Fue misericordia de Dios el
llevárselo a las regiones de la paz eterna. Tras un breve martirio, el descanso. ¡Eran
muchos sus merecimientos para que la divina generosidad no le indultara de este
espectáculo!
Todo bulle como una gusanera. Como si no hubiera pasado nada. Los mismos hombres, las
mismas palabras vacías, los mismos aspavientos. ¡Y todo tan chico! Contra la obra
ingente de seis años orden, paz, riqueza, trabajo, cultura, dignidad,
alegría, las fórmulas apolilladas de antaño, las menudas retóricas de antaño,
las mismas sutilezas de leguleyo que ni el Derecho sabe.
Aquí están los políticos a quienes nadie desconoce. Todos pasan de sexagenarios.
Gobernaron docenas de veces. Casi ninguno sirvió para nada. Pero no escarmentaron.
Piensan que una breve abstinencia que ellos disfrazan de persecución los
redime del pasado inútil.
Aquí están los ridículos intelectuales, henchidos de pedantería. Son la
descendencia, venida a menos, de aquellos intelectuales que negaron la movilidad de la
tierra y su redondez, y la posibilidad del ferrocarril, porque todo ello pugnaba con las
fórmulas. ¡Pobrecillos! ¿Cómo van a entender al través de sus gafas de miopes-
el atisbo aislado de la luz divina? Lo que no cabe en sus estrechas cabezas creen que no
puede existir. ¡Y encima se ríen con aire de superioridad!
Aquí están los murmuradores, los envenenados de achicoria y nicotina, los snobs, los
cobardes, los diligentes en acercarse siempre al sol que calienta más, (algunos, ¡quién
lo dijera!, aristócratas, descendientes de aquellos cuyos espinazos antes se quebraban
que se torcían ... ).
Aquí están todos. Abigarrados, mezquinos, chillones, engolados en su mísera
pequeñez. Todos hablan a un tiempo. No se hizo nada. Se malgastaron los caudales
públicos. Las victorias militares acaecieron bajo el mando de aquel caudillo como pudo
acaecer otra cosa. Todo fue suerte o mentira. Y, antes que nada, ese Gobierno no fue un
Gobierno inteligente (¡santa palabra para deslumbrar a los tontos!); gobernó para
España, a la española, no al gusto de la docena de los elegidos. Prefirió prescindir de
solemnidades hipócritas mejor que falsificarlas.
Los enanos han podido más que el gigante. Se le enredaron a los pies y lo echaron a
tierra. Luego, le torturaron a aguijonazos. Y él, que era bueno, sensible, sencillo; él,
que no estaba acorazado contra las miserias; él, que por ser muy hombre (muy humana)
gozaba y padecía como los niños, inclinó su cabeza una mañana y no la alzó más.
Ahora es la hora de los enanos. ¡Cómo se vengan del silencio a que los redujo!
¡Cómo se agitan, cómo babean, cómo se revuelcan impúdicamente en su venenoso
regocijo! ¡Hay que tirarlo todo! Que no quede ni rastro de lo que él hizo! Y los más
ridículos de todos los enanos los pedantes sonríen irónicamente.
El también sonríe. Pero su risa es clara, como su espíritu sencillo y fuerte.
Nosotros padecemos como él antes todas las torturas de la injusticia. Pero el
ya goza el premio allá en lo alto, en los ámbitos de la perpetua serenidad. Nada puede
inquietarle, porque desde allí se disciernen la grandeza y la pequeñez. Pasarán los
años, torrente de cuyas espumas sólo surgen las cumbres cimeras. Toda esta mezquina
gentecilla abogadetes, politiquillos, escritorzuelos, mequetrefes se perderá
arrastrada por las aguas. ¿Quién se acordará de los tales dentro de cien años?
Mientras que la figura de él sencilla y fuerte como su espíritu se alzará
sobre las centurias, grande, serena, luminosa de gloria y de martirio.
(ABC, 16 de marzo de 1931.)