Juicio
histórico sobre la obra del general Primo de Rivera
JUECES Y POLÍTICOS
Sois un Tribunal de políticos. Y conste que al decirlo no me guardo la más lejana
intención recusatoria. No sólo os acato sin reservas mentales, sino que os tengo que
hablar como a jueces y como a políticos. Como a jueces, para que me oigáis la defensa en
Derecho de este austero anciano que, en momentos difíciles, no ha querido despojarse, ni
aun en el menor de sus atributos, de esa suprema elegancia de la lealtad; de este digno
anciano que sin jactancia, pero sin titubeo, se ha declarado solidario en todo del jefe y
amigo con quien compartió momentos profundos. Y como a políticos, para requerir de
vosotros una meditación sobre lo que fue el hecho histórico, político, de la Dictadura,
tan desfigurado por odios sañudos e interpretaciones superficiales.
Escuchadme primero como jueces.
DOS CLASES DE CARGOS
Si examináis una por una las imputaciones que se lanzan contra don Galo Ponte como
ministro de la Dictadura en el pliego de cargos, en el acta de la Comisión y en los votos
particulares aquí defendidos pronto percibiréis que se reúnen en dos grupos diferentes.
El primer grupo, formado por aquellas que le atribuyen infracciones de orden formal,
reprobables en cuanto estuvieron en pugna con la Constitución de 1876; así, el haber
aceptado el cargo de un poder ilegítimo, el haber legislado sin Cortes, el haber aprobado
la convocatoria de una asamblea consultiva... Y el segundo grupo, formado por las
imputaciones de aquellos otros hechos en que participó y que, sobre ser acaso
inconstitucionales, envolverían, de ser ciertos, una malicia material, es decir, serían
injustos por sí mismos en cualquier régimen; así, las deportaciones, multas y
confinamientos inmerecidos, la suspensión de sentencias justas, los avales y monopolios
perniciosos...
DELITOS CONTRA LA CONSTITUCIÓN
Las imputaciones que integran el primer grupo, ¿pueden, en serio, sostenerse
contra don Galo Ponte? ¿Pudo don Galo Ponte, nombrado ministro en diciembre de 1925,
delinquir contra la Constitución del 76? Para afirmarlo hay que prescindir,
artificiosamente, nada menos que de esto: de que el 13 de septiembre de 1923 se dio un
golpe de Estado contra el orden constituciones vigente entonces; de que el 15 de
septiembre de 1923 se publicó, refrendado por el Dictador, un decreto que alteraba hasta
el fondo el régimen constitucional, puesto que encomendaba las funciones ejecutiva y
legislativa a órganos diferentes de los que el Código constitucional señalaba, y de
que, por consecuencia, a partir de aquellos sucesos, nadie pudo en España delinquir
contra la Constitución del 76, porque aquella Constitución no existía; había sido
rota, subvertida, derrocada, y una Constitución subvertida es una Constitución
definitivamente muerta; las Constituciones no pueden resucitar.
LAS CONSTITUCIONES NO RESUCITAN
¿No suena esta tesis en vuestros oídos con familiar autoridad? Debéis
reconocerla, porque fue la misma que sostuvieron los revolucionarios españoles contra los
últimos Gobiernos de la Monarquía. Cuando éstos, frente a la agitación revolucionaria,
acusaban a aquéllos de delinquir contra la Constitución, los revolucionarios invocaban
el argumento que yo invoco ahora: desde el golpe de Estado, nadie ha podido delinquir
contra la Constitución, porque la Constitución, rota, no existe; las Constituciones no
pueden resucitar.
Eso decían, y teóricamente tenían razón. No por el conocido argumento de que la
Constitución es un pacto entre dos partes, pacto resuelto cuando una de las dos partes lo
incumple. Tal argumento traslada al Derecho público, superficialmente además, nociones
que pertenecen al Derecho privado. Sino porque la imposibilidad de que una Constitución
reviva es consecuencia que se desprende de la unidad del orden jurídico. A la doctrina
que la defiende tengo que referirme, y ya veréis cómo me muevo dentro de lo
rigurosamente jurídico, sin vagas invocaciones a realidades de orden histórico o social.
Esta doctrina de la unidad del orden jurídico es Id profesada por la escuela vienesa, por
la escuela pura del Derecho, aquella que reclama para el pensamiento jurídico todo el
rigor formal, indiferente a los fenómenos materiales, que caracteriza a la Matemática.
Y, además, como doctrina de pensadores extranjeros, no es sospechosa de estar influida
por circunstancia alguna de nuestra Patria. Eso acrecienta, al recordarla, su autoridad.
LA UNIDAD DEL ORDEN JURÍDICO
Todas las normas jurídicas integrantes de un orden, como enseñan Merkel y Kelsen,
se alinean en diferentes jerarquías. Las normas de cada jerarquía se refieren a las de
la inmediata superior, de donde reciben su fuerza. Y por este camino ascendente se llega
hasta una norma fundamental, que es la que justifica a todas. Así, los reglamentos, los
contratos, las sentencias, contienen normas que en tanto obligan a cuanto se ajustan a los
efectos que la ley norma de la jerarquía inmediata superior en cada caso les
asigna. Y así la ley obliga en cuanto se halla revestida de las solemnidades y
desenvuelta en el ámbito que la Constitución norma suprema, fundamental le
exige y le atribuye. La Constitución es la norma fundamental. Sobre ella no puede, por
definición, haber otra, porque entonces ésta sería propiamente la Constitución.
Ahora deducir las consecuencias. Venida a menos una norma de cualquiera de las
jerarquías subordinadas, siempre se halla en las de la inmediata superior alguna que
provea a sustituirla; allí se encontrará designado el órgano competente para promulgar
una nueva norma secundaria y delimitado el alcance que a esta norma espera. Pero venida a
menos la norma fundamental, ¿adónde acudir para justificar su resurrección? ¿A un
principio positivo superior? Ya se vio que no existe. ¿A la propia Constitución? No
habría otro recurso, puesto que la Constitución, como norma suprema, es la única
justificación de sí misma. Pero derrocada, ¿qué puede decretar? Para que valgan sus
preceptos hay que suponerla vigente, y el estar vigente es, ni más ni menos, lo que le
falta cuando está derrocada. Habría que llegar a la ficción de que resucitara primero
una parte de ella misma, ordenando la resurrección de lo demás, para que después de
esto lo demás reviviera al conjuro de aquel primer principio resucitado.
LA PRODUCCIÓN ORIGINARIA DEL DERECHO
Por eso en la crisis del orden constitucional sólo hay una salida: el recurso a
las fuentes originarias de la producción del Derecho. Stammler las ha colocado, con
profunda verdad, al lado de las fuentes derivativas. Por lo general, el Derecho se produce
con arreglo a las previsiones de un orden preexistente. Pero a veces el orden mismo es
subvertido por la violencia: un hecho de fuerza conquista, revolución, golpe de
Estado rompe toda continuidad en la elaboración de las normas. ¿Qué hacer
entonces? Pues, sencillamente, recibir como fuente originaria de un nuevo Derecho el
suceso mismo que ha puesto fin al orden anterior. Como esto no se acepte, como legalistas
maniáticos que no juristas se empeñen en pedir a cada régimen total su
certificado de nacimiento extendido de acuerdo con el régimen anterior, habrá que
convenir, como dice Stammler, en que no hay en el mundo un solo orden legítimo, puesto
que no existe un pueblo solo en cuya historia falte, antes o después, alguna violenta
solución de continuidad, alguna revolución victoriosa, algún golpe de Estado
triunfante, que diese entrada, no ya en desacuerdo, sino en contradicción con el
preexistente, a un nuevo orden jurídico total. Por eso es vana toda inquisición en los
antecedentes genealógicos de un sistema político triunfante: los sistemas políticos,
como los grandes hombres, son los antepasados de sí mismos.
EJEMPLOS: LA REPÚBLICA ESPAÑOLA
¿Se atreverá nadie a decir que aún está vigente en Rusia el Derecho zarista
porque no ha sido derogado según sus propias normas? Pero no hay que buscar ejemplos
remotos: aquí tenemos el de la República española. Nadie puede poner en duda su
legitimidad, y, sin embargo, como empecéis a escudriñar en sus orígenes, no
encontraréis manera de empalmarla con el orden que regía a su advenimiento. Recordad que
ninguna norma constitucional preexistente asignaba a las elecciones municipales un defecto
tan exorbitante como el cambio de régimen. Recordad, además, que la mayoría electoral
de todo el país fue favorable a los candidatos republicanos. Recordad, por último, los
defectos procesales con que la República se implantó: en la Gaceta del 15 de abril de
1931, un decreto, firmado por el Comité revolucionario, nombraba presidente del Gobierno
provisional a don Niceto Alcalá Zamora. Y a continuación, el señor Alcalá Zamora, por
virtud de otro decreto, designaba ministros a los miembros del mismo Comité
revolucionario que acababa de investirle. Un legista maniático señalaría en todos estos
trámites innumerables vicios de nulidad: el Comité revolucionario no era órgano
constitucional competente para designar primer magistrado; éste no podía nombrar
ministros a aquellos mismos de quienes recibía la autoridad; será nula, por
consecuencia, la constitución del Consejo de ministros, y nula la convocatoria de Cortes,
y nulas las Cortes Constituyentes... Pero, ¿quién podrá, en serio, divertirse con tales
cavilaciones? Ved a qué pintorescas salidas lleva ese modo de entender la técnica del
Derecho: la República española es jurídicamente inexistente; y como también lo fue
¡qué duda cabe! la Dictadura, resulta que España sigue siendo una
Monarquía constitucional regida por el Código del 76, y el presidente de su Consejo de
ministros, don Manuel García Prieto. ¿Quién nos lo hubiera dicho cuando vino a declarar
aquí la otra mañana?
LAS ACUSACIONES
Como veis, no se puede condenar a don Galo Ponte como reo de delitos contra una
Constitución muerta. Queda, de esta suerte, sin apoyo la acusación particular defendida
por el señor Suárez Uriarte en su cuidado y sereno informe.
Y al nombrar por primera vez a uno de los representantes de la acusación, permítame
el Tribunal que, por medio suyo, traslade mi gratitud a los acusadores todos, porque, al
cumplir su cometido, y sin faltar en nada a lo que el deber les exigía, han sabido evitar
a la intimidad espiritual de esta defensa toda mortificación innecesaria.
¿ALTA TRAICIÓN?
No hay, decía, delito posible contra la Constitución del 76. Pero junto a la
calificación rebatida surge la que defiende, en nombre de la Comisión de
Responsabilidades, quien viene ocupando aquí el sitio procesal de la acusación pública.
Para el señor fiscal, don Galo Ponte, y los que con él intervinieron en las funciones de
gobierno de la Dictadura delinquieron como partícipes necesarios de la alta traición
cometida por el jefe del Estado en 1923. Las Cortes Constituyentes, en decisión que a
esta defensa no le es ya lícito impugnar, calificaron, en efecto, aquella conducta de
alta traición. Pero, ¿cómo puede envolverse en la responsabilidad que de allí naciera
a mi defendido, don Galo Ponte? El acta de acusación nos dice: por aplicación de lo
dispuesto en el número 4º del artículo 16 del Código Penal. Así dice el acta. Mas si
el Tribunal se propone evacuar la cita, le auguro unos minutos de estupor. El artículo 16
del Código Penal se refiere a los encubridores, y en su número 4º, que es el que se
cita, dice que se coopera en tal concepto a un delito "denegando el cabeza de familia
a la autoridad judicial el permiso para entrar de noche en su domicilio". La verdad,
señores: o mi defendido me ha ocultado algunos aspectos reprobables de su conducta, o yo
no puedo creer que esté sentado aquí, en medio de estas solemnidades extraordinarias,
por haber cerrado su puerta de noche a la autoridad judicial.
Hay, sin embargo, una errata en el acta acusatoria. Se alude seguramente, al número
3º del artículo 13. Pero tampoco es éste aplicable, porque en él se dice que son
considerados como autores de un delito "los que cooperan a la ejecución del hecho
por un acto sin el cual no se hubiere efectuado" Y, en serio, por mucha tolerancia
dialéctica que se permita, ¿podrá alguien decir que si don Galo Ponte se hubiera negado
a ser ministro en diciembre de 1925 hubiera sido imposible implantar una Dictadura en
septiembre de 1923?
SECUESTRO DE LA SOBERANÍA
Pero hay una tercera acusación que requiere examen. La defiende, en su voto
particular, el señor Peñalba; agudamente, se da cuenta de que no es posible penar
delitos cometidos contra una Constitución destruida, porque al desaparecer una forma de
Estado caen con ella, faltas de sujeto pasivo, las defensas jurídicas que la circundaban.
Tampoco admite el señor Peñalba que pueda acusarse a los aquí sentados del delito de
alta traición, porque tal figura delictiva hubo de crearse fuera de las normas corrientes
para quien, por definición constitucional, no podía ser reo de delito común; pero
resulta innecesaria para quienes, por no estar comprendidos en el privilegio, pueden ser
reos de cualquier delito. Mas si hasta aquí la argumentación jurídica del señor
Peñalba es irreprochable, deja de serlo cuando pretende ofrecer una solución propia.
Llegado a este punto, el autor del voto particular, tras de haber censurado con motivo la
creación de figuras nuevas para personas que por su estatuto normal no las necesitan,
incide en el error que censura cuando les achaca, con calificación que tiene todas las
características de un invento, la "participación facciosa en el secuestro de la
soberanía nacional".
LA SOBERANIA
Para entender esto hemos de preguntamos, ante todo: ¿qué es la soberanía? ¿Es
la virtud de que goza la mayoría electoral de un país para autojustificar sus deseos, es
decir, para promulgar como buenos sus deseos por el hecho solo de ser suyos? ¿O,prevalece
sobre ella la condición que al pueblo toca de "beneficiario del Derecho",
condición por virtud de la cual perseguiremos el bien, la libertad, la felicidad del
pueblo como aspiración de todo derecho posible y reputaremos injusto todo sistema que le
defraude?
Si aceptáis el primer concepto de soberanía y condenáis a los que profesaran otro,
os habréis convertido, estrictamente, en un tribunal inquisitorial, es decir, perseguidor
de disidentes, de herejes. Porque sólo recibiendo como dogma la concepción rousseauniana
de la soberanía podréis acordar destierros y confinamientos para los disconformes con
ella.
Según Rousseau, la mayoría electoral es siempre poseedora de la justicia. No cómo
mayoría electoral, ya lo sabéis, sino como expresión de la persona colectiva,
indivisible, de la voluntad soberana que Rousseau imagina dotada de sustantividad propia y
diferente de las voluntades de los asociados. Ese yo superior, el soberano, está
investido de una virtud que le impide querer el mal de sus súbditos: Rousseau,
metafísicamente, rechaza una posibilidad semejante, y, por consecuencia, cuanto quiere el
soberano, la voluntad soberana única y superior, es necesariamente justo. Pero la
voluntad soberana tiene que expresarse de algún modo. ¿Cómo? ¿Por el sufragio? En
principio, el sufragio contradice el dogma de la indivisibilidad: el triunfo de los más
sobre los menos implica división y desmiente la predicada existencia de una voluntad
única. Pero Rousseau, sin detenerse ante el sofisma, salva la dificultad de esta manera:
el elector, cuando vota, no expresa una voluntad suya, sino que adelanta una conjetura
acerca de cuál será la voluntad del soberano. La mayoría de sufragios no es sino la
coincidencia de los más en una determinada conjetura; por eso, al hacer lo que quiere la
mayoría, no es que se reconozca a los más derecho alguno sobre los menos, sino que se
estima que los más han acertado al aventurar su opinión sobre cuál sería la voluntad
soberana, mientras que los menos se han equivocado en el mismo intento de adivinación.
Por donde, prácticamente, la voz de la mayoría es siempre la expresión de la justicia y
de la verdad.
Esto, como veréis, es una construcción ingeniosa: tiene interés, por otra parte,
para la historia de las ideas; pero en nuestros días la pura doctrina rousseauniana no es
aceptada por nadie. No sólo la repudian aquellos movimientos que podríais tachar de
retardatarios, sino todos los que prevalecen en el mundo, hasta los de tendencia más
revolucionaria; así, el comunismo y el sindicalismo desdeñan el dogma de la soberanía
nacional. Y si de los movimientos políticosociales se pasa a las tendencias del
pensamiento jurídico, nadie hallará un tratadista contemporáneo que comparta la
construcción del Contrato social. Los juristas de nuestro tiempo vuelven a situar la
justicia en el ámbito de la razón, no en el de la voluntad de muchos ni de pocos. Y
así, frente a Jurieu, precursor de Rousseau, que afirmaba: "E] pueblo no necesita
tener razón para validar sus actos", los nuevos kantianos, por boca de Stammler,
oponen: "La mayoría dice relación a la categoría de cantidad; la justicia, en
cambio, implica cualidad. El hecho de que muchos proclamen algo o aspiren a algo no quiere
decir que ello sea necesariamente justo. Si la mayoría se halla asistida por la justicia
en las causas que representa, es cosa que habrá de ver en cada caso.
EJEMPLO: LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA
¿Cómo podéis dudar todo esto vosotros, los autores de la Constitución
republicana de 1931, si en ella, atentos a las ideas de nuestros días, habéis cuidado de
moderar los poderes de la llamada soberanía nacional mediante un adecuado instrumento?
Hablo del Tribunal de Garantías Constitucionales, cuya misión fundamental estriba en
corregir las extralimitaciones del Parlamento (es decir, el órgano típico de la
soberanía nacional), en homenaje a unos principios previamente declarados intangibles,
superiores a la propia soberanía. Luego se admite que la mayoría, que la voluntad
nacional revelada por la mayoría, puede, en ocasiones, no tener razón.
DEBER DE GOBERNANTE
Más diré: no sabe lo que es misión ilustre y dura de gobernar quien no aspire a
otra cosa que a seguir los estímulos de los gobernados. Cabalmente, cuando la misión del
gobernante se acrisola hasta alcanzar calidades supremas, es cuando se ve en el trance de
contrariar a su pueblo, porque a menudo el pueblo desconoce su propia meta, y entonces es
cuando más necesita ojos clarividentes y manos firmes que lo conduzcan.
Aun el deber de contrariar a veces al pueblo es más apremiante para quienes han
asumido por vía revolucionaria la tarea de gobernar. El revolucionario (y un golpe de
Estado es un hecho revolucionario siempre) ha acudido a la fuerza precisamente en
contradicción con el sistema que a su llegada regía; cuando ha tenido que romperlo por
fuerza y no ha podido ganarlo por sus propios caminos normales, es porque el sistema se
hallaba bien arraigado y asistido. Y entonces el gobernante, que se encuentra a su pueblo
muy penetrado por los defectos de aquel sistema que hubo de extirpar, malogrará su
misión si no se afana en arrancar del pueblo, aun contra el pueblo mismo, todas las
corruptoras supervivencias; si no se esfuerza en conducir al pueblo hacia la nueva vida
que acaso el mismo pueblo, enfermo de la pasada postración, no puede adivinar ni querer.
Poco valdrá para la Historia quien, a trueque de una efímera popularidad o de las
vanidades del empleo, renuncie a sacrificarse en obra tan alta.
EL BIEN PÚBLICO
Hay que suponer, por todo lo dicho, que cuando el señor Peñalba acusa a los
hombres de la Dictadura de haber participado facciosamente en el secuestro de la
soberanía nacional, no los ataca como a herejes contra el dogma rousseauniano, sino que
los estima destructores de aquella condición de todo sistema que antes me permití
enunciar: el pueblo es el beneficiario del Derecho, y el bien del pueblo es el punto de
referencia constante para calificar de justos o de injustos cualesquiera normas o actos de
poder. La Dictadura, para el señor Peñalba, si no lo interpreto mal, gobernó contra el
bien público; fue una especie de tiranía y por eso merece castigo.
Que éste es el sentido de la acusación y, en el fondo, de todas las acusaciones, lo
demuestra la frecuencia con que en el acta de la Comisión y en los votos particulares se
recuerdan supuestos hechos de los que, como dije al principio, no constituirían sólo
infracciones formales de la Constitución del 76, sino actos materiales maliciosos,
reprobables por su propia injusticia en cualquier sistema constitucional. Y he aquí cómo
tras de haber dedicado toda la argumentación desenvuelta hasta ahora a defender a don
Galo Ponte del primer grupo de imputaciones que señalé al principio (las de orden
formal) me trae la propia argumentación a examinar los reproches del segundo grupo. Don
Galo Ponte y sus colegas, viene a decirse, gobernaron contra el bien público porque
atropellaron los derechos individuales; impusieron multas, deportaciones y confinamientos
inmerecidos; promulgaron un inicuo Código Penal; suspendieron sentencias justas;
comprometieron a la Hacienda en avales y monopolios perniciosos...
LEGISLACIÓN DICTATORIAL
Fijaos bien en que para castigar esos hechos por su contenido material (no volvamos
ya, que de esto he hablado bastante, sobre la posibilidad de castigarlos como contrarios a
una Constitución derrocada), para castigar esos hechos por su contenido material,
tendría que aparecer demostrada en el sumario la malicia, la injusticia de cada uno de
ellos. ¿Y dónde está esa demostración? La único que aparece demostrado en el sumario
es que la Dictadura legisló por decreto. Pero lo que interesa para el presente aspecto de
la cuestión es si las leyes promulgadas por decreto fueron justas o injustas. Examinaré
las más salientes.
El decreto de 1926. Dice el acta de acusación que por ese decreto se suspendía la
ejecución de las sentencias del Tribunal Supremo. Nada más inexacto. El decreto no
suspendía de derecho ni una sola sentencia. Autorizaba a suspender. Pero no las de lo
civil ni las de lo criminal, ni en bloque, las de lo contencioso-administrativo, sino
sólo estas últimas, y únicamente en dos casos estrictos. Y no penséis que se trataba
de una escandalosa innovación dictatorial. Nadie ignora que la vigente ley de lo
contencioso-administrativo, en su artículo 84, autoriza al Gobierno para suspender en
cuatro casos las sentencias de esa jurisdicción. La Dictadura no hizo otra cosa que
ampliar esos casos a seis. Y los dos casos nuevos estaban tan inspirados en exigencias de
justicia, que sólo alcanzaban a los pleitos de funcionarios destituidos por la Dictadura,
con el fin de moralizar la Administración, y a aquellos en que se interpretaban
abusivamente, con perjuicio para el interés público, contratos administrativos
anteriores. Ahí quedó todo. Y ved si el Gobierno dictatorial hizo uso prudente de la
determinación acordada: sólo tres o cuatro sentencias fueron suspendidas desde 1926
hasta 1930.
El Código Penal de 1928. ¡El famoso Código de don Galo Ponte! En él había, ¡cómo
no!, defectos técnicos; pero todo su espíritu, recogido de los más competentes
asesores, era de benevolencia. Mitigó las penas en todos los casos, elevó la mayoría de
edad penal y corrigió crueldades del viejo Código del 70, tan vituperado por los que hoy
lo ensalzan, como la de señalar ineludible la pena de muerte cuando, en ciertos delitos,
concurría una sola circunstancia agravante. Nadie podrá decir, ni mucho menos, que el
Código del 28 fuera un Código tiránico.
Pues, ¿y los demás decretos dictatoriales? Según la acusación deben de formar un
archivo de enormidad. Pero ved lo que ha hecho con ellos el Gobierno de la República.
Ahí tenéis, por decreto republicano de 31 de mayo de 1931, clasificada la obra
legislativa en Justicia, el Ministerio de mi defendido, durante el tiempo de su gestión.
Estos son los resultados:
Decretos que se derogan (es decir, que no se reconocen como existentes y válidos en
sus efectos): seis.
Decretos que se anulan: uno.
Decretos que se reducen a jerarquía reglamentaria: uno.
Decretos que se declaran subsistentes: veintitrés.
¡Veintitrés decretos subsistentes, algunos relativos a materias importantísimasi No
sería tan injusta la obra dictatorial cuando así la conserva la República.
PERSECUCIONES. NEGOCIOS
¿Y de las otras injusticias de la Dictadura? ¿Que fue de los famosos negocios y
francachelas? ¿Qué de los atropellos, a que el acta de acusación se refiere, contra
todas las garantías individuales y colectivas de los ciudadanos? ¡Cuánto se habló de
todo eso en la propaganda de la Dictadura! Si algún interés tomó el pueblo en este
proceso, no fue porque le importase haber pasado seis años sin ejercer el sufragio (farsa
para él sobradamente conocida), sino porque lo llevasteis, en parte, a creer que había
sido tiranizado y expoliado por los dictadores. ¡Y ved lo que resulta ahora! ¡Ni una
sola prueba! El acta de acusación habla ligeramente de deportaciones y multas inicuas, de
avales y monopolios sin cuento... Era deber de la Comisión instructora probar uno por uno
todos los hechos de que acusa. Uno por uno, porque lo que importa saber, en este aspecto
material que ahora examino, es si los hechos, además de existir, fueron injustos. Que
hubo, por ejemplo, deportaciones y multas, es cosa de todos conocida; pero nadie se atreve
a negar, y menos vosotros, que sean posibles las multas y las deportaciones justas, a
menos de afirmar que cuantos Gobiernos las emplean lo hacen con propósito deliberado de
injusticia. Pues bien: en todo el sumario de esta causa no hay una sola diligencia
encaminada a acreditar la maldad interna de aquellos actos. De todos los famosos
atropellos, negocios, francachelas de la Dictadura; de todos aquellos cargos con que se
removió la opinión, no hay en los autos ni prueba ni intento de prueba siquiera.
SENTENCIA Y NO LIBELO
Diréis que este proceso no se refiere a las responsabilidades de gestión, sino a
las responsabilidades políticas. Bien. Pero entonces suprimid de la sentencia todas las
alusiones al contenido de la gestión dictatorial. No sigáis en esto al acta acusatorio,
en cuyos resultandos y considerandos se intercalan afirmaciones contrarias a la probidad y
a la justicia de los procesados. Vosotros no podéis hacer eso. Cuando se charla por ahí,
y más cuando quien charla vive en estado de insolvencia espiritual, cabe referirse, por
desahogo, sin prueba alguna, a la Dictadura inmoral y analfabeta. Pero cuando se ocupa,
como vosotros, posición de jueces, no es lícito acoger en resultandos ni considerandos
una sola palabra que no tenga su antecedente en la instrucción sumarial, su consecuencia
en el fallo. Vosotros estáis reunidos para juzgar un golpe de Estado y medir unas
responsabilidades políticas; a oso habéis ceñido la instrucción sumarial. Queda
encomendado al rigor de vuestras conciencias el que no aparezca una palabra sola que pueda
presentar ante el pueblo como ladrones a quienes sólo juzgasteis como rebeldes. Evitad
que vuestra sentencia se convierta de ejecutoria de justicia en libelo de difamación.
EL SENTIDO POLÍTICO DE LA DICTADURA
Aquí hubiera terminado mi informe si sólo os tocara resolver como jueces. Pero
sois políticos también, y, porque lo sois, este informe, que ya, sin duda, os parece
demasiado largo, quedaría incompleto si se limitara a ser una defensa forense. Tenéis el
deber de adivinar la actitud de un pueblo ante la Dictadura; no podéis eludir un anticipo
de interpretación de su sentido histórico. Y yo, por mi parte, no renuncio a perder esta
coyuntura, tan deseada, de comunicación, de explicación, de llamamiento a la
inteligencia de quienes oyen, para invitarlos a que ahonden un poco más en lo que fue el
hecho profundo de la Dictadura: a que no se den por satisfechos con el sinnúmero de
ordinarieces superficiales que se han proferido para comentarla.
EL ANTIGUO RÉGIMEN
Acordaos del antiguo régimen. Aquella vida chata, tonta, perezosa, escéptica...
España minada por un desaliento ni siquiera trágico, sino aceptado con una especie de
abyecta socarronería. En Marruecos, la llaga, sangrienta y vergonzosa, continuamente
abierta, sin esperanza de cura. Aquí, un Estado claudicante, ante cuyos ojos sin brillo
iba fermentando la anarquía. Mientras tanto, la riqueza de España, la décima parte de
lo que podía ser la riqueza de España, el jugo de los pobres campos de España, casi
olvidados por sus señores, consagrada a mantener el lujo sin grandeza de unas cuantas
familias privilegiadas. Y, en alianza con esas familias, unos grupos de viejos políticos
cuya misión era mantener el tinglado en pie lo que buenamente durase, demorando su
previsto derrumbamiento mediante regateos con la anarquía.
Durante algunos años, la correlación de servicios fue perfecta: los viejos políticos
aseguraban a las familias privilegiadas una interina tranquilidad, y las familias
privilegiadas, a guisa de salarios, deparaban a los viejos políticos la inefable ventura
de exhibirse de frac algunas veces, entre duquesas, marquesas y condesas, bajo las arañas
de los palacios.
Pero en los últimos tiempos se resquebrajaba aquella de manera inquietante.
EL GOLPE DE ESTADO
Y entonces, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera dio en
Barcelona un golpe de Estado.
He dicho, fijaos, el general Primo de Rivera. El solo. Para él toda la responsabilidad
y todo el honor. Podéis creer a quienes aparentemente contribuyeron al movimiento. A buen
seguro que lo que ellos se proponían era bien distinto de lo que pensaba el general Primo
de Rivera. Ninguno de sus colaboradores circunstanciales participó en el pensamiento del
golpe de Estado. En todo caso, si alguna culpa hubiera podido alcanzarlos, ya la han
borrado con el arrepentimiento eficaz.
El general Primo de Rivera dio un golpe de Estado. Y desde ese punto, desbandados los
viejos políticos, sobre el general Primo de Rivera y sobre su obra vino a concentrarse la
atención de quienes iban a ser, en adelante, sus jueces: las familias privilegiadas, el
pueblo, los intelectuales.
LAS FAMILIAS PRIVILEGIADAS
Las familias privilegiadas vieron venir con júbilo la Dictadura. Se daban cuenta
de que sus queridos viejos políticos eran ya un instrumento demasiado débil frente a la
marcha de los tiempos y supusieron que el Gobierno de un general iba a reforzar
enérgicamente eso que ciertas personas entienden por el orden. Además, alentaba tal
esperanza la interpretación dada al golpe de Estado por los generales que le apoyaron en
Madrid: aquello se encaminaba, sencillamente, a apuntalar el régimen con hombres nuevos;
por lo demás, no se pensaba cambiar nada: el Gobierno que iba a formarse era un Gobierno
constitucional.
Los generales de Madrid debían considerarse superiores en talento al general Primo de
Rivera (del que, por otra parte, fueron siempre leales y valerosos compañeros de armas).
Si ellos hubieran conocido los propósitos del general Primo de Rivera los hubieran
repudiado por toscos, como los repudiaron después. Ellos nunca pensaron subvertir el
antiguo régimen, sino derrocar delicadamente al Gobierno para dar entrada a otro Gobierno
constitucional. Así, los generales quedarían fuera, como protectores generosos y
amables, mientras todo seguía, poco más o menos, igual que si no hubiera pasado nada.
¡Y, sin embargo, el general Primo de Rivera estaba en lo cierto! Su idea era la única
bien construida, aunque otra cosa pensaran los generales de Madrid. Se puede dar un golpe
de Estado, que es la ruptura de un régimen, para implantar otro nuevo hasta la raíz,
pero es inexplicable lo de subvertir la Constitución, que, por ser subvertida, ya queda
irremediablemente muerta, para dejar paso a un Gobierno constitucional de la misma
Constitución subvertida. Eso es tan absurdo como dar a un señor de bofetadas para
convidarle a almorzar.
Por eso, contra lo previsto, el general Primo de Rivera, que escuchaba muy bien los
rumores del pueblo, que había aprendido a conocer el alma del pueblo durante muchos años
de vida militar, cerca de sus soldados, en entrañable comunidad de esperanzas, peligros y
fatigas; el general Primo de Rivera, que en su viaje de Barcelona a Madrid recogió un
clamor popular exigente, sintió la inmensa responsabilidad de aquella hora, percibió el
llamamiento profundo que le ordenaba no malograrla, no desperdiciaría en pequeñeces, no
ceder a la pereza ni a la vanidad de reservarse el papel decorativo de protector, sino
asir en sus manos fuertes las riendas que a las manos se le venían y conducir a España,
briosamente, profundamente, hacia una vida nueva.
Así comenzó a podar y sajar sin contemplaciones; con tan resueltas maneras, que las
familias privilegiadas y los antiguas conspiradores de Madrid no tardaron en
escandalizarse. ¿Qué era aquello? ¿Quién era aquel militarote, de ímpetu popular, que
de tal modo osaba descomponer el cuadrito? Las familias privilegiadas (y conste que no
comprendo en ellas a todas las de la aristocracia, ni a las de la aristocracia sólo. Hay,
entre familias aristocráticas, muchas que pueden presentarse como ejemplos de sencillez y
virtudes domésticas. Nunca participaron estas familias en el tinglado del antiguo
régimen y, en cambio, manipulaban en él muchos influyentes advenedizos). Las familias
privilegiadas del antiguo régimen no soportaban que aquel general, irrespetuoso con la
etiqueta, recogiese y quisiera imponer el afán popular de un Estado nuevo. ¿Cómo se
atrevía Calvo Sotelo, con sus decretos de 1926, a fiscalizar, aun bajo pena de
expropiación, la riqueza oculta? ¿Cómo era tan audaz el Dictador que, en un artículo
publicado en A B C, a fin del año 1927, anunciaba para el siguiente la reforma agraria?
¿Qué significaba esa innovación socialista de los Comités paritarios? ¡Nada de
aquello era lo convenido!
Y el antiguo régimen empezó a conspirar contra la Dictadura.
EL PUEBLO
Mientras tanto, el pueblo, que sabe manifestar su voluntad de muchas maneras, sin
necesidad del sufragio, se daba cuenta de que aquello era suyo. El pueblo percibía que
por primera vez se gobernaba para él. Aquellas madres que antes miraban crecer a sus
hijos con la zozobra de que se los malograsen en Marruecos, sentían como suyo al que se
fue a encanecer en Marruecos para librarlas de la angustia. Aquellos emigrantes a quienes
una implacable ley de Reclutamiento desterraba para siempre, sentían como suyo al que les
abrió otra vez el camino del hogar. Aquellos jornaleros, en cuyo beneficio ratificó
España, la primera, todos los Convenios internacionales de protección al trabajo,
sentían como suyo al que por ellos velaba con amor donde se sientan los poderosos. ¡Y
los míseros lugares de España, que vieron llegar caminos alegres de enlace con el mundo,
escuelas para los niños, sanatorios y clínicas para las carnes maltrechas de los
humildes, agua para las tierras secas ... !
El pueblo lo sintió como suyo y, por eso, en el fondo del alma, donde ningún soborno
penetra, siempre estuvo con él. Recordad el paso de su cadáver por media España, entre
multitudes que lloraban en silencio, como si el dolor de aquel cortejo fúnebre fuera un
dolor de todos. Y ved ahora, después de tres años de difamación repugnante, cómo el
pueblo se ha vuelto de espaldas a este proceso, donde no se debate ningún ansia popular
de justicia.
LOS INTELECTUALES
Mas el pueblo solo, sin intermediarios, no basta para sostener un régimen. ¡Ah,
si hubieran querido los intelectuales! Pero los intelectuales ¿por culpa sólo
suya?, ¿por culpa, en parte, del Dictador? se divorciaron pronto del nuevo
régimen. Fue un movimiento de antipatía que aún está por explicar. Los intelectuales
se replegaron en sí con un mohín de repugnancia y desdeñaron el penetrar todo el
sentido profundo, revolucionario, del pensamiento de Primo de Rivera. Se detuvieron en
dimes y diretes rituarios y no quisieron entender. ¡Qué coyuntura desperdiciaron ellos,
los más sensibles al dolor de España, para haber encauzado aquel magnífico torrente
optimista de brío popular que desbordaba el espíritu de Primo de Rivera, entre los
taludes de una doctrina elegante y fuerte!
LA SOLEDAD
Así, vino a encontrarse solo, con un grupo de colaboradores leales, el general
Primo de Rivera. Entre él y el pueblo, pasivo, un desierto de silencios hostiles, cuando
no de calumnias clandestinas. Los intelectuales, enfrente. Las familias privilegiadas, las
más palatinas, las más preeminentes, agitadas en murmurar y conspirar. ¿Dónde iba a
apoyarse Primo de Rivera? Sólo estaba a su lado con algún calor aquella parte de la
aristocracia, sencilla y ejemplar, de que hablé antes, y la pequeña clase media
española. Gentes admirables por sus cotidianas virtudes, pero poco preparadas para las
grandes tareas del espíritu. Gentes que sólo podían entender el lado conservador de la
Dictadura, pero sin aliento para acompañarla en su afán profundo de renovación.
De este modo, Primo de Rivera padeció el drama que España reserva a todos sus grandes
hombres: el drama de que no los entiendan los que los quieren y no los quieran los que los
podrían entender.
LA CAÍDA
Para que cayese la Dictadura sólo era ya preciso un poco de agitación. No se
encargó de ella el pueblo. El pueblo nunca me cansaré de repetirlo no estuvo
jamás contra la Dictadura. No es que la Dictadura hubiese vencido los intentos populares
de rebelión: es que no se dio en los seis años un solo intento popular contra ella.
Decidme, por ejemplo, qué agrupaciones obreras lograron alistar contra la Dictadura todas
las solapadas seducciones puestas en juego. La turbulencia antidictatorial fue no sólo
atizada, sino realizada por minorías: familias privilegiadas, algunas de las de más
relieve en la corte; escritores y catedráticos... Hasta en el Ejército se señaló el
carácter aristocrático de la aversión contra el régimen; no fue, ciertamente, enemiga
suya la humilde clase media de las guarniciones, sino aquel Cuerpo que más arriscadamente
mantenía su prurito nobiliario y sus excepciones de casta. Por eso cuando, minada de
conspiraciones y deslealtades cayó la Dictadura, ¿vino a. sucederla, como si hubiera
sido el pueblo quien la hubiese vencido, un Gobierno popular? No, sino un Gabinete de
aristócratas y viejos políticos presidido por el jefe de la Casa Militar de Palacio.
OTRA VEZ EL ANTIGUO RÉGIMEN
Y por eso, lo que trató de renacer, alegre, al día siguiente de la caída, fue el
régimen antiguo barrido el año 23.
Recordad aquellos meses de efímera resurrección. El señor Estrada, con irreprimible
facundia, proclamaba ante los periodistas: "Decíamos ayer... Todo sigue lo mismo.
Aquí han estado a verme el conde de Tal y el duque de Cual, como venían en otros tiempos
al Ministerio." El Gabinete Berenguer se complacía en una destrucción ininteligente
de cuanto fue edificando la Dictadura. Las familias privilegiadas, como quien sale de una
pesadilla, recobraban, rozagantes, su papel de administradoras de benevolencias para los
políticos. Los políticos tornaban a pisar las alfombras de las grandes casas. Ya se
anunciaban elecciones al viejo estilo. Los padres influyentes preparaban para sus
vástagos regalos de actas, aderezadas por el Ministerio de la Gobernación, en acaso
ignotos lugares de nuestros desiertos y nuestras serranías. Administradores y electoreros
se afanaban en los preparativos locales, para que el señorito sólo tuviese que
comparecer a última hora, con su maletín de billetes y su pronunciación británica, a
deshojar por fórmula, un par de desmayados discursos, en lucha con la penuria intelectual
y la exigüedad del vocabulario, ante los rostros indescifrables de los lugareños.
¡Era el antiguo régimen redivivo! ¡A borrar todo lo que fuese ambición o grandeza!
¡A suspender las obras hidráulicas y detener los ferrocarriles! ¡A conseguir que
España, otra vez, con el gorro de dormir hasta las orejas, se arropase en la indiferencia
de su vida chata, escéptica, perezosa, preludio de una muerte sin grandezas
LA MUERTE
Y ante aquel impúdico renacimiento, ¿qué hicisteis vosotros, los
revolucionarios, los intelectuales, tan fecundos antes
en diatribas contra el antiguo régimen? ¿Alzaros frente a él? No; eso no lo
hicisteis hasta más tarde. Lo que hicisteis entonces fue desencadenar todo vuestro rencor
contra el gobernante caído: insultarle, calumniarse con la saña más implacable que se
recuerda, volear sobre su nombre todas las aguas sucias de la difamación... Esto,
mientras se le hería desde la Gaceta, no sólo con la injuria, sino con el aniquilamiento
estúpido de todos sus sueños de una España grande...
Y aquel hombre, que si era fuerte como un gran soldado, era sensible como un niño;
aquel hombre que pudo resistir por España, extenuándose por servirla, seis años
seguidos de trabajo sin vacación, no pudo soportar seis semanas de afrentas. Una mañana,
en París, con los periódicos de España en la mano, inclinó la cabeza nimbada de
martirio y se nos fue para siempre.
HACED JUSTICIA
Me era necesario decir todo esto. Después que me habéis escuchado, sólo os pido
justicia; para don Galo Ponte, la absolución; para la memoria de aquel hombre que
malogramos entre todos, inteligencia y cordialidad. ¡Entendedle, entendedle! Ocupáis una
atalaya histórica y tenéis el deber de ser perspicaces. No podéis ignorar los dramas
ocultos que vivió aquel hombre a quien, de todos modos, tenéis que juzgar. No es lícito
compartir las diatribas superficiales contra la Dictadura, en vez de penetrar con vista
inteligente su sentido profundo.
Esta es la justicia que os pido: talento y cordialidad para entender. Es el único
afán de quienes permanecemos agrupados en el culto de un mismo recuerdo: que devolváis
la calma a nuestros espíritus, maltratados por tantas injurias; que otra vez nos los
dejéis en paz, llenos de aquella ausencia, que es al mismo tiempo nuestra riqueza y
nuestra gloria.
(Madrid, 26 de noviembre de 1932)