haber cerrado su puerta de noche a la autoridad judicial.

Hay, sin embargo, una errata en el acta acusatoria. Se alude seguramente, al número 3º del artículo 13. Pero tampoco es éste aplicable, porque en él se dice que son considerados como autores de un delito "los que cooperan a la ejecución del hecho por un acto sin el cual no se hubiere efectuado" Y, en serio, por mucha tolerancia dialéctica que se permita, ¿podrá alguien decir que si don Galo Ponte se hubiera negado a ser ministro en diciembre de 1925 hubiera sido imposible implantar una Dictadura en septiembre de 1923?

SECUESTRO DE LA SOBERANÍA

Pero hay una tercera acusación que requiere examen. La defiende, en su voto particular, el señor Peñalba; agudamente, se da cuenta de que no es posible penar delitos cometidos contra una Constitución destruida, porque al desaparecer una forma de Estado caen con ella, faltas de sujeto pasivo, las defensas jurídicas que la circundaban. Tampoco admite el señor Peñalba que pueda acusarse a los aquí sentados del delito de alta traición, porque tal figura delictiva hubo de crearse fuera de las normas corrientes para quien, por definición constitucional, no podía ser reo de delito común; pero resulta innecesaria para quienes, por no estar comprendidos en el privilegio, pueden ser reos de cualquier delito. Mas si hasta aquí la argumentación jurídica del señor Peñalba es irreprochable, deja de serlo cuando pretende ofrecer una solución propia. Llegado a este punto, el autor del voto particular, tras de haber censurado con motivo la creación de figuras nuevas para personas que por su estatuto normal no las necesitan, incide en el error que censura cuando les achaca, con calificación que tiene todas las características de un invento, la "participación facciosa en el secuestro de la soberanía nacional".

LA SOBERANIA

Para entender esto hemos de preguntamos, ante todo: ¿qué es la soberanía? ¿Es la virtud de que goza la mayoría electoral de un país para autojustificar sus deseos, es decir, para promulgar como buenos sus deseos por el hecho solo de ser suyos? ¿O,prevalece sobre ella la condición que al pueblo toca de "beneficiario del Derecho", condición por virtud de la cual perseguiremos el bien, la libertad, la felicidad del pueblo como aspiración de todo derecho posible y reputaremos injusto todo sistema que le defraude?

Si aceptáis el primer concepto de soberanía y condenáis a los que profesaran otro, os habréis convertido, estrictamente, en un tribunal inquisitorial, es decir, perseguidor de disidentes, de herejes. Porque sólo recibiendo como dogma la concepción rousseauniana de la soberanía podréis acordar destierros y confinamientos para los disconformes con ella.

Según Rousseau, la mayoría electoral es siempre poseedora de la justicia. No cómo mayoría electoral, ya lo sabéis, sino como expresión de la persona colectiva, indivisible, de la voluntad soberana que Rousseau imagina dotada de sustantividad propia y diferente de las voluntades de los asociados. Ese yo superior, el soberano, está investido de una virtud que le impide querer el mal de sus súbditos: Rousseau, metafísicamente, rechaza una posibilidad semejante, y, por consecuencia, cuanto quiere el soberano, la voluntad soberana única y superior, es necesariamente justo. Pero la voluntad soberana tiene que expresarse de algún modo. ¿Cómo? ¿Por el sufragio? En principio, el sufragio contradice el dogma de la indivisibilidad: el triunfo de los más sobre los menos implica división y desmiente la predicada existencia de una voluntad única. Pero Rousseau, sin detenerse ante el sofisma, salva la dificultad de esta manera: el elector, cuando vota, no expresa una voluntad suya, sino que adelanta una conjetura acerca de cuál será la voluntad del soberano. La mayoría de sufragios no es sino la coincidencia de los más en una determinada conjetura; por eso, al hacer lo que quiere la mayoría, no es que se reconozca a los más derecho alguno sobre los menos, sino que se estima que los más han acertado al aventurar su opinión sobre cuál sería la voluntad soberana, mientras que los menos se han equivocado en el mismo intento de adivinación. Por donde, prácticamente, la voz de la mayoría es siempre la expresión de la justicia y de la verdad.

Esto, como veréis, es una construcción ingeniosa: tiene interés, por otra parte, para la historia de las ideas; pero en nuestros días la pura doctrina rousseauniana no es aceptada por nadie. No sólo la repudian aquellos movimientos que podríais tachar de retardatarios, sino todos los que prevalecen en el mundo, hasta los de tendencia más revolucionaria; así, el comunismo y el sindicalismo desdeñan el dogma de la soberanía nacional. Y si de los movimientos políticosociales se pasa a las tendencias del pensamiento jurídico, nadie hallará un tratadista contemporáneo que comparta la construcción del Contrato social. Los juristas de nuestro tiempo vuelven a situar la justicia en el ámbito de la razón, no en el de la voluntad de muchos ni de pocos. Y así, frente a Jurieu, precursor de Rousseau, que afirmaba: "E] pueblo no necesita tener razón para validar sus actos", los nuevos kantianos, por boca de Stammler, oponen: "La mayoría dice relación a la categoría de cantidad; la justicia, en cambio, implica cualidad. El hecho de que muchos proclamen algo o aspiren a algo no quiere decir que ello sea necesariamente justo. Si la mayoría se halla asistida por la justicia en las causas que representa, es cosa que habrá de ver en cada caso.

EJEMPLO: LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA

¿Cómo podéis dudar todo esto vosotros, los autores de la Constitución republicana de 1931, si en ella, atentos a las ideas de nuestros días, habéis cuidado de moderar los poderes de la llamada soberanía nacional mediante un adecuado instrumento? Hablo del Tribunal de Garantías Constitucionales, cuya misión fundamental estriba en corregir las extralimitaciones del Parlamento (es decir, el órgano típico de la soberanía nacional), en homenaje a unos principios previamente declarados intangibles, superiores a la propia soberanía. Luego se admite que la mayoría, que la voluntad nacional revelada por la mayoría, puede, en ocasiones, no tener razón.

DEBER DE GOBERNANTE

Más diré: no sabe lo que es misión ilustre y dura de gobernar quien no aspire a otra cosa que a seguir los estímulos de los gobernados. Cabalmente, cuando la misión del gobernante se acrisola hasta alcanzar calidades supremas, es cuando se ve en el trance de contrariar a su pueblo, porque a menudo el pueblo desconoce su propia meta, y entonces es cuando más necesita ojos clarividentes y manos firmes que lo conduzcan.

Aun el deber de contrariar a veces al pueblo es más apremiante para quienes han asumido por vía revolucionaria la tarea de gobernar. El revolucionario (y un golpe de Estado es un hecho revolucionario siempre) ha acudido a la fuerza precisamente en contradicción con el sistema que a su llegada regía; cuando ha tenido que romperlo por fuerza y no ha podido ganarlo por sus propios caminos normales, es porque el sistema se hallaba bien arraigado y asistido. Y entonces el gobernante, que se encuentra a su pueblo muy penetrado por los defectos de aquel sistema que hubo de extirpar, malogrará su misión si no se afana en arrancar del pueblo, aun contra el pueblo mismo, todas las corruptoras supervivencias; si no se esfuerza en conducir al pueblo hacia la nueva vida que acaso el mismo pueblo, enfermo de la pasada postración, no puede adivinar ni querer. Poco valdrá para la Historia quien, a trueque de una efímera popularidad o de las vanidades del empleo, renuncie a sacrificarse en obra tan alta.

EL BIEN PÚBLICO

Hay que suponer, por todo lo dicho, que cuando el señor Peñalba acusa a los hombres de la Dictadura de haber participado facciosamente en el secuestro de la soberanía nacional, no los ataca como a herejes contra el dogma rousseauniano, sino que los estima destructores de aquella condición de todo sistema que antes me permití enunciar: el pueblo es el beneficiario del Derecho, y el bien del pueblo es el punto de referencia constante para calificar de justos o de injustos cualesquiera normas o actos de poder. La Dictadura, para el señor Peñalba, si no lo interpreto mal, gobernó contra el bien público; fue una especie de tiranía y por eso merece castigo.

Que éste es el sentido de la acusación y, en el fondo, de todas las acusaciones, lo demuestra la frecuencia con que en el acta de la Comisión y en los votos particulares se recuerdan supuestos hechos de los que, como dije al principio, no constituirían sólo infracciones formales de la Constitución del 76, sino actos materiales maliciosos, reprobables por su propia injusticia en cualquier sistema constitucional. Y he aquí cómo tras de haber dedicado toda la argumentación desenvuelta hasta ahora a defender a don Galo Ponte del primer grupo de imputaciones que señalé al principio (las de orden formal) me trae la propia argumentación a examinar los reproches del segundo grupo. Don Galo Ponte y sus colegas, viene a decirse, gobernaron contra el bien público porque atropellaron los derechos individuales; impusieron multas, deportaciones y confinamientos inmerecidos; promulgaron un inicuo Código Penal; suspendieron sentencias justas; comprometieron a la Hacienda en avales y monopolios perniciosos...

LEGISLACIÓN DICTATORIAL

Fijaos bien en que para castigar esos hechos por su contenido material (no volvamos ya, que de esto he hablado bastante, sobre la posibilidad de castigarlos como contrarios a una Constitución derrocada), para castigar esos hechos por su contenido material, tendría que aparecer demostrada en el sumario la malicia, la injusticia de cada uno de ellos. ¿Y dónde está esa demostración? La único que aparece demostrado en el sumario es que la Dictadura legisló por decreto. Pero lo que interesa para el presente aspecto de la cuestión es si las leyes promulgadas por decreto fueron justas o injustas. Examinaré las más salientes.

El decreto de 1926. Dice el acta de acusación que por ese decreto se suspendía la ejecución de las sentencias del Tribunal Supremo. Nada más inexacto. El decreto no suspendía de derecho ni una sola sentencia. Autorizaba a suspender. Pero no las de lo civil ni las de lo criminal, ni en bloque, las de lo contencioso-administrativo, sino sólo estas últimas, y únicamente en dos casos estrictos. Y no penséis que se trataba de una escandalosa innovación dictatorial. Nadie ignora que la vigente ley de lo contencioso-administrativo, en su artículo 84, autoriza al Gobierno para suspender en cuatro casos las sentencias de esa jurisdicción. La Dictadura no hizo otra cosa que ampliar esos casos a seis. Y los dos casos nuevos estaban tan inspirados en exigencias de justicia, que sólo alcanzaban a los pleitos de funcionarios destituidos por la Dictadura, con el fin de moralizar la Administración, y a aquellos en que se interpretaban abusivamente, con perjuicio para el interés público, contratos administrativos anteriores. Ahí quedó todo. Y ved si el Gobierno dictatorial hizo uso prudente de la determinación acordada: sólo tres o cuatro sentencias fueron suspendidas desde 1926 hasta 1930.

El Código Penal de 1928. ¡El famoso Código de don Galo Ponte! En él había, ¡cómo no!, defectos técnicos; pero todo su espíritu, recogido de los más competentes asesores, era de benevolencia. Mitigó las penas en todos los casos, elevó la mayoría de edad penal y corrigió crueldades del viejo Código del 70, tan vituperado por los que hoy lo ensalzan, como la de señalar ineludible la pena de muerte cuando, en ciertos delitos, concurría una sola circunstancia agravante. Nadie podrá decir, ni mucho menos, que el Código del 28 fuera un Código tiránico.

Pues, ¿y los demás decretos dictatoriales? Según la acusación deben de formar un archivo de enormidad. Pero ved lo que ha hecho con ellos el Gobierno de la República. Ahí tenéis, por decreto republicano de 31 de mayo de 1931, clasificada la obra legislativa en Justicia, el Ministerio de mi defendido, durante el tiempo de su gestión. Estos son los resultados:

Decretos que se derogan (es decir, que no se reconocen como existentes y válidos en sus efectos): seis.

Decretos que se anulan: uno.

Decretos que se reducen a jerarquía reglamentaria: uno.

Decretos que se declaran subsistentes: veintitrés.

¡Veintitrés decretos subsistentes, algunos relativos a materias importantísimasi No sería tan injusta la obra dictatorial cuando así la conserva la República.

PERSECUCIONES. NEGOCIOS

¿Y de las otras injusticias de la Dictadura? ¿Que fue de los famosos negocios y francachelas? ¿Qué de los atropellos, a que el acta de acusación se refiere, contra todas las garantías individuales y colectivas de los ciudadanos? ¡Cuánto se habló de todo eso en la propaganda de la Dictadura! Si algún interés tomó el pueblo en este proceso, no fue porque le importase haber pasado seis años sin ejercer el sufragio (farsa para él sobradamente conocida), sino porque lo llevasteis, en parte, a creer que había sido tiranizado y expoliado por los dictadores. ¡Y ved lo que resulta ahora! ¡Ni una sola prueba! El acta de acusación habla ligeramente de deportaciones y multas inicuas, de avales y monopolios sin cuento... Era deber de la Comisión instructora probar uno por uno todos los hechos de que acusa. Uno por uno, porque lo que importa saber, en este aspecto material que ahora examino, es si los hechos, además de existir, fueron injustos. Que hubo, por ejemplo, deportaciones y multas, es cosa de todos conocida; pero nadie se atreve a negar, y menos vosotros, que sean posibles las multas y las deportaciones justas, a menos de afirmar que cuantos Gobiernos las emplean lo hacen con propósito deliberado de injusticia. Pues bien: en todo el sumario de esta causa no hay una sola diligencia encaminada a acreditar la maldad interna de aquellos actos. De todos los famosos atropellos, negocios, francachelas de la Dictadura; de todos aquellos cargos con que se removió la opinión, no hay en los autos ni prueba ni intento de prueba siquiera.

SENTENCIA Y NO LIBELO

Diréis que este proceso no se refiere a las responsabilidades de gestión, sino a las responsabilidades políticas. Bien. Pero entonces suprimid de la sentencia todas las alusiones al contenido de la gestión dictatorial. No sigáis en esto al acta acusatorio, en cuyos resultandos y considerandos se intercalan afirmaciones contrarias a la probidad y a la justicia de los procesados. Vosotros no podéis hacer eso. Cuando se charla por ahí, y más cuando quien charla vive en estado de insolvencia espiritual, cabe referirse, por desahogo, sin prueba alguna, a la Dictadura inmoral y analfabeta. Pero cuando se ocupa, como vosotros, posición de jueces, no es lícito acoger en resultandos ni considerandos una sola palabra que no tenga su antecedente en la instrucción sumarial, su consecuencia en el fallo. Vosotros estáis reunidos para juzgar un golpe de Estado y medir unas responsabilidades políticas; a oso habéis ceñido la instrucción sumarial. Queda encomendado al rigor de vuestras conciencias el que no aparezca una palabra sola que pueda presentar ante el pueblo como ladrones a quienes sólo juzgasteis como rebeldes. Evitad que vuestra sentencia se convierta de ejecutoria de justicia en libelo de difamación.

EL SENTIDO POLÍTICO DE LA DICTADURA

Aquí hubiera terminado mi informe si sólo os tocara resolver como jueces. Pero sois políticos también, y, porque lo sois, este informe, que ya, sin duda, os parece demasiado largo, quedaría incompleto si se limitara a ser una defensa forense. Tenéis el deber de adivinar la actitud de un pueblo ante la Dictadura; no podéis eludir un anticipo de interpretación de su sentido histórico. Y yo, por mi parte, no renuncio a perder esta coyuntura, tan deseada, de comunicación, de explicación, de llamamiento a la inteligencia de quienes oyen, para invitarlos a que ahonden un poco más en lo que fue el hecho profundo de la Dictadura: a que no se den por satisfechos con el sinnúmero de ordinarieces superficiales que se han proferido para comentarla.

EL ANTIGUO RÉGIMEN

Acordaos del antiguo régimen. Aquella vida chata, tonta, perezosa, escéptica... España minada por un desaliento ni siquiera trágico, sino aceptado con una especie de abyecta socarronería. En Marruecos, la llaga, sangrienta y vergonzosa, continuamente abierta, sin esperanza de cura. Aquí, un Estado claudicante, ante cuyos ojos sin brillo iba fermentando la anarquía. Mientras tanto, la riqueza de España, la décima parte de lo que podía ser la riqueza de España, el jugo de los pobres campos de España, casi olvidados por sus señores, consagrada a mantener el lujo sin grandeza de unas cuantas familias privilegiadas. Y, en alianza con esas familias, unos grupos de viejos políticos cuya misión era mantener el tinglado en pie lo que buenamente durase, demorando su previsto derrumbamiento mediante regateos con la anarquía.

Durante algunos años, la correlación de servicios fue perfecta: los viejos políticos aseguraban a las familias privilegiadas una interina tranquilidad, y las familias privilegiadas, a guisa de salarios, deparaban a los viejos políticos la inefable ventura de exhibirse de frac algunas veces, entre duquesas, marquesas y condesas, bajo las arañas de los palacios.

Pero en los últimos tiempos se resquebrajaba aquella de manera inquietante.

EL GOLPE DE ESTADO

Y entonces, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera dio en Barcelona un golpe de Estado.

He dicho, fijaos, el general Primo de Rivera. El solo. Para él toda la responsabilidad y todo el honor. Podéis creer a quienes aparentemente contribuyeron al movimiento. A buen seguro que lo que ellos se proponían era bien distinto de lo que pensaba el general Primo de Rivera. Ninguno de sus colaboradores circunstanciales participó en el pensamiento del golpe de Estado. En todo caso, si alguna culpa hubiera podido alcanzarlos, ya la han borrado con el arrepentimiento eficaz.

El general Primo de Rivera dio un golpe de Estado. Y desde ese punto, desbandados los viejos políticos, sobre el general Primo de Rivera y sobre su obra vino a concentrarse la atención de quienes iban a ser, en adelante, sus jueces: las familias privilegiadas, el pueblo, los intelectuales.

LAS FAMILIAS PRIVILEGIADAS

Las familias privilegiadas vieron venir con júbilo la Dictadura. Se daban cuenta de que sus queridos viejos políticos eran ya un instrumento demasiado débil frente a la marcha de los tiempos y supusieron que el Gobierno de un general iba a reforzar enérgicamente eso que ciertas personas entienden por el orden. Además, alentaba tal esperanza la interpretación dada al golpe de Estado por los generales que le apoyaron en Madrid: aquello se encaminaba, sencillamente, a apuntalar el régimen con hombres nuevos; por lo demás, no se pensaba cambiar nada: el Gobierno que iba a formarse era un Gobierno constitucional.

Los generales de Madrid debían considerarse superiores en talento al general Primo de Rivera (del que, por otra parte, fueron siempre leales y valerosos compañeros de armas). Si ellos hubieran conocido los propósitos del general Primo de Rivera los hubieran repudiado por toscos, como los repudiaron después. Ellos nunca pensaron subvertir el antiguo régimen, sino derrocar delicadamente al Gobierno para dar entrada a otro Gobierno constitucional. Así, los generales quedarían fuera, como protectores generosos y amables, mientras todo seguía, poco más o menos, igual que si no hubiera pasado nada.

¡Y, sin embargo, el general Primo de Rivera estaba en lo cierto! Su idea era la única bien construida, aunque otra cosa pensaran los generales de Madrid. Se puede dar un golpe de Estado, que es la ruptura de un régimen, para implantar otro nuevo hasta la raíz, pero es inexplicable lo de subvertir la Constitución, que, por ser subvertida, ya queda irremediablemente muerta, para dejar paso a un Gobierno constitucional de la misma Constitución subvertida. Eso es tan absurdo como dar a un señor de bofetadas para convidarle a almorzar.

Por eso, contra lo previsto, el general Primo de Rivera, que escuchaba muy bien los rumores del pueblo, que había aprendido a conocer el alma del pueblo durante muchos años de vida militar, cerca de sus soldados, en entrañable comunidad de esperanzas, peligros y fatigas; el general Primo de Rivera, que en su viaje de Barcelona a Madrid recogió un clamor popular exigente, sintió la inmensa responsabilidad de aquella hora, percibió el llamamiento profundo que le ordenaba no malograrla, no desperdiciaría en pequeñeces, no ceder a la pereza ni a la vanidad de reservarse el papel decorativo de protector, sino asir en sus manos fuertes las riendas que a las manos se le venían y conducir a España, briosamente, profundamente, hacia una vida nueva.

Así comenzó a podar y sajar sin contemplaciones; con tan resueltas maneras, que las familias privilegiadas y los antiguas conspiradores de Madrid no tardaron en escandalizarse. ¿Qué era aquello? ¿Quién era aquel militarote, de ímpetu popular, que de tal modo osaba descomponer el cuadrito? Las familias privilegiadas (y conste que no comprendo en ellas a todas las de la aristocracia, ni a las de la aristocracia sólo. Hay, entre familias aristocráticas, muchas que pueden presentarse como ejemplos de sencillez y virtudes domésticas. Nunca participaron estas familias en el tinglado del antiguo régimen y, en cambio, manipulaban en él muchos influyentes advenedizos). Las familias privilegiadas del antiguo régimen no soportaban que aquel general, irrespetuoso con la etiqueta, recogiese y quisiera imponer el afán popular de un Estado nuevo. ¿Cómo se atrevía Calvo Sotelo, con sus decretos de 1926, a fiscalizar, aun bajo pena de expropiación, la riqueza oculta? ¿Cómo era tan audaz el Dictador que, en un artículo publicado en A B C, a fin del año 1927, anunciaba para el siguiente la reforma agraria? ¿Qué significaba esa innovación socialista de los Comités paritarios? ¡Nada de aquello era lo convenido!

Y el antiguo régimen empezó a conspirar contra la Dictadura.

EL PUEBLO

Mientras tanto, el pueblo, que sabe manifestar su voluntad de muchas maneras, sin necesidad del sufragio, se daba cuenta de que aquello era suyo. El pueblo percibía que por primera vez se gobernaba para él. Aquellas madres que antes miraban crecer a sus hijos con la zozobra de que se los malograsen en Marruecos, sentían como suyo al que se fue a encanecer en Marruecos para librarlas de la angustia. Aquellos emigrantes a quienes una implacable ley de Reclutamiento desterraba para siempre, sentían como suyo al que les abrió otra vez el camino del hogar. Aquellos jornaleros, en cuyo beneficio ratificó España, la primera, todos los Convenios internacionales de protección al trabajo, sentían como suyo al que por ellos velaba con amor donde se sientan los poderosos. ¡Y los míseros lugares de España, que vieron llegar caminos alegres de enlace con el mundo, escuelas para los niños, sanatorios y clínicas para las carnes maltrechas de los humildes, agua para las tierras secas ... !

El pueblo lo sintió como suyo y, por eso, en el fondo del alma, donde ningún soborno penetra, siempre estuvo con él. Recordad el paso de su cadáver por media España, entre multitudes que lloraban en silencio, como si el dolor de aquel cortejo fúnebre fuera un dolor de todos. Y ved ahora, después de tres años de difamación repugnante, cómo el pueblo se ha vuelto de espaldas a este proceso, donde no se debate ningún ansia popular de justicia.

LOS INTELECTUALES

Mas el pueblo solo, sin intermediarios, no basta para sostener un régimen. ¡Ah, si hubieran querido los intelectuales! Pero los intelectuales –¿por culpa sólo suya?, ¿por culpa, en parte, del Dictador?– se divorciaron pronto del nuevo régimen. Fue un movimiento de antipatía que aún está por explicar. Los intelectuales se replegaron en sí con un mohín de repugnancia y desdeñaron el penetrar todo el sentido profundo, revolucionario, del pensamiento de Primo de Rivera. Se detuvieron en dimes y diretes rituarios y no quisieron entender. ¡Qué coyuntura desperdiciaron ellos, los más sensibles al dolor de España, para haber encauzado aquel magnífico torrente optimista de brío popular que desbordaba el espíritu de Primo de Rivera, entre los taludes de una doctrina elegante y fuerte!

LA SOLEDAD

Así, vino a encontrarse solo, con un grupo de colaboradores leales, el general Primo de Rivera. Entre él y el pueblo, pasivo, un desierto de silencios hostiles, cuando no de calumnias clandestinas. Los intelectuales, enfrente. Las familias privilegiadas, las más palatinas, las más preeminentes, agitadas en murmurar y conspirar. ¿Dónde iba a apoyarse Primo de Rivera? Sólo estaba a su lado con algún calor aquella parte de la aristocracia, sencilla y ejemplar, de que hablé antes, y la pequeña clase media española. Gentes admirables por sus cotidianas virtudes, pero poco preparadas para las grandes tareas del espíritu. Gentes que sólo podían entender el lado conservador de la Dictadura, pero sin aliento para acompañarla en su afán profundo de renovación.

De este modo, Primo de Rivera padeció el drama que España reserva a todos sus grandes hombres: el drama de que no los entiendan los que los quieren y no los quieran los que los podrían entender.

LA CAÍDA

Para que cayese la Dictadura sólo era ya preciso un poco de agitación. No se encargó de ella el pueblo. El pueblo –nunca me cansaré de repetirlo– no estuvo jamás contra la Dictadura. No es que la Dictadura hubiese vencido los intentos populares de rebelión: es que no se dio en los seis años un solo intento popular contra ella. Decidme, por ejemplo, qué agrupaciones obreras lograron alistar contra la Dictadura todas las solapadas seducciones puestas en juego. La turbulencia antidictatorial fue no sólo atizada, sino realizada por minorías: familias privilegiadas, algunas de las de más relieve en la corte; escritores y catedráticos... Hasta en el Ejército se señaló el carácter aristocrático de la aversión contra el régimen; no fue, ciertamente, enemiga suya la humilde clase media de las guarniciones, sino aquel Cuerpo que más arriscadamente mantenía su prurito nobiliario y sus excepciones de casta. Por eso cuando, minada de conspiraciones y deslealtades cayó la Dictadura, ¿vino a. sucederla, como si hubiera sido el pueblo quien la hubiese vencido, un Gobierno popular? No, sino un Gabinete de aristócratas y viejos políticos presidido por el jefe de la Casa Militar de Palacio.

OTRA VEZ EL ANTIGUO RÉGIMEN

Y por eso, lo que trató de renacer, alegre, al día siguiente de la caída, fue el régimen antiguo barrido el año 23.

Recordad aquellos meses de efímera resurrección. El señor Estrada, con irreprimible facundia, proclamaba ante los periodistas: "Decíamos ayer... Todo sigue lo mismo. Aquí han estado a verme el conde de Tal y el duque de Cual, como venían en otros tiempos al Ministerio." El Gabinete Berenguer se complacía en una destrucción ininteligente de cuanto fue edificando la Dictadura. Las familias privilegiadas, como quien sale de una pesadilla, recobraban, rozagantes, su papel de administradoras de benevolencias para los políticos. Los políticos tornaban a pisar las alfombras de las grandes casas. Ya se anunciaban elecciones al viejo estilo. Los padres influyentes preparaban para sus vástagos regalos de actas, aderezadas por el Ministerio de la Gobernación, en acaso ignotos lugares de nuestros desiertos y nuestras serranías. Administradores y electoreros se afanaban en los preparativos locales, para que el señorito sólo tuviese que comparecer a última hora, con su maletín de billetes y su pronunciación británica, a deshojar por fórmula, un par de desmayados discursos, en lucha con la penuria intelectual y la exigüedad del vocabulario, ante los rostros indescifrables de los lugareños.

¡Era el antiguo régimen redivivo! ¡A borrar todo lo que fuese ambición o grandeza! ¡A suspender las obras hidráulicas y detener los ferrocarriles! ¡A conseguir que España, otra vez, con el gorro de dormir hasta las orejas, se arropase en la indiferencia de su vida chata, escéptica, perezosa, preludio de una muerte sin grandezas

LA MUERTE

Y ante aquel impúdico renacimiento, ¿qué hicisteis vosotros, los revolucionarios, los intelectuales, tan fecundos antes

en diatribas contra el antiguo régimen? ¿Alzaros frente a él? No; eso no lo hicisteis hasta más tarde. Lo que hicisteis entonces fue desencadenar todo vuestro rencor contra el gobernante caído: insultarle, calumniarse con la saña más implacable que se recuerda, volear sobre su nombre todas las aguas sucias de la difamación... Esto, mientras se le hería desde la Gaceta, no sólo con la injuria, sino con el aniquilamiento estúpido de todos sus sueños de una España grande...

Y aquel hombre, que si era fuerte como un gran soldado, era sensible como un niño; aquel hombre que pudo resistir por España, extenuándose por servirla, seis años seguidos de trabajo sin vacación, no pudo soportar seis semanas de afrentas. Una mañana, en París, con los periódicos de España en la mano, inclinó la cabeza –nimbada de martirio– y se nos fue para siempre.

HACED JUSTICIA

Me era necesario decir todo esto. Después que me habéis escuchado, sólo os pido justicia; para don Galo Ponte, la absolución; para la memoria de aquel hombre que malogramos entre todos, inteligencia y cordialidad. ¡Entendedle, entendedle! Ocupáis una atalaya histórica y tenéis el deber de ser perspicaces. No podéis ignorar los dramas ocultos que vivió aquel hombre a quien, de todos modos, tenéis que juzgar. No es lícito compartir las diatribas superficiales contra la Dictadura, en vez de penetrar con vista inteligente su sentido profundo.

Esta es la justicia que os pido: talento y cordialidad para entender. Es el único afán de quienes permanecemos agrupados en el culto de un mismo recuerdo: que devolváis la calma a nuestros espíritus, maltratados por tantas injurias; que otra vez nos los dejéis en paz, llenos de aquella ausencia, que es al mismo tiempo nuestra riqueza y nuestra gloria.

(Madrid, 26 de noviembre de 1932)


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